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Capitulo 4. La Infiltración En La Gala

El vestido negro se deslizó sobre mi piel como una segunda piel de serpiente, una caricia helada que me erizó los vellos de los brazos. Elegante. Impecable. Demasiado caro para la "Ana Stevens" de mi cubículo. Cada pliegue, cada costura, cada fibra del satén oscuro, silbaba con poder, dinero, estatus. Todo lo que se suponía que yo no era, todo lo que me habían arrancado. Era mi uniforme de batalla.

Me miré en el espejo agrietado. Mi reflejo, distorsionado, parecía el de una fantasma. Pero bajo el disfraz, sentía el pulso de la rabia. Estaba lista para cruzar la línea.

Abril me observaba desde el sofá, la boca ligeramente entreabierta. Sus ojos castaños, normalmente llenos de chispas, ahora estaban turbios por una preocupación palpable.

—Joder, Ana… Pareces sacada de una portada de revista. —Su voz, apenas un susurro, se quebró—. ¿Estás segura de esto? Esa gente… son buitres.

Ajusté la pulsera plateada en mi muñeca, su metal frío contra mi piel. No cubría el temblor de mis dedos; lo anclaba, una pequeña estaca contra el huracán que me sacudía.

—No —respondí, mi voz rasposa, la garganta seca—. Pero igual voy a hacerlo. No tengo otra opción. Esta noche se acaba el escondite.

Mi corazón martillaba contra mis costillas, un tambor de guerra. La nota anónima, el vestido… Todo olía a trampa, a una emboscada. Pero la trampa era la puerta. La oportunidad de verlos. A Giuliana, la víbora que había orquestado mi humillación. A Alessandro, el verdugo de hielo. Al enemigo.

El auto negro, un monstruo de lujo que devoraba la noche, me esperaba al otro lado de la acera. Subí sin mirar atrás. El cuero frío del asiento me envolvió. Vi las luces de Valleria, los otros coches de lujo deslizándose como sombras hacia el mismo destino. Un escalofrío me recorrió la espalda, pero no era de miedo; era la adrenalina que precedía a la batalla.

La Gala Benéfica Moretti no era lujo. Era una obscenidad dorada. El gran salón se alzaba hacia un techo de cristal que se perdía en una bóveda de estrellas, pero se sentía como una jaula. Luces cálidas colgaban como constelaciones de diamantes, haciendo que cada superficie reluciera con un brillo cegador. Las paredes estaban forradas de terciopelo borgoña, absorbiendo los sonidos, creando una burbuja opulenta donde los susurros se sentían más fuertes. El aire, denso y pesado, olía a lilas, a perfume caro y a la dulzura empalagosa del champán. El violín sonaba como un lamento burlón, cada nota un recordatorio de que yo no pertenecía aquí, o al menos, no como Ana Stevens.

Mujeres, joyas vivientes, se movían entre la multitud. Una pasó a mi lado, su vestido de diamantes me cegó por un instante. El precio de esa tela podría haber salvado a mi familia de la ruina. Para ella, era solo un martes por la noche. Hombres en trajes de diseño que pesaban más que mi pasado, reían con un eco vacío.

Y yo. El corazón me rugía.

Cada paso de mis tacones resonaba en el mármol pulido, un eco solitario en un mar de silencio hipócrita. Me movía como una sombra, fingiendo una seguridad que no sentía, mis hombros tan tensos que parecían clavados. Sentía las miradas evaluadoras, deslizándose por mi piel como una mano fría. El aire en mi nuca se volvió pesado, la sensación de estar siendo cazada. Busqué un punto ciego, un rincón oscuro donde pudiera planificar mi siguiente movimiento, pero cada columna, cada adorno, parecía estar diseñada para exponerme. No era una gala; era un escenario. Y yo, la actriz principal de una tragedia.

Reconocí rostros. Directivos de Moretti, hienas disfrazadas de caballeros. Inversionistas, con miradas tan calculadoras que dolían. La élite de Valleria, un club exclusivo. Y entonces, mi aliento se cortó.

Ahí estaba ella.

Giuliana.

Rubia. Impecable. Su vestido rojo cereza, una mancha de sangre contra el oro del salón. Su risa, melodiosa y aguda, llenaba la sala, un imán para sus parásitos. Conversaba con un grupo de hombres, sus ojos brillantes, su atención dispersa… hasta que me vio.

La sorpresa inicial se desvaneció de su rostro, reemplazada por una sonrisa de depredadora. Una mueca cruel.

Se abalanzó. Su vestido rojo se movió como una llamarada mientras se abría paso entre la multitud. Los tacones golpeaban el suelo como latidos de un tambor. La gente guardó silencio. Un silencio depredador, expectante.

—¿Pero ¿qué tenemos aquí? —la voz de Giuliana resonó, cortando la música como un cuchillo afilado—. Si es la ladrona. Pensé que te habíamos visto arrastrarte fuera de la ciudad, querida. ¿Se te perdió algo? ¿O vienes a robar la platería esta vez?

La risa contenida de un hombre cercano fue como una bofetada. Mi rostro ardía, no de vergüenza, sino de una furia incontrolable. Quería que la tierra me tragara, o tragarme a ella. Apreté la tela de mi vestido, los nudillos blancos, clavando mis uñas en la palma de mi mano, sintiendo la carne ceder bajo la presión. Las palabras se atoraron en mi garganta, pero el fuego en mis ojos debió hablar por mí.

Y entonces, un cambio en el aire. Un frío que se deslizó por la sala, no del aire acondicionado, sino de la presencia.

Alessandro.

Se deslizó entre la multitud como un tiburón. No había prisa en sus movimientos, solo una autoridad letal. La gente se apartaba, no por cortesía, sino por instinto, dejando un pasillo abierto. Se detuvo a mi lado, su hombro rozando el mío. Un contacto helado, pero que irradiaba una fuerza arrolladora. No me miró. Su mirada estaba fija en Giuliana, fría como una tumba, sus ojos grises como el acero bajo cero.

—Está conmigo.

Fue una sentencia. Un muro de granito que se alzó entre Giuliana y yo. El silencio se hizo tan denso que podía oír el latido de mi propio corazón, retumbando en mis oídos. La sonrisa de Giuliana se congeló, agrietándose como el hielo fino bajo una bota pesada. Su boca se abrió y se cerró, sin palabras. La furia en sus ojos se transformó en pura incredulidad. La victoria se le había escurrido entre los dedos.

La guerra acababa de escalar. Y yo, contra mi voluntad, me encontraba bajo el manto protector de mi verdugo.

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