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No te Apartes de Mí
No te Apartes de Mí
Por: Cristina75vera
Un encuentro inesperado

Actualidad

Islas Maldivas

David

Empezar de cero cuesta. Te arranca la piel, te desarma hasta dejarte desnudo frente a lo que fuiste. Es desgastante, como arrastrar una maleta llena de recuerdos que no pediste cargar: risas que ya no tienen eco, promesas que se quebraron, errores que todavía sangran. Y, sin embargo, hay algo liberador en soltarlo todo, en atreverte a quemar los puentes, aunque el humo te ahogue.

El pasado tiene la manía de perseguirte, de colarse en tus noches y recordarte lo que perdiste, lo que dejaste escapar. Y duele, porque una parte de ti todavía quiere aferrarse a esos fragmentos rotos, como si pudieras recomponerlos. Pero no se puede. Aprendes a golpes que vivir mirando atrás solo te condena a tropezar con lo que viene.

Así que sí, a veces hacemos actos que parecen estúpidos, desesperados… y tal vez lo son. Pero también son necesarios. Saltar al vacío, aunque no sepas si habrá suelo firme al final. Porque la vida nueva no llega sola: hay que arrancársela al miedo, construirla con las manos temblando.

Y en medio de todo ese caos, descubres algo: que el futuro no es una deuda, es una oportunidad. Que empezar de cero, por más cruel que parezca, también es la manera más honesta de volver a respirar. Y aunque el dolor nunca desaparezca del todo, aprendes a mirarlo de frente y a decirle: “ya no me detienes”.

Yo soy la prueba viviente de ello. Pero para reaccionar tuve que estrellarme de frente contra la realidad… o quizás fue ella quien me abrió los ojos. Tessa, con sus cicatrices y esa fuerza que nunca presumió, fue un faro en medio de la oscuridad donde me estaba pudriendo. Yo era un imbécil, convencido de que el mundo me debía algo, culpándolo por cada humillación y cada castigo que me había metido a golpes el cabrón de mi padre. Un hombre que solo sabía destrozar a los demás, y yo… yo estaba siguiendo su puto ejemplo, sin darme cuenta.

Al final lo entendí: si quería salvarme, tenía que renunciar a todo. Tirar a la basura los lujos, las apariencias, la condena de ser un Adams. Fingí mi muerte, y de paso me aseguré de que mi propio padre terminara en la cárcel. Fue la única manera de arrancar de raíz la maldición que me perseguía. Desde entonces desaparecí del mapa, me convertí en un fantasma, una sombra que se escondía en ciudades ajenas: Italia, Francia, Alemania… siempre corriendo, siempre mirando sobre el hombro.

Hasta que terminé en las islas Maldivas. Un rincón perdido en el mundo, un paraíso tan ajeno al ruido de Londres que me parece otro planeta. Aquí encontré lo que nunca tuve: silencio, anonimato, aire limpio. No hay mansiones, ni departamentos de lujo, ni autos que griten estatus. Aquí soy un hombre cualquiera. Me visto con jeans o shorts según el clima, y sobrevivo con un pequeño bar al pie de la playa. No es perfecto, pero es mío. Y por primera vez, siento que estoy intentando vivir de verdad, sin cadenas, sin fantasmas… o al menos con menos de los que me persiguen.

Y hoy es otra noche más en el bar. Parejas coqueteando entre tragos, algún imbécil que intenta hacerse el listo para no pagar la cuenta y, cómo no, el grupo ruidoso de siempre: chicos y chicas buscando emborracharse y hacer el ridículo sobre la tarima improvisada mientras los locales marcan el ritmo con los tambores.

Yo observo, apoyado en la barra, mientras Manik, mi ayudante, seca vasos como si fuera un ritual.

—David, esta noche podrías tener suerte… hay lindas muchachas.

—Deja de jugar a cupido, Manik, no me interesa ninguna mujer —respondo con una risa seca, aunque mi mirada se pierde en el grupo de chicas que se tambalean sobre la arena—. Estoy bien así.

Entonces la veo. O creo verla. Me froto los ojos, incrédulo. No puede ser… Cristal Mckeson. Está más hermosa de lo que recordaba, como si el tiempo hubiera jugado a su favor: ese cabello castaño que brilla bajo las luces, esos ojos azules que siempre tuvieron el poder de hechizarme, y esos labios color carmín que tantas veces soñé con morder. Un golpe de deseo me atraviesa, inevitable.

Pero algo no encaja. La Cristal que conocí jamás se emborracharía, nunca perdería el control, y mucho menos estaría berreando canciones como una loca frente a medio mundo. Esa imagen perfecta que guardaba de ella se quiebra de golpe… y aun así, no puedo apartar la vista

—¡David! Ve por ella, no seas tímido… —Manik chasquea los dedos frente a mi cara.

