Inicio / Romance / No te Apartes de Mí / El pasado, el presente y tú (1era. Parte)
El pasado, el presente y tú (1era. Parte)

El mismo día

Islas Maldivas

Cristal

Alguien dijo una vez que no podemos seguir viviendo en la negación. Y tenía razón. Aferrarse a un amor platónico es como abrazar un espejismo: te llena de esperanza por un instante, pero al final solo te deja con las manos vacías. Es enfermizo, te consume poco a poco, y cuando menos lo notas ya no eres tú, sino una sombra que gira alrededor de alguien que ni siquiera se da cuenta de tu existencia.

Duele aceptar que no importa cuánto te esfuerces, cuánto des de ti, ni cuántas veces intentes demostrar que eres distinta a las demás. Para él sigues siendo invisible. Un fantasma en su vida, una compañía cómoda, pero nunca la protagonista de sus pensamientos.

La verdad es cruel: por más que hagas malabares para ganarte su corazón, jamás saldrás de esa maldita “zona de amigos”. Y lo peor es que, en el fondo, lo sabes desde el principio. Solo que prefieres engañarte con la ilusión de que algún día abrirá los ojos, de que algún gesto tuyo será suficiente para que se dé cuenta. Pero ese día nunca llega.

Y ahí está la lección más amarga: no es para ti, nunca lo fue. Porque el verdadero amor no se suplica, no se arranca a la fuerza. Simplemente llega. Y tal vez algún día lo haga. Mientras tanto, solo queda aceptar que lo que tanto soñaste jamás te pertenecerá.

Yo fui una loca, una obsesionada con un hombre que ni siquiera me veía. En mi cabeza él era el galán perfecto: unos treinta y tantos, ojos azules que te desarmaban, la barba recortada que le daba dureza, el cabello rubio peinándose como si no le importara y un cuerpo atlético que arrancaba suspiros. Para cualquiera sería un sueño; para mí era un tormento silencioso. Porque para el fiscal Matthew O’Neill yo no existía: era la asistente eficiente que le pulía la agenda, la “hijita de papá” que su circuito de lujos y sonrisas fingidas dejaba a un lado.

Lo que quedó de esa esperanza se enterró el día en que apareció ella. No era un accidente, ni una aventura de una noche: era Rachel Miller, y con su nombre llegó el escándalo de un asesinato que lo hizo todo explosivo. Escuché su nombre por primera vez en la oficina, como se oye una sentencia. Pensé —estúpida e ingenua— que sería algo pasajero. Error con mayúsculas. A pesar del caos, él la perseguía; no solo eso: ya tenían un hijo. Y un buen día llegó una invitación: la boda.

Recuerdo la tarde en la sala de la mansión de mi familia como si fuera una película en cámara lenta. Sami, mi hermana, y yo estábamos en el sofá comentando cómo llevaba su embarazo. Mi madre entró con bolsas —sonrisa forzada, los ojos demasiado abiertos— y dejó la ropa con ese gesto de quien quiere ocultar una bomba sobre uno de los sillones.

—Hola, chicas —dijo ella, intentando sonar ligera—. Andaba de compras y no pude resistirme…

Sami alzó una prenda diminuta y rió con ironía.

—Mamá, te contagiaste de la fiebre Collin. A este paso no habrá lugar para nada más en la habitación del bebé. —Rodó los ojos y le clavó la mirada, con esa chispa que siempre tenía cuando sospechaba algo. —¿Qué ocultas? ¿Qué hizo Bradley esta vez? —preguntó, sincera y directa.

Mi madre respiró hondo y soltó la frase como quien lanza una piedra al agua:

—Matthew se casa con Rachel. Llegó la invitación a la oficina de tu padre.

Mi garganta se cerró en un nudo; la madera de la mesa parecía más dura de lo normal. Respondí con voz quebrada, intentando que saliera coherente:

—Era de esperarse… tienen un hijo. —Me levanté para fingir normalidad y me sorprendí a mí misma pidiendo aire. O un whisky —pensé, y pensé demasiado en el whisky.

La peor estupidez fue ir a su boda. No supe si lo hice por orgullo, por masoquismo, o por la necesidad de mirarlo una última vez y comprobar que realmente me era ajeno. Estuve allí como quien se arrastra por un ritual que mata: sonreí, aplaudí, me guardé las ganas de gritar. Me encerré en una burbuja de negación durante meses, aferrada a lo imposible, alimentando esperanzas pequeñas y venenosas.

