Una asistente decidida a rehacer su vida termina envuelta en enredos románticos con su jefe irresistible, su ex tóxico y unas amigas con demasiadas ideas… todo bajo el cielo de Madrid. Clara tenía un plan. Bueno… más bien una lista mental: superar a su ex infiel, recuperar el control de su vida y no enamorarse de su nuevo jefe, Gonzalo Ferraz, de sonrisa peligrosa y el poder de hacerle olvidar hasta cómo se deletrea "profesionalismo". _________________ Pero claro, los planes rara vez sobreviven al primer mensaje equivocado de WhatsApp, especialmente cuando ese mensaje lleva un emoji de berenjena... y acaba en el móvil del jefe. Ups. Entre juntas que arden más que el café de la oficina, domingos que empiezan con calamares y terminan con miradas bajo las estrellas, y amigas que no entienden el concepto de “discreción”, Clara tendrá que decidir si sigue sus reglas… o las del corazón. _______________________ Una comedia romántica con sabor a Madrid, donde los jefes pueden ser tentadores, los ex una pesadilla, y los líos, inevitables. Cuando el amor se cuela entre la agenda y el Excel… más vale tener un plan B.
Leer másCuatro meses antes…
Aquella noche, Clara decidió sorprender a Hugo. Había comprado vino, fresas y una crema de chocolate que esperaba usar en algo más que el postre. Pero al entrar a su piso, lo que vió no tenía nada que ver con la velada romántica que había imaginado.
Lo encontró con las manos en la masa, y no estaba preparando pan.
En la cocina, con la luz tenue, estaba Hugo, con el pantalón en los tobillos, entre las piernas de una rubia despampanante, sentada sobre la encimera, con su vestido subido hasta la cintura. Los gemidos de ambos eran la banda sonora de su peor pesadilla. Hugo tenía las manos firmemente colocadas sobre las caderas de la mujer, y el tarro de crema de chocolate que Clara había traído tantas veces para sus propios juegos ahora descansaba vacío sobre el fregadero.
Se quedó inmóvil un instante, demasiado impactada para procesar la escena, hasta que soltó:
—¡Veo que decidiste empezar sin mí! Aