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El pasado, el presente y tú (2da.Parte)

El mismo día

Islas Maldivas

David

Dicen que muchas veces hacemos actos irracionales, cosas sin sentido ante los ojos de los demás, pero en el fondo nosotros conocemos el motivo… o más bien sabemos que el terco del corazón ha empezado a sabotearnos, a arrastrarnos, a nublar nuestros pensamientos. O simplemente encontró, como un chiquillo travieso, a alguien que lo ponga a vibrar.

Y es curioso, porque en esos momentos uno se convierte en espectador de sí mismo: ves cómo tu lógica se desmorona, cómo tus pasos van hacia donde no deberían, cómo tu boca pronuncia palabras que juraste nunca decir. Y aun así no te detienes, porque dentro de ti algo late con más fuerza que cualquier advertencia.

El corazón no pide permiso, no consulta, no razona. Solo empuja, exige, atropella. Y uno, por más que quiera aparentar firmeza, termina siguiéndolo como si no hubiera alternativa. Quizás por eso después cargamos con culpas, con reproches propios o ajenos, pero en el instante exacto en que ocurre, sentimos que esa locura tiene sentido, que ese absurdo es lo más real que hemos hecho en mucho tiempo. Al final, la gente ve un error… nosotros sentimos vida.

Admito que he hecho miles de estupideces, pero lo hice consciente; conocía los motivos que me empujaban. Ahora no sé qué diablos me pasó al mentirle a Cristal. Quizás algo dentro de mí se encendió: me cansé de tanta soledad. Y, lo confieso, hay un placer retorcido en verla enloquecer con la idea de que seamos esposos.

Lo sé, no pensé bien las cosas; solo dije lo primero que se me ocurrió. Pero no voy a retractarme, por más amenazas que repita en su mirada. La conozco: jamás permitiría que el cabrón de mi padre salga de prisión, menos sabiendo todo el daño que hizo.

Y ahora Cristal me fulmina con la mirada, aprieta la toalla contra el pecho hasta que los nudillos se le ponen blancos. Su respiración es rápida, agitada; hay rabia, miedo y una chispa que no quiere admitir.

—David, quiero pruebas que estamos casados —su voz es cortante, pero tiembla—. Si no, me veré obligada a revelar que estás vivo… basta una llamada a mi amigo, el fiscal O’Neill, y pronto la policía te estará buscando por fingir tu muerte.

Sonrío, ladeo la cabeza; la mezcla de amenaza y excitación que emite me resulta irresistible.

—Inténtalo, Cristal —replico, con la voz baja, medida, casi burlona—. Pero también perjudicas a Samantha… tu hermana me ayudó a fingir mi muerte y no creo que quieras meterla en otro escándalo.

Ella frunce el ceño, dudando por un instante; la mandíbula le tiembla y su cuerpo se inclina apenas hacia atrás.

—Debe ser otra de tus mentiras… Sami no… —susurra, como buscando consuelo en la imposibilidad.

—Lo dudas —murmuro con voz grave, casi un juego—. Sabes que tu hermana siempre le encantó vivir al margen de la ley, pero quiero que comencemos con el pie derecho… nuestro matrimonio.

Me acerco un paso más, sin invadir completamente el espacio; mis ojos recorren su silueta con lujuria calculada. La toalla tiembla entre sus manos y un mechón de cabello se le pega a la clavícula húmeda, pero levanta la barbilla para enfrentarme.

—Ni te atrevas a acercarte, porque no respondo —me amenaza fulminándome con la mirada.

Sonrío, un poco divertido, disfrutando el choque entre su orgullo y su vulnerabilidad.

—Vístete —insisto—. Vamos al hotel y después hablamos con el juez… esposa mía.

Su rostro se enrojece; sus ojos arden con rabia y confusión. Aprieta la toalla como si quisiera impedir que mis palabras la atravesaran.

—Deja de repetir que soy algo tuyo —dice, voz quebrada—. Porque si hice algo… no estaba en mis cinco sentidos. Por último, voy a pedir la anulación de ese matrimonio.

Yo permanezco en el umbral, calculando cada segundo, disfrutando la cuerda tensa que nos mantiene al borde del desastre. Quién cederá primero… eso es lo que realmente quiero descubrir.

Unas horas más tarde

Después de un desayuno cargado de miradas asesinas de Cristal —donde no perdía oportunidad de enfurecerla con cada palabra, cada sorbo de café— decidimos recoger sus cosas del hotel. Mi plan era acompañarla a su habitación, mostrar algo de caballerosidad… hasta que, claro, me lanzó la puerta en la cara. Sonreí, un gesto mínimo, mientras escuchaba el portazo.

Y ahora estoy en la recepción, apoyado en la barra, charlando con Haroon. El tipo resulta ser nada menos que el hijo del único juez de las islas, y ya desde el principio me mira con esa mezcla de incredulidad y curiosidad que siempre me divierte.

—David —dice, sacudiendo la cabeza—. He escuchado cada solicitud descabellada de la gente para divorciarse, pero nada como lo tuyo… ¿Por qué quieres complicarte la vida con una mujer? ¿Por qué sostener que estás casado?

Respiro hondo, dejando que la ironía se dibuje en mi sonrisa.

—Ni yo mismo sé el motivo… o sí —replico, con voz baja y mordaz, esbozando una sonrisa irónica—. Ella es diferente, auténtica… y disfruto hacerla rabiar.

—Tan pronto caíste en sus redes… —interviene Haroon, alzando las cejas, incrédulo, mientras cruza los brazos.

—No es como tú crees —respondo, encogiéndome de hombros—. Tenemos historia… sin tenerla.

—No entiendo —dice, suspirando y moviendo la cabeza como si todo esto fuera un enigma imposible—…pero ese es tu problema. Mi padre regresará en dos semanas de la India, y entonces tu teatrillo se caerá. Mientras tanto, ya le mandé un mensaje a su asistente para que te dé un acta falsa de matrimonio.

—Tiempo suficiente para… —empiezo, ladeando la cabeza con una sonrisa que mezcla amenaza y diversión.

—Para echarte la soga al cuello, para arruinarte la vida por unas piernas bonitas… —completa Haroon, con un brillo pícaro en los ojos, como si disfrutara el caos tanto como yo.

—Deja de sermonearme —respondo, con voz baja y cargada de sarcasmo, apoyando la espalda contra la barra—, sino me arrepentiré de borrar tu cuenta del bar.

Unos minutos más tarde

Estoy en la sala del registro civil. La sala está casi vacía; un par de turistas hojea papeles distraídamente, un empleado habla por celular mientras otro atiende la ventanilla con atención medida. Cristal está al frente, de pie, cruzando los brazos y moviéndose de un pie al otro, impaciente mientras mira la puerta cada dos segundos.

Finalmente, la empleada aparece con el acta de matrimonio en la mano. Cristal se acerca con paso decidido. Lo examina una, dos, tres veces, sus ojos se abren y parpadea, como intentando convencer a su mente de lo que ve. Yo me mantengo en silencio, apoyado contra el respaldo de una silla, sonriendo apenas, disfrutando la incredulidad que la consume.

—No es posible… —murmura Cristal, la voz apenas un hilo de aire entrecortado, cargado de sorpresa y furia contenida.

La empleada suspira, cruza los brazos, y su mirada crítica no se aparta ni un segundo.

—Es la misma historia todos los fines de semana. Turistas que viven emborrachándose hasta perder el sentido, quebrantando la ley… o que, a veces, terminan casándose en un impulso.

Cristal la fulmina con la mirada, la barbilla en alto.

—No soy una turista descontrolada… —responde, con voz defensiva que apenas logra contener su nerviosismo—. Tampoco es como repite… soy bien responsable.

La empleada la mira fijamente, sin perder autoridad. Sus ojos dicen claramente: “no me vengas con excusas; yo lo he visto todo”. Yo me apoyo en la silla, cruzo los brazos y observo, disfrutando cada segundo de la tensión.

Cristal aprieta los labios y suelta con determinación:

—Quiero la anulación del divorcio.

La empleada suspira otra vez, primero mira a Cristal, luego a mí, con la paciencia de quien ha visto demasiados dramas humanos.

—Lo siento, señora Forrest, el juez está de vacaciones y volverá en dos semanas… Hasta entonces le toca seguir casada.

No puedo evitar soltar mi voz juguetona.

—Ya lo escuchaste, esposa mía… no puedes deshacerte de mí.

—No me provoques, David, no ahora —responde Cristal, la voz temblando apenas de rabia contenida y frustración.

—Cristal, si vamos a seguir casados, al menos puedes sacar la bandera de tregua y ser un poco más cariñosa conmigo, como anoche —digo, con tono juguetón, sin esperar respuesta, avanzando hacia la salida.

—Dime una cosa, David… ¿cómo puedes ser tan imbécil? ¿Cómo eras tan insufrible? —suelta, los ojos brillantes, los labios apretados, voz cargada de indignación y cierto dejo de fascinación.

—Pues me sale natural… —replico divertido mientras abro la puerta, sonriendo con malicia—…aunque tú no lo aprecias, ni entiendes lo que significa ser alguien tan…

—Tan ególatra, superficial, idiota, pretencioso y… —completa ella, con voz rabiosa, apuntando sus dedos al aire mientras me fulmina con la mirada.

—…y que mueres por volver a repetir la noche ardiente que tuvimos—murmuro con una sonrisa juguetona.

Cristal respira hondo, recuperando un poco de compostura.

—David, sácame de una duda… ¿cubrirte todos tus rastros? ¿No hay manera de que alguien nos esté vigilando?

Me quedo un segundo observándola con los ojos entrecerrados: ¿y esas preguntas? ¿Por qué su curiosidad? ¿Acaso es su manera retorcida de vengarse? ¿Vio o sabe algo?

 

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