Mundo ficciónIniciar sesiónPara el mundo, David Adams está muerto. Para Cristal Mckeson, es un recuerdo incómodo que nunca quiso volver a encontrar. Pero el destino los cruza en una playa lejana, donde él se esconde bajo otra vida y ella busca olvidar la suya. Entre miradas cargadas de reproches y un pasado imposible de enterrar, surge una atracción que ninguno puede detener. Lo que comienza como un reencuentro inesperado pronto se convierte en un vínculo tan peligroso como irresistible. Porque a veces el verdadero riesgo no está en lo que persigues… sino en lo que no quieres soltar.
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Islas Maldivas
David
Empezar de cero cuesta. Te arranca la piel, te desarma hasta dejarte desnudo frente a lo que fuiste. Es desgastante, como arrastrar una maleta llena de recuerdos que no pediste cargar: risas que ya no tienen eco, promesas que se quebraron, errores que todavía sangran. Y, sin embargo, hay algo liberador en soltarlo todo, en atreverte a quemar los puentes, aunque el humo te ahogue.
El pasado tiene la manía de perseguirte, de colarse en tus noches y recordarte lo que perdiste, lo que dejaste escapar. Y duele, porque una parte de ti todavía quiere aferrarse a esos fragmentos rotos, como si pudieras recomponerlos. Pero no se puede. Aprendes a golpes que vivir mirando atrás solo te condena a tropezar con lo que viene.
Así que sí, a veces hacemos actos que parecen estúpidos, desesperados… y tal vez lo son. Pero también son necesarios. Saltar al vacío, aunque no sepas si habrá suelo firme al final. Porque la vida nueva no llega sola: hay que arrancársela al miedo, construirla con las manos temblando.
Y en medio de todo ese caos, descubres algo: que el futuro no es una deuda, es una oportunidad. Que empezar de cero, por más cruel que parezca, también es la manera más honesta de volver a respirar. Y aunque el dolor nunca desaparezca del todo, aprendes a mirarlo de frente y a decirle: “ya no me detienes”.
Yo soy la prueba viviente de ello. Pero para reaccionar tuve que estrellarme de frente contra la realidad… o quizás fue ella quien me abrió los ojos. Tessa, con sus cicatrices y esa fuerza que nunca presumió, fue un faro en medio de la oscuridad donde me estaba pudriendo. Yo era un imbécil, convencido de que el mundo me debía algo, culpándolo por cada humillación y cada castigo que me había metido a golpes el cabrón de mi padre. Un hombre que solo sabía destrozar a los demás, y yo… yo estaba siguiendo su puto ejemplo, sin darme cuenta.
Al final lo entendí: si quería salvarme, tenía que renunciar a todo. Tirar a la basura los lujos, las apariencias, la condena de ser un Adams. Fingí mi muerte, y de paso me aseguré de que mi propio padre terminara en la cárcel. Fue la única manera de arrancar de raíz la maldición que me perseguía. Desde entonces desaparecí del mapa, me convertí en un fantasma, una sombra que se escondía en ciudades ajenas: Italia, Francia, Alemania… siempre corriendo, siempre mirando sobre el hombro.
Hasta que terminé en las islas Maldivas. Un rincón perdido en el mundo, un paraíso tan ajeno al ruido de Londres que me parece otro planeta. Aquí encontré lo que nunca tuve: silencio, anonimato, aire limpio. No hay mansiones, ni departamentos de lujo, ni autos que griten estatus. Aquí soy un hombre cualquiera. Me visto con jeans o shorts según el clima, y sobrevivo con un pequeño bar al pie de la playa. No es perfecto, pero es mío. Y por primera vez, siento que estoy intentando vivir de verdad, sin cadenas, sin fantasmas… o al menos con menos de los que me persiguen.
Y hoy es otra noche más en el bar. Parejas coqueteando entre tragos, algún imbécil que intenta hacerse el listo para no pagar la cuenta y, cómo no, el grupo ruidoso de siempre: chicos y chicas buscando emborracharse y hacer el ridículo sobre la tarima improvisada mientras los locales marcan el ritmo con los tambores.