—No es buena idea. Encárgate del bar… voy a dar una vuelta por el centro.

Doy apenas dos pasos fuera, pero me congelo con lo que escucho.

—¡Hijo de puta! —la voz enardecida de Cristal corta el ruido de la música—. ¡No estoy tan ebria como para que intentes sobrepasarte conmigo!

Ahí está. Esa es la Cristal que recuerdo: la que no necesita que nadie la rescate.

—Muñeca, estuviste insinuándote toda la noche, te pagué los tragos y ahora no te hagas la difícil —escupe un idiota, agarrándola del brazo con violencia.

Aprieto los puños. Sé que me voy a arrepentir, pero no puedo dejarla en manos de ese cabrón.

Giro sobre mis talones y la escena me prende fuego por dentro: el imbécil tironea de ella con descaro. No lo pienso dos veces. Dos zancadas y la distancia desaparece.

El imbécil apenas alcanza a soltar otra palabra cuando mi puño le estalla en la mandíbula. El golpe lo saca volando hacia atrás y cae de espaldas en la arena, escupiendo arena y saliva.

—Más te vale no levantarte —gruño con la respiración agitada—, o te rompo todos los huesos.

El silencio se apodera del lugar por un segundo. Todos miran. Chicos, chicas, incluso los tambores se apagan de golpe como si alguien hubiera cortado el aire. Yo barro a los presentes con la mirada, fría, dura.

—Se acabó el espectáculo. Sigan con lo suyo.

Los murmullos regresan, tímidos primero, luego se mezclan otra vez con risas nerviosas y música improvisada. El grupo finge que nada pasó, aunque más de uno no deja de espiarme por el rabillo del ojo.

Cristal me mira raro, con los ojos entrecerrados y una sonrisa torcida, tambaleándose un poco.

—Yo… yo te conozco —balbucea—. Sí, eres… el elfo ayudante de Santa.

Casi suelto una carcajada, pero me contengo. Le sujeto el brazo con suavidad, como si fuera de cristal de verdad.

—Soy lo que tú quieras que sea, Cristal. Pero ahora vamos a tu hotel… antes de que aparezca otro imbécil queriendo meterte en su cama.

Ella asiente con una media sonrisa desvariada, y yo la guío entre la arena, mientras a mis espaldas el idiota sigue tirado, maldiciendo entre dientes, pero sin atreverse a moverse.

Al día siguiente

Por jugar al héroe terminé durmiendo en el maldito sillón. Cristal jamás logró darme la dirección de su hotel; apenas avanzamos unos metros antes de que se dejara caer en unas escalinatas y se quedara dormida como si nada. No me quedó otra que cargarla hasta mi casa.

Ahora mis pies arrastran mi cansancio directo al baño. Empujo la puerta sin pensar y el grito me corta de golpe. Cristal está ahí, cubierta apenas con una toalla, los ojos desorbitados.

—¡¿Qué demonios…?! —chilla, sujetando la tela con fuerza.

Levanto las manos en señal de paz.

—Tranquila, no voy a hacerte daño. Anoche te ayudé porque estabas ebria, nada más.

Sus ojos me recorren de arriba abajo, incrédulos.

—¿Eres… el imbécil de David? ¿O estoy perdiendo la cabeza? —hace una pausa, como si intentara descifrarme—. Tú estás muerto.

Sonrío con sorna, inclinando la cabeza.

—Los muertos no tienen una erección. —Señalo mi entrepierna con descaro.

—¡Imbécil! —exclama, empujándome con rabia mientras sale del baño—. Solo tú podrías ser tan vulgar.

La sigo con la mirada, divertido, disfrutando de cada chispa que brota de su carácter.

—Anoche, cuando me besabas, no te quejabas de lo mismo… incluso…

Se detiene en seco y me atraviesa con la mirada como si quisiera arrancarme la piel.

—No te quedes callado. ¿Qué se supone que hice?

Y ahí está. Esa mirada furiosa, esos labios apretados, esa mezcla de dignidad y rabia que siempre me volvió loco. Ahora recuerdo por qué me interesaba tanto. Porque me encantaba hacerla perder la compostura, verla salirse de su maldito molde perfecto. Ella era mi entretenimiento y mi tentación, la única capaz de volver especiales mis días grises.

Pero mientras la observo, una pregunta me carcome por dentro: ¿qué hago? ¿Tengo derecho a ser egoísta y retenerla aquí, arrastrarla a mi sombra? ¿O debería ser honesto, abrir la boca de una vez y aceptar que, si digo la verdad, esto se acaba antes de empezar?

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