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Capitulo 2.La Caída y El Refugio

Las puertas del ascensor se cerraron tras de mí con un siseo metálico y sentí cómo el aire se me escapaba del pecho, como si el edificio entero me succionara lo poco de dignidad y oxígeno que me quedaban. El ding del ascensor al descender resonó en mis oídos como el eco final de la humillación que acababa de sufrir. El frío del aire acondicionado, antes casi imperceptible, ahora me calaba los huesos como agujas diminutas que atravesaban la piel. La rabia que ardía en mi interior no era suficiente para aplacar ese frío.

Cada paso que di hacia la salida fue una tortura, un acto de pura fuerza de voluntad. Sentía las miradas, pesadas, inquisitivas, algunas cargadas de morbo, otras de ese disfrute cruel que se alimenta del fracaso ajeno. Los susurros se arrastraban como serpientes, enrollándose a mi alrededor, envolviendo mi nombre, mi reputación y mi supuesta "traición" en un manto de veneno y escándalo.

Pero no me detuve. Me obligué a caminar con la cabeza en alto, los hombros rectos, fingiendo que no me importaba, que no me afectaba, aunque cada célula de mi cuerpo suplicara desaparecer. La dignidad era lo único que me quedaba en ese infierno de cristal y acero. No iba a permitir que me arrebataran eso también.

Despedida. Humillada. Traicionada.

Las palabras se repetían en mi cabeza, como un martillo implacable.

Y todo, por él.

Por Alessandro Lombardi.

Su rostro seguía grabado en mi memoria, congelado en esa expresión fría y altiva. Esos ojos grises, como acero pulido, cargados de indiferencia y desprecio. Recordé su mandíbula tensa, apenas un leve temblor cuando me defendí frente a todos antes de que me expulsaran. Era una grieta diminuta en su fachada perfecta, pero me aferraba a ella como a un consuelo miserable. Era lo único que me quedaba.

Durante los tres meses que trabajé en Moretti Corporation, su mirada nunca me abandonó. No era solo la mirada de un jefe vigilante, era algo más. Un escrutinio constante, un examen minucioso, como si buscara encontrar el defecto, la falla, la debilidad que justificara sus prejuicios. Recordé su primera frase dirigida a mí:

"¿Eres nueva? Espero que no seas tan incompetente como pareces."

Aquel día sentí una furia incandescente y la promesa silenciosa de que se tragaría cada palabra. Ahora, esa promesa se transformaba en una necesidad urgente, casi vital.

Me reí sin humor mientras caminaba por la acera helada de la ciudad. El rugido de los autos, las bocinas, el murmullo constante de la gente apresurada… todo resultaba un alivio comparado con el silencio asfixiante de la sala de juntas. El olor a asfalto, gasolina y humedad me devolvía al mundo real, lejos del aire estéril y elitista que impregnaba Moretti Corporation. Entre la multitud, invisible y anónima, me sentía más fuerte. Más peligrosa.

Sin pensarlo, mis pasos me guiaron de regreso al viejo edificio donde vivía. Pequeño, deteriorado, con paredes que pedían a gritos una mano de pintura, pero era mi refugio, mi escondite, el único lugar donde podía dejar de ser Ana Stevens, aunque fuera por unas horas.

Subí las escaleras de madera, que crujían bajo mi peso como si se quejaran de mi presencia. Cada crujido, cada imperfección en las paredes, me recordaban lo lejos que estaba del lujo en el que había crecido, de los salones relucientes y las mansiones familiares. Pero también me recordaban mi libertad. Aquí nadie conocía mi verdadero apellido. Aquí, podía ser simplemente Ana.

Al llegar a mi apartamento, el olor a pizza y el sonido amortiguado de la televisión me recibieron. Era un contraste tan abrupto con la rigidez, el desprecio y el lujo superficial que acababa de abandonar, que casi me arrancó una risa amarga.

—¡Ana! —La voz entusiasta de Abril me recibió antes de que pudiera siquiera cerrar la puerta.

Abril. Mi compañera de piso, mi cómplice sin saberlo, mi amiga inesperada. Su cabello castaño alborotado y su sonrisa constante eran un recordatorio de que no todo en la vida era frío y traición. No conocía toda la verdad sobre mí, pero me aceptó sin preguntas desde el primer día.

—¿Otra vez pizza? —intenté bromear, colgando el abrigo con manos aún temblorosas.

—¡Ofensa! —exclamó ella, girándose desde el sofá con un trozo de pepperoni a medio morder—. Hoy es pizza gourmet… Bueno, casi. ¿Y tú? ¿Sobreviviste a los tiburones de Moretti o te comieron viva?

Su broma me golpeó como un balde de agua helada. Me quedé paralizada, incapaz de fingir. La sonrisa se desvaneció de su rostro al instante.

—¿Ana? —preguntó, preocupada, acercándose.

Me desplomé en el sofá, sin fuerzas, cubriéndome el rostro con las manos. Sentía el ardor de la humillación bajo la piel, el nudo en la garganta, la rabia atragantada.

—Me despidieron —murmuré, la voz rota.

—¿Qué? ¿Cómo que te despidieron? —La incredulidad en su tono era palpable.

Dudé. No podía contarle toda la verdad: la herencia, mi apellido real. Pero necesitaba hablar. Aunque fuera a medias.

—Me tendieron una trampa —dije al fin—. Dijeron que robé información confidencial. Giuliana lo organizó todo. Y Alessandro… me humilló delante de todos. No me escuchó. Me echó como si fuera una ladrona.

Abril apretó los labios, furiosa.

—Ese CEO de hielo… Siempre me dio mala espina. ¿Estás bien?

Mentí con un asentimiento. Por dentro, hervía.

Ella no insistió. Me conocía lo suficiente. En lugar de interrogarme, fue por dos cervezas y me tendió una.

—Vas a necesitar esto. Y tranquila… esta historia no termina aquí. Sé que no eres una ladrona, Ana.

Su lealtad, tan simple y sincera, me reavivó algo en el pecho. Una chispa. Un atisbo de fuego.

Mi teléfono vibró en mi bolsillo. Número desconocido. Pero ya sabía quién era.

—¿Cómo va todo, Isa? —La voz de Luciano, mi mejor amigo, único que conocía toda la verdad, me devolvió un poco de equilibrio.

—Me despidieron. Me humillaron. Me exhibieron como una criminal —resumí, sin emociones.

—¿Qué necesitas? —preguntó, con esa seriedad que adoptaba cuando el juego se ponía serio.

—Tiempo. Información. Y que me recuerdes quién soy.

—La Gala Benéfica Moretti es mañana. Es tu oportunidad. Tengo los planos. Te los enviaré. La entrada de servicio B, cerca de la cocina, queda sin vigilancia. Úsala. Tendrás libertad de movimiento.

Mi mente ya trazaba el plan.

—No te rindas, Isa. Esta es tu guerra. Y vamos a ganarla.

Colgué. El fuego interior crecía. No de humillación, sino de resolución.

El timbre sonó, sobresaltándome. Me acerqué a la puerta, desconfiada. Un mensajero me entregó una caja negra y elegante, con un lazo de seda. El material costoso, el diseño exquisito. Demasiado lujo para Ana Stevens.

Dentro, un vestido de diseñador, oscuro, sofisticado. Debajo, una nota:

“Póntelo. Gala Benéfica Moretti. Mañana a las 8.”

Mi estómago se contrajo. No por miedo, sino por anticipación. ¿Quién me enviaba esto? ¿Giuliana? ¿Un nuevo enemigo? ¿O… Alessandro?

La guerra había comenzado. Y yo estaba invitada al primer baile.

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