Yo observo, apoyado en la barra, mientras Manik, mi ayudante, seca vasos como si fuera un ritual.
—David, esta noche podrías tener suerte… hay lindas muchachas.
—Deja de jugar a cupido, Manik, no me interesa ninguna mujer —respondo con una risa seca, aunque mi mirada se pierde en el grupo de chicas que se tambalean sobre la arena—. Estoy bien así.
Entonces la veo. O creo verla. Me froto los ojos, incrédulo. No puede ser… Cristal Mckeson. Está más hermosa de lo que recordaba, como si el tiempo hubiera jugado a su favor: ese cabello castaño que brilla bajo las luces, esos ojos azules que siempre tuvieron el poder de hechizarme, y esos labios color carmín que tantas veces soñé con morder. Un golpe de deseo me atraviesa, inevitable.
Pero algo no encaja. La Cristal que conocí jamás se emborracharía, nunca perdería el control, y mucho menos estaría berreando canciones como una loca frente a medio mundo. Esa imagen perfecta que guardaba de ella se quiebra de golpe… y aun así, no puedo apartar la vista
—¡David! Ve por ella, no seas tímido… —Manik chasquea los dedos frente a mi cara.
—No es buena idea. Encárgate del bar… voy a dar una vuelta por el centro.
Doy apenas dos pasos fuera, pero me congelo con lo que escucho.
—¡Hijo de puta! —la voz enardecida de Cristal corta el ruido de la música—. ¡No estoy tan ebria como para que intentes sobrepasarte conmigo!
Ahí está. Esa es la Cristal que recuerdo: la que no necesita que nadie la rescate.
—Muñeca, estuviste insinuándote toda la noche, te pagué los tragos y ahora no te hagas la difícil —escupe un idiota, agarrándola del brazo con violencia.
Aprieto los puños. Sé que me voy a arrepentir, pero no puedo dejarla en manos de ese cabrón.
Giro sobre mis talones y la escena me prende fuego por dentro: el imbécil tironea de ella con descaro. No lo pienso dos veces. Dos zancadas y la distancia desaparece.
El imbécil apenas alcanza a soltar otra palabra cuando mi puño le estalla en la mandíbula. El golpe lo saca volando hacia atrás y cae de espaldas en la arena, escupiendo arena y saliva.
—Más te vale no levantarte —gruño con la respiración agitada—, o te rompo todos los huesos.
El silencio se apodera del lugar por un segundo. Todos miran. Chicos, chicas, incluso los tambores se apagan de golpe como si alguien hubiera cortado el aire. Yo barro a los presentes con la mirada, fría, dura.
—Se acabó el espectáculo. Sigan con lo suyo.
Los murmullos regresan, tímidos primero, luego se mezclan otra vez con risas nerviosas y música improvisada. El grupo finge que nada pasó, aunque más de uno no deja de espiarme por el rabillo del ojo.
Cristal me mira raro, con los ojos entrecerrados y una sonrisa torcida, tambaleándose un poco.
—Yo… yo te conozco —balbucea—. Sí, eres… el elfo ayudante de Santa.
Casi suelto una carcajada, pero me contengo. Le sujeto el brazo con suavidad, como si fuera de cristal de verdad.
—Soy lo que tú quieras que sea, Cristal. Pero ahora vamos a tu hotel… antes de que aparezca otro imbécil queriendo meterte en su cama.
Ella asiente con una media sonrisa desvariada, y yo la guío entre la arena, mientras a mis espaldas el idiota sigue tirado, maldiciendo entre dientes, pero sin atreverse a moverse.
Al día siguiente
Por jugar al héroe terminé durmiendo en el maldito sillón. Cristal jamás logró darme la dirección de su hotel; apenas avanzamos unos metros antes de que se dejara caer en unas escalinatas y se quedara dormida como si nada. No me quedó otra que cargarla hasta mi casa.
Ahora mis pies arrastran mi cansancio directo al baño. Empujo la puerta sin pensar y el grito me corta de golpe. Cristal está ahí, cubierta apenas con una toalla, los ojos desorbitados.