Todo se desplomó cuando supe que esperaban otro hijo. Fue ese golpe el que me llevó a pedir vacaciones sin rumbo, sin reserva, sin planes: necesitaba desaparecer, romperme en privado. Y lo hice con la intensidad de quien quiere anularse. Me subí a aviones, bajé en aeropuertos desconocidos; abracé amigas viejas en ciudades que ya no recordaba en el mapa; me acosté sin reclamar nada y acepté caricias vacías que no llenaban el hueco. El alcohol se convirtió en medicina y en anestesia: lo bebía para ahogar la vergüenza, para que el latido constante recordándome su nombre cediera, aunque fuera por un rato.

Así han pasado como tres meses de ir y venir, de noches que se me escapaban entre las manos como arena. Y sin buscarlo, sin racionalizarlo, terminé en las Maldivas con un grupo de chicos que había conocido en la India: risas, curry, y una libertad que dolía por lo efímera. Aunque ayer todo se me fue de las manos; no recuerdo bien la noche en la playa: solo recuerdo la sal en la lengua, la música que apagaba mis pensamientos y la sensación de caer sin gravedad.

Cuando desperté, la resaca me atravesaba el cuerpo y el alma como cuchillas. Por un instante creí estar en la suite de Irina, mi compañera de viaje. Me incorporé a tientas, con la cabeza martillando, buscando a ciegas el borde de la cama. Pensé que una ducha me ayudaría a recomponerme. Lo que jamás imaginé fue abrir la puerta del baño y encontrarme con el imbécil de David Adams.

No era el mismo que recordaba. Su cabello estaba corto, la barba descuidada lo hacía lucir endemoniadamente atractivo, la piel bronceada por el sol, el cuerpo trabajado, brazos musculosos, y esa sonrisa descarada que brillaba en sus ojos marrones, como si me desnudara sin el menor pudor. Maldita sea… demasiado atractivo, demasiado sexi, justo lo que no necesitaba.

Pero él estaba muerto. Eso era lo que la prensa amarillista había gritado hasta el cansancio. Incluso el cabrón de su padre había ido a prisión por su supuesto asesinato. Y ahora lo tenía frente a mí, respirando, vivo. Todo eso debería haberme importado, pero no: lo único que necesitaba saber era qué demonios había pasado entre nosotros. ¿Me había acostado con él? ¿Había hecho alguna estupidez peor en mi borrachera?

Finalmente, el idiota, con esa cara de dueño del mundo, se compadece de mí y entreabre los labios.

—¿Y qué gano diciéndote lo que sucedió anoche? ¿Otra noche especial? —suelta con esa maldita sorna que me eriza la piel.

Mi paciencia se quiebra. Sujetando la toalla con fuerza, alzo la mano apenas, marcando distancia con ganas de abofetearlo.

—No juegues conmigo, David, o te juro…

Él niega con la cabeza, sonríe con suficiencia, como si me tuviera en la palma de su mano.

—Cristal, no me amenaces. No es correcto después de lo que pasó entre nosotros.

La rabia me sube como fuego a la garganta.

—Entonces deja de torturarme.

Se inclina un poco, tan cerca que siento su aliento, y su voz se vuelve un susurro venenoso.

—Torturarte… jamás podría hacerlo, esposa mía.

Un escalofrío me atraviesa. No, no puede ser. ¡No puede haberme casado con este imbécil! Mi mirada baja de golpe hacia mi mano, buscando el puto anillo, como si eso pudiera confirmarlo todo.

—¡Mientes! —escupo entrecerrando los ojos, alzando el dedo vacío frente a su cara—. No estamos casados. No hay anillo en mi mano. Y no pudimos hacerlo si, según todos, estás muerto.

David sostiene mi mirada con calma, disfrutando de mi incredulidad como si fuera un espectáculo privado.

—David Adams está muerto. Yo soy David Forrest… tu flamante esposo. —Su sonrisa cínica me desarma, me descontrola, me revienta por dentro—. Y como tal, deberíamos ir a buscar tus cosas al hotel. A menos que quieras andar desnuda por la casa.

Me cruzo de brazos, intentando sostener la poca dignidad que me queda.

—No te creo ni una palabra. Quiero ver el acta de matrimonio. Quiero hablar con el juez que nos casó para pedir el divorcio. O llamo a tu padre en la prisión y le digo que su hijito sigue vivo. ¿Qué prefieres?

Entonces guarda silencio. Me sostiene la mirada, fija, intensa, quemándome por dentro. Y ese maldito silencio es peor que cualquier confesión. Me confunde, me parte, me arrastra. Y yo… me siento hundida en un mar de dudas del que no sé si voy a salir.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP