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El pasado, el presente y tú (3era. Parte)

El mismo día

Islas Maldivas

Cristal

Confiar nunca se me dio bien. Desde pequeña entendí que el mundo no era un lugar seguro. El secuestro de mi hermana marcó mi infancia como una herida invisible que jamás terminó de cerrar. Yo era apenas una niña, pero esa experiencia me arrancó de golpe la inocencia. Desde entonces aprendí a mirar con recelo, a sospechar de todos, a esperar lo peor incluso de quienes sonreían con amabilidad. El miedo a volver a perder a alguien, o a verme envuelta en una situación similar, se convirtió en una sombra que me acompañó con los años, creciendo conmigo.

En la adolescencia ya no era solo miedo, era análisis constante: observar los gestos, escuchar entre líneas, desconfiar de los silencios. Y más tarde, como adulta, esa desconfianza se transformó en un mecanismo de defensa, en una brújula que me mantenía a salvo. Necesitaba pruebas, hechos, certezas. No podía dar un paso sin tener el terreno estudiado.

Y mientras mi familia esperaba que siguiera la tradición, que asumiera un lugar dentro del imperio de los Mckeson, yo decidí lo contrario. No quería ser un peón más dentro de un legado que solo había dejado cicatrices. Busqué mi propio camino. Me hice abogada, y esa elección no fue casualidad: la ley me ofrecía reglas claras, la necesidad de demostrar, de probar, de cuestionar. En la abogacía encontré un lugar donde mi instinto desconfiado no era un defecto, sino una herramienta.

Por eso, creer en las patrañas de David, en su sonrisa burlona y en la supuesta unión como esposos, no era una alternativa. Era una estupidez. Yo sabía que detrás de cada palabra suya había un juego, una provocación. Mi necesidad me arrastró a exigirle pruebas, a presionarlo con la amenaza de denunciarlo a la policía. Pero el muy cínico había volteado los papeles, incluso tuvo el descaro de mencionar que Sami colaboró en fingir su muerte. Y lo peor era que, siendo honesta, mi hermana mayor sí tenía un pasado turbio, con la ley pisándole los talones. Así que la única salida era hablar con un juez o revisar el acta del matrimonio.

Me encerré en el baño, necesitaba contener la rabia para no enloquecer. Respirar. Vestirme. Pero al salir, lo vi: David, de espaldas, sin camisa, en la cocina preparando el desayuno. Y sí, era un peligro. Demasiado atractivo, demasiado tentador. Un veneno al que no pensaba volverme adicta, y mucho menos arriesgar a mi corazón inexperto.

Aclaré la garganta y me acerqué a la cafetera, intentando ignorar la escena.

—Preparé el desayuno —dijo él sin girarse, con una voz ligera que me irritó más—. Huevos, tostadas, jugo… o, si prefieres, unos panqueques con jalea.

—Con el café me basta. —Me serví sin mirarlo, apretando la taza con fuerza—. Aún estoy con los estragos del alcohol…

—Para esos síntomas hay curas simples. —Se volteó apenas, sonriendo con suficiencia—. Te las muestro.

—No voy a acostarme contigo. —Solté de golpe, clavándole la mirada.

David rió bajo, divertido, alzando una ceja.

—Cómo te vuela la mente. Pero hablaba de un té de hierbas para eliminar esos síntomas. —Dio un sorbo a su café y me miró fijo, retador—. ¿Por qué crees que solo pienso en sexo?

Lo enfrenté sin titubear, aunque la sangre me hervía.

—Quizás porque cuando te conocí vivías insinuándome tener sexo…

Su gesto cambió. La sonrisa se borró de golpe y bajó la mirada, apretando la mandíbula. La rabia contenida le tensó los hombros.

—Por favor… era un adolescente atravesando una etapa difícil —gruñó, con un tono grave—. Y tampoco me ayudó volver a vivir con el cabrón de mi padre…

Me incliné hacia él, sin suavizar mi voz.

—¿Tanto daño te hizo Blake?

David levantó la cabeza, sus ojos oscurecidos por la furia.

—No quiero hablar de él. —Su tono fue seco, cortante—. No lo vuelvas a mencionar, porque el día que fingí mi muerte, ese David que lastimó quedó enterrado… y surgió otro. Un hombre muy diferente.

Lo miré fijamente, cruzando los brazos, sin pestañear.

—Pues te olvidaste de encerrar tu faceta de imbécil en ese ataúd. Más bien la llevas a todas partes.

A todo esto, fui al hotel, pero no para instalarme en la casa del idiota de David; mi plan era otro: averiguar algo de lo sucedido la noche anterior en la playa con Irina. Nada garantizaba que sacaría algo en claro. Irina se descontrolaba con facilidad —se emborrachaba, se acostaba con el primer idiota que le sonreía— y era una pésima influencia. Aun así, necesitaba intentar cualquier pista que me llevara a entender lo que había ocurrido.