—¡¿Qué demonios…?! —chilla, sujetando la tela con fuerza.
Levanto las manos en señal de paz.
—Tranquila, no voy a hacerte daño. Anoche te ayudé porque estabas ebria, nada más.
Sus ojos me recorren de arriba abajo, incrédulos.
—¿Eres… el imbécil de David? ¿O estoy perdiendo la cabeza? —hace una pausa, como si intentara descifrarme—. Tú estás muerto.
Sonrío con sorna, inclinando la cabeza.
—Los muertos no tienen una erección. —Señalo mi entrepierna con descaro.
—¡Imbécil! —exclama, empujándome con rabia mientras sale del baño—. Solo tú podrías ser tan vulgar.
La sigo con la mirada, divertido, disfrutando de cada chispa que brota de su carácter.
—Anoche, cuando me besabas, no te quejabas de lo mismo… incluso…
Se detiene en seco y me atraviesa con la mirada como si quisiera arrancarme la piel.
—No te quedes callado. ¿Qué se supone que hice?
Y ahí está. Esa mirada furiosa, esos labios apretados, esa mezcla de dignidad y rabia que siempre me volvió loco. Ahora recuerdo por qué me interesaba tanto. Porque me encantaba hacerla perder la compostura, verla salirse de su maldito molde perfecto. Ella era mi entretenimiento y mi tentación, la única capaz de volver especiales mis días grises.
Pero mientras la observo, una pregunta me carcome por dentro: ¿qué hago? ¿Tengo derecho a ser egoísta y retenerla aquí, arrastrarla a mi sombra? ¿O debería ser honesto, abrir la boca de una vez y aceptar que, si digo la verdad, esto se acaba antes de empezar?
Unos años despuésIslas Phi PhiCristalLa boda había marcado otra etapa en nosotros; fue más que el símbolo de nuestra unión. Fue sentir que, por fin, podíamos abrazar esa paz que durante tanto tiempo nos había sido negada y, al mismo tiempo, compartir ese día con nuestra familia. Aquellos días habían sido especiales: risas, bromas y, claro, algunos pedidos de que regresáramos a Londres, sobre todo cuando supieron de mi embarazo.Sin embargo, una de esas mañanas, antes de que llegara la locura de la familia, apenas abrí los ojos y vi a David en el balcón, con la vista perdida hacia el mar, y supe que algo lo inquietaba. Rodé hacia el borde de la cama, acomodé la bata y caminé hacia él.—Hola, amor, ¿ya despierto…? ¿En qué piensas? —pregunté, apoyando suavemente una mano en su espalda.—Buenos días, mi leona —respondió, dejando un beso fugaz sobre mis labios—. No hemos tenido nuestra luna de miel y sigo pensando cómo solucionarlo.Negué con la cabeza, soltando un pequeño suspiro.—Est
El mismo díaIslas Phi Phi, TailandiaDavidEsa pregunta que cambió nuestras vidas llevaba un peso que Cristal nunca llegó a imaginar. No se trataba solo de pedirle matrimonio a la mujer que amaba; era darle el día que merecía, con su familia, con su historia completa, sin ausencias que dolieran. No podía seguir siendo egoísta. No podía robarle esa ilusión. Tal vez por eso tardé en volver a pedírselo… no por dudas, sino por querer hacerlo bien.Aquel día, después de hablar de mudarnos, la observé desde el marco de la puerta. Cristal terminaba de acomodar a nuestro pequeño torbellino en la cama. Eric respiraba profundo, con las pestañas pegadas por el sueño.—Se durmió al fin… —murmuró ella, alisándole el cabello.Me apoyé en el marco, cruzando los brazos, una sonrisa inevitable dibujándoseme en la cara.—Ya era hora —dije en voz baja—, porque nosotros tenemos un asunto pendiente, futura señora Adams.Ella se giró despacio, arqueando una ceja.—¿Cuál?Di un paso hacia ella.—No pensará
Dos meses despuésIslas Phi Phi, TailandiaCristalMi hijo… mi pequeño Eric… llegó para marcar un antes y un después en nuestras vidas. Ese día, el de su nacimiento, creo que ambos estábamos nerviosos. David estaba paralizado, aterrado… pero después de unos cuantos gritos reaccionó. Y diría que, cuando el llanto de nuestro bebé retumbó en el quirófano, todo cobró sentido. Descubrimos el milagro de la vida. La prueba de nuestro amor estaba entre nuestros brazos.Los días siguientes cambiaron por completo nuestra rutina: biberones, pañales, noches en vela… pero lo que más me conmovía era ver a David en su rol de padre. Tenía una paciencia que jamás imaginé que tendría. Se volvía casi un ritual verlo cada vez que sostenía a Eric entre sus brazos: tarareaba una canción, hacía gestos graciosos, respiraba hondo, le daba un beso en la frente… y finalmente le cambiaba el pañal o le daba el biberón hasta que ambos terminaban dormidos.Y juro que esa escena me derretía. Respiraba profundo y pedí
Un tiempo despuésGruyères, SuizaDavidHay promesas que no hacía falta decir en voz alta; bastaba con cumplirlas, con sentir que no fallaba ni a los demás ni a mí mismo. Y yo no quería —ni podía— permitir que el miedo me paralizara. Al contrario, deseaba estar presente en la vida de mi hijo, darle a Cristal la seguridad de que podía protegerlos. Quería demostrarle que sería un buen padre para nuestro pequeño… no como un reto, sino como una forma de entregarle lo que yo jamás tuve: cariño, una infancia normal, unos padres que se amaran.Mi mujer volvió a tomarme la mano, dándome más razones para darle alas a mis sueños con solo quedarse a mi lado. Aun así, la inquietud por encontrar un refugio seguro no me abandonaba. Pasaba horas revisando páginas en internet, buscando sitios tranquilos, poco visitados, con acceso a hospitales cercanos, hoteles, departamentos en alquiler… pero nada me convencía.Hasta que una mañana encendí el teléfono satelital. Me quedé mirando la pantalla unos seg
Unos meses despuésGruyères, SuizaCristalSupongo que necesitaba la aprobación de mi padre a mi relación con David. No imponer mi decisión, ni pelearme con él… solo su comprensión. Su apoyo.Seguir siendo su hija. Seguir sintiendo que, aunque estuviera lejos, podía llamarlo a cualquier hora para escuchar un simple “hola”, hablarle de mi día o decirle cuánto lo extrañaba, como cuando era niña. Y con eso me bastaba… hasta el día en que volviéramos a encontrarnos.Y sí… fue difícil convencer a Roger Mckeson de soltarme. De aceptar que había encontrado a un hombre que me merecía. Lo hizo a su modo: con reglas absurdas, con palabras duras… y con esa mirada triste que me partía en dos.Sin embargo, después del momento tenso en el Empire State, tuvimos una velada más tranquila en un pequeño y discreto restaurante de la ciudad. Charlamos sobre mamá, sobre mis hermanos, incluso sobre la empresa… como si quisiera recordarme todo a lo que renunciaba. Y después llegó lo inevitable: la despedida.
Unos días después Puerto Escondido, Baja California Sur, México David En esas charlas donde todo fluía, donde solo hablaba de cosas banales con mi mujer, había momentos en los que la sinceridad nos golpeaba sin aviso. Bastaba un gesto, un silencio, o esas pequeñas confesiones que uno suelta sin pensar. Y yo… yo había empezado a prestar atención. A esos detalles mínimos que son esenciales para terminar de conocer de verdad al otro. Eran más que anécdotas de su trabajo o de su vida. Eran verdades disfrazadas. Hubo una que se me quedó grabada. La dijo medio en broma, medio en serio, mientras se acomodaba el cabello detrás de la oreja: —Puedes dar mil razones, David, pero ninguna servirá… porque actuamos en función del corazón. Si el otro lo ve, ya tendrás medio camino recorrido. Ella hablaba como abogada, como si estuviera frente a un caso, pero no era una estrategia. Era una realidad. Si puedes empatizar, si el otro puede ponerse en tu zapato, tal vez pueda comprenderte. Y lo ente
Último capítulo