Mundo ficciónIniciar sesiónLa misma noche
Islas Maldivas
Cristal
Dicen que lo más peligroso no es un extraño, sino alguien que conoces. No hay forma de protegerte de él: sabe cómo acercarse, cómo jugar con tu mente, y cuando ya es tarde, se adueña de tu vida y de tu inexperto corazón. Estás a su deriva, sin posibilidad de escapar.
En mi caso, David era peligroso de una forma contradictoria. Lo detestaba, me sacaba de quicio, y aun así había algo en él que me atraía de una manera absurda. Tal vez no estaba lista para aceptar que el idiota tenía su encanto. Y aunque todo en mí gritaba que corriera, no podía dejar de pensar en ese desconocido sin rostro que nos acechaba. Quizás era mi imaginación. Quizás no. Pero mientras lo averiguaba, necesitaba mantenerme “a salvo”.
Había decidido interrogar a David con sutileza, intentando unir las piezas de ese rompecabezas llamado “desconocido que nos acechaba”. Mientras él se apoyaba en la mesada con una cerveza en la mano, yo me acercaba al refrigerador, observando cómo se movía con esa despreocupación que tanto me irritaba.
—Cristal, no quiero morir envenenado por ti —dijo, levantando la botella y mirándome con una media sonrisa—. Yo prepararé la cena.
—Aunque lo dudes, puedo cocinar algo decente —repuse, sacando un paquete de pasta.
—Calentar el agua para el café no es cocinar —frunció el ceño, dejando la cerveza sobre la mesada con un golpe seco.
—Tampoco esto que parece una pasta de hace tres días —arqueé una ceja, cruzándome de brazos.
—Deja de quejarte, esto no es un resort de cinco estrellas con servicio a la habitación —me espetó, ladeando la cabeza y mirándome con esa mezcla de desafío y diversión.
—Eso ya me di cuenta, pero ni pretendas quedarte allí parado sin hacer nada. Ayúdame —susurré, intentando mantener la calma mientras él rodaba los ojos.
—¡Tirana! —exclamó, haciendo un gesto exagerado con las manos—. ¿Por qué me casé contigo? ¿Dónde quedó el amor eterno? —y soltó una carcajada sarcástica.
—Cualquiera que nos escuchara te creería —solté, con un dejo de diversión, mientras él me lanzaba una mirada de advertencia—. Cierto, eres un gran actor, fingiste tu muerte… ¿Por qué renunciar a una vida de lujos y un título noble?
—Cristal… deja la curiosidad —dijo él, dando un paso hacia atrás y apoyándose en la mesada, los dedos tamborileando suavemente sobre la madera.
—Creí que ser tu esposa me daba derecho a preguntar —reviré, cruzándome de brazos, la barbilla levantada en un gesto de desafío.
—Eres como todas las mujeres, cuando te conviene eres mi esposa —murmuró, con un hilo de ironía y dolor en la voz.
—Intento hablar contigo, pero tú no tienes ni intención de hacerlo. ¿Por qué carajos?
—Porque no quiero remover el pasado —confesó, bajando la mirada y apretando los labios—. Porque me duele. Porque el sacrificio más grande que hice no fue renunciar al dinero ni a los lujos, sino… no poder ver a mi madre. No puedo levantar el maldito teléfono y preguntarle cómo fue su día. ¿Lo entiendes?
—¡David…! —mi voz se quebró un poco, pero intenté mantenerme firme.
—Nada, no estás en mis zapatos —respondió con un suspiro pesado—. Y aunque lo dudes, tengo un maldito corazón.
Tomó la cerveza y avanzó hacia el jardín trasero, girando apenas la cabeza para mirarme de reojo, desafiante y vulnerable al mismo tiempo. Me quedé allí, sintiéndome mal por presionarlo. Incluso pensé en disculparme. Pero su postura, sus hombros tensos y esa mirada de hombre dolido duró apenas un parpadeo. Porque ya estaba claro: David no iba a quedarse quieto, no desaprovecharía ninguna oportunidad para más que convivir.
Y a pesar de todo, mi prioridad era recuperar mis cosas: el pasaporte, mis tarjetas de crédito y el celular. Quizás así también podría acelerar la anulación del matrimonio… aunque ni idea de cómo lograrlo. Me levanté temprano y salí a correr por la playa mientras David aún dormía, el aire salado golpeando mi cara, tratando de despejar la mente. Terminé en la suite de Irina, dejándome caer en el sillón y suspirando por mi desgracia.
—Lo tuyo tiene solución —dijo Irina, apoyándose en el marco de la puerta, con esa sonrisa que siempre me irritaba y me aliviaba a la vez.
—Irina, no me escuchaste —repliqué, cruzando los brazos y moviendo la cabeza con frustración—. El juez está de vacaciones, no hay manera de solicitar la anulación y, para colmo, el tonto tiene mis documentos… hasta el celular.
Irina rodó los ojos y se acercó, dejándose caer en la butaca frente a mí, jugueteando con su anillo.
—Entonces págale con la misma moneda.
—Explícate —susurré, arqueando una ceja mientras un escalofrío recorría mi espalda ante la audacia de su idea.
—Sedúcelo, emborráchalo y obtén su firma para anular el matrimonio —dijo, y su sonrisa traviesa me hizo reír, aunque sabía que hablaba en serio.
—Es un juego arriesgado… y muy peligroso —murmuré.
—Es eso o esperar que tu acosador no te encuentre —soltó entre risas, pero no tenía nada de divertido.
La idea de Irina era lo que necesitaba para recuperar mis pertenencias, y quizás descubrir si había algo de cierto en mis sospechas. Quien nos espiaba estaba relacionado con el pasado de David.
Al final, hice el primer movimiento esperando no caer en mi propio juego, porque David tenía la habilidad de cambiar todo en un segundo.
Y aquí estoy, frente a él, con el corazón acelerado, esperando una sinceridad que tal vez no quiero escuchar. Quiero saber qué busca conmigo, y también qué esconde del pasado. Porque sigo creyendo que esa pose de imbécil es una máscara, su forma de mantenerse a salvo.
Da un sorbo a la copa y finalmente su voz rasga el silencio.
—No sé lo que busco de ti… ni yo entiendo lo que hice.
Trago saliva. El sonido de su voz me golpea el pecho, y algo dentro de mí se encoge.
—Quizás compañía, quizás alguien con quien pelear… quizás, por primera vez, todo tiene sentido y a la vez no —confiesa, sin apartar su mirada de la mía.
Sus ojos son fuego, y yo me odio por no poder apartarme. Siento el calor subir por mi cuello, la respiración temblar, el corazón latir en un ritmo ajeno.
—Creo que esto no fue buena idea —murmuro, dejando la copa sobre la mesa.
Doy un paso atrás, pero me alcanza; sus dedos rodean mi brazo con una delicadeza que me quema.
—Cristal, me pediste sinceridad, y te la estoy dando… —su voz baja, áspera, me roza la piel—. Y yo no hago esto con nadie.
Su aliento se mezcla con el mío, tibio, denso. El aire se espesa. Siento el pulso en la garganta, el temblor en las piernas, el deseo y el miedo peleando dentro de mí.
—Y debo darte las gracias por hacerlo —ironizo, intentando esconder el temblor de mi voz.
—¡No! —su respuesta corta el espacio entre los dos—. No quiero una frase hueca, ni más miradas desafiantes y seductoras. En su lugar…
—¿En su lugar qué? —susurro, con miedo, con el pulso a punto de romperme.