Cuando llegué a su puerta, toqué una vez, dos veces, tres veces. Ya estaba por rendirme cuando la puerta se entreabrió apenas, y me mostró su cabello revuelto, los ojos enrojecidos y una sonrisa traviesa. La bata casi transparente dejaba poco a la imaginación: estaba interrumpiendo su momento de diversión.

—Hola, Irina —dije, manteniendo la voz firme—. ¿Podemos charlar un momento o estás con alguien?

Ella parpadeó, me miró con ese aire a medias de sorpresa y a medias de despiste, y respondió con una risa corta que no ocultó del todo el desorden de la noche anterior.

—¡Cristal! Pensé que no te vería tan pronto… —dijo—. Me contaron los muchachos que te vieron marcharte de la playa con un galán.

La frase le salió fácil, como si disfrutara azuzar la curiosidad ajena.

—¿Entonces no estabas presente cuando me marché? —pregunté—. ¿No sabes si alguien más me acompañó? ¿Si los chicos vieron algo… diferente, inusual?

Irina se mordió el labio, arqueó una ceja y su voz se tensó, como si recordara fragmentos que no quería admitir.

—Ahora que lo mencionas, Mike me comentó algo sobre un tipo que no parecía turista, que los estaba observando al galán y a ti —dijo, la risa deslizándose en una nota aguda que luego fingió minimizar con una mueca.

—Tal vez fue impresión de Mike —solté con desconfianza— el pobre vive paranoico desde que carga esa bolsita de marihuana. O fue producto de drogarse, quién sabe.

—Lo conozco un poco más, Cristal —dijo, y su tono bajó—. Y te diré que estés alerta. —Luego, como si no pudiera evitarlo, estalló en una carcajada que no lograba ocultar cierta inquietud—. Puede ser un criminal obsesionado con ajustar cuentas contigo. —Se le escapó la risa y volvió a cubrirla con una expresión desafiante—. Eso te lo ganaste por ser la asistente de un fiscal.

Su comentario me inquietó; no sabía hasta qué punto había algo de verdad, pero desde que salimos del hotel con David pude percibir que nos seguían. Quizás era mi impresión, quizás estaba sugestionada por las palabras de Irina; no lo sabía con certeza.

Para colmo, al llegar al registro todo empeoró al ver la maldita acta de matrimonio abofeteándome con una verdad que me resistía a aceptar: me había casado con David y, lo más grave, no podía solicitar la maldita anulación: el juez estaba de vacaciones.

Sin embargo, en medio de mi rabia y de mi frustración, otra vez percibía que alguien nos espiaba… entonces comencé a repasar los hechos desde que me tropecé con David, a tratar de unir las piezas, y emergieron mis dudas sobre él, sobre lo que hizo para encubrir su fingida muerte.

Lo miro fijo. Su rostro se mantiene pensativo, la mandíbula apretada, los ojos entrecerrados como si midiera cada palabra que está a punto de lanzar. El silencio entre nosotros pesa, hasta que finalmente su voz ronca rompe el aire, grave y desafiante.

—Señora Forrest, no podrás probar que soy un muerto —dice con una media sonrisa que me hiela la sangre—. Mucho menos anular nuestra unión con esa artimaña legal. Entiende algo: el hijo del conde Adams descansa en su tumba en Londres.

Siento un nudo en la garganta, pero no bajo la mirada. Doy un paso hacia él, mi respiración agitada, la voz cargada de rabia y miedo.

—David, en serio… necesito saber si no dejaste un cabo suelto. Si no molestaste a algún enemigo con tu maldito teatrito. No puedes jugar con algo así, tarde o temprano todo se descubre.

Él se inclina sobre mí, la sombra de su cuerpo cubriéndome. Sus labios esbozan una sonrisa que mezcla burla y seducción.

—Cristal, cuelga ya el uniforme de la fiscalía. Estás en las Maldivas conmigo, como tu flamante esposo —dice, acariciando el título como si fuera un trofeo—. Aprovechemos para tener una luna de miel inmejorable.

Lo empujo con brusquedad, incapaz de soportar su tono.

—Prefiero quedarme en el hotel, así al menos evito soportarte.

Su carcajada seca me eriza la piel. Se endereza y me observa con calma calculada, disfrutando de mi incomodidad.

—Existe un detallito que no has tomado en cuenta, esposa querida —murmura, sacando algo invisible del aire con gesto teatral—. Tengo tu pasaporte, tus tarjetas de crédito… y tu celular.

Hace una pausa, su mirada clavada en la mía, fría como una sentencia.

—Y siendo un caballero, no puedo dejarte en la calle. Así que dime, ¿vienes conmigo a la casa o prefieres dormir en la playa… con todos los riesgos que ya conoces?

Sus palabras se deslizan con diversión, reto y malicia, pero no puedo sacarme esta sensación de ser vigilados, la cuestión es otra: ¿Qué será más peligroso convivir con el idiota de David o el acecho de ese hombre sin rostro todavía?

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