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Capitulo 5. En La Jaula Del Cazador

La música de la gala, que había mutado de lamento a una tensa melodía de espera, retomó su curso, pero yo apenas lo escuchaba. El mundo a mi alrededor era un desenfoque, una pintura borrosa. Solo existía la mano de Alessandro en la parte baja de mi espalda, una presión quemante, firme, que me guiaba a través de la multitud ahora murmurante. No era solo un toque; era una declaración de posesión, una forma de control. Como si de verdad estuviera… conmigo. Y el pensamiento me hizo arder la sangre, una furia silenciosa.

Me obligué a caminar a su lado, mis músculos tensos, cada fibra de mi ser gritando en protesta. Cada paso era una traición: por dentro, un torbellino de rabia y preguntas; por fuera, la imagen impecable de una mujer que pertenece, una extensión del hombre más poderoso de la sala. Sentía las miradas clavadas en nuestra espalda, los susurros venenosos. La satisfacción de haber visto la cara de Giuliana al recibir la estocada era fugaz. Ahora el verdadero juego comenzaba, y yo era solo una pieza en su tablero.

—Sigue caminando, Ana —su voz, baja, profunda, vibró junto a mi oído, un escalofrío helado, pero extrañamente atractivo—. Y sonríe.

Su tono no admitía réplica. Era una orden dictada con la autoridad de un rey.

Lo obedecí. La sonrisa que forcé en mis labios era una mueca tensa, una máscara de hielo que no llegaba a mis ojos ardientes. Él me guio con una determinación silenciosa, abriéndonos paso entre grupos de gente que se apartaba con una mezcla de curiosidad y respeto reverencial. Sentí el poder que emanaba de él, la forma en que el aire mismo se sometía a su voluntad. Era una fuerza bruta y elegante.

Me arrastró hacia una terraza lateral, un santuario de mármol y pilares, lejos del bullicio asfixiante del salón. El aire fresco de la noche, cortante, golpeó mi rostro, un respiro que apenas logró calmar el fuego en mi pecho. Apenas tuve tiempo de girarme para enfrentarlo antes de que él me acorralara contra la barandilla de piedra, sus manos no me tocaron, pero la proximidad de su cuerpo era un muro infranqueable. Su voz, baja, pero cargada de una amenaza contenida que helaba la sangre, resonó en el silencio íntimo de la terraza.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —demandó, sus ojos grises, afilados como un bisturí, intentaban diseccionarme, llegar a lo más profundo de mi alma.

Crucé los brazos sobre mi pecho, mi propio desafío chocando contra el suyo. La barandilla fría me presionaba la espalda, dejándome sin escapatoria.

—Supongo que lo mismo que todos… disfrutar de la gala —repliqué, mi voz apenas un suspiro, un hilo de acero contra el terciopelo de su autoridad. El calor de su cuerpo era una quemadura a través de la tela de mi vestido.

Sus ojos grises me escanearon de arriba abajo, un escrutinio tan minucioso que me sentí desnuda bajo su gélida mirada. Reconocimiento, molestia, y algo más, algo que ardía bajo la superficie de su control perfecto. Un abismo indescifrable que me atraía y me repelía a la vez.

Se inclinó, su voz un susurro ronco que vibró en mi oído, helando mi sangre y encendiendo cada fibra de mi piel. —Este es mi mundo, Ana. Y en mi mundo, yo decido quién entra... y quién se queda.

Mi pulso se disparó, cada latido un golpe sordo en mis sienes. No de miedo, sino de la pura intensidad de su proximidad, de la peligrosa familiaridad de su aroma. Intenté retroceder, pero la barandilla era mi única opción.

—¿Proteger… me? —repetí, la palabra se retorcía en mi lengua, con un sabor amargo. La rabia acumulada desbordándose—. ¿Como cuando me humillaste frente a toda la empresa, tratándome como una criminal común? ¿Esa es tu forma de protección, Alessandro?

Su mano, grande y fuerte, se posó en la pared junto a mi cabeza, atrapándome por completo. Sus dedos rozaron mi cabello. Su aliento cálido me rozó la mandíbula, y sentí el roce áspero de su barba de unas horas. Un instante de duda, un relámpago de algo que parecía arrepentimiento, cruzó su mirada gélida. Fue tan breve que apenas lo noté, pero fue suficiente para desestabilizarlo por un segundo. Ese pequeño momento de vulnerabilidad.

—Te hice un favor esa vez. Un favor que todavía no entiendes. —Su voz se endureció, recuperando su habitual frialdad, la armadura de hielo volviendo a su lugar—. Hay tiburones en este estanque, Ana. Y tú no estás lista para nadar con ellos. No todavía.

Lo miré, desafiándolo con cada fibra de mi ser, sintiendo la electricidad palpable en el aire entre nosotros, casi crepitando. Una guerra silenciosa se libraba en sus ojos, un duelo de voluntades que me hacía temblar.

—No necesito tus favores —siseé, mis palabras cargadas de la rabia hirviente por la injusticia sufrida.

Él sonrió entonces, una curva lenta y peligrosa que me erizó la piel. No era una sonrisa amable; era la de un depredador que se deleita con su presa. Su pulgar, inesperadamente, rozó la línea de mi mandíbula, una caricia leve que quemaba.

—¿Eso está por verse... —su voz bajó, convirtiéndose en un murmullo íntimo y letal, su aliento acariciando mi oído— ...Sparrow?

Mientras tanto, en el salón, Giuliana observaba la escena desde la distancia, el brillo de su copa de champán temblando en su mano. Su sonrisa, antes triunfante, se había torcido en una mueca de incredulidad y furia contenida. Ver a "Ana Stevens" no solo en la gala, sino bajo el brazo de Alessandro, era una bofetada pública.

"¿Cómo demonios entraron aquí? ¿Y por qué Alessandro está… con ella?" —Su mente trabajaba a mil por hora, intentando procesar la afrenta—. "Esa mosquita muerta. Esa ladrona. Me las va a pagar. Juro que me las va a pagar."

Se acercó a uno de los directivos, su voz teñida de una falsa dulzura. "Querido Roberto, ¿no es una sorpresa ver a esa señorita Stevens aquí? Me pregunto cómo logró la invitación. ¿Quizás Alessandro tiene debilidad por la… caridad?" Su risa sonó demasiado forzada, sus ojos, fríos y calculadores, nunca se apartaban de la terraza. La humillación era insoportable, y su venganza sería proporcional.

Mi mano voló hacia mi boca para ahogar un grito. Di un paso atrás, tropezando con mis propios pies, mi espalda chocando contra la barandilla con un golpe seco. El mundo se inclinó. Él no se movió, simplemente me observó, sus ojos grises brillando con un conocimiento oscuro y terrible, una victoria silenciosa. La palabra Sparrow resonaba en cada rincón de mi mente, la duda era un martillo en mi cráneo.

La noche de la gala apenas había comenzado, y ya se había vuelto un campo de batalla donde los secretos eran las armas más peligrosas. Y él… él era el cazador, y yo acababa de caer de lleno en su jaula.

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