El aire en mi pequeño apartamento se quebró. La última frase de Alessandro—“Y ellos también pueden hacerlo”— no fue una advertencia. Fue una sentencia. Colgaba entre nosotros, densa y venenosa, robándome el oxígeno y solidificando el terror en mis venas. "Ellos". Los lobos. La familia que llevaba mi sangre y que, al parecer, la quería derramada.
Mi mirada saltó de los ojos de acero de Alessandro a la puerta principal, un portal a un pasillo que de repente parecía infestado de monstruos. Mi instinto primario gritó: huye. Pero, ¿hacia dónde? Si él me había encontrado, ellos también podían.
El teléfono de Alessandro vibró en el silencio denso. Lo sacó de su bolsillo con un movimiento fluido. Mis ojos lograron captar un destello en la pantalla: una foto nítida de la puerta de mi apartamento, tomada desde el final del pasillo, hace apenas cinco segundos. Debajo, un mensaje corto y helado: "¿Está en casa?"
Un jadeo se escapó de mi garganta. No era un ruido. Era una confirmación silenciosa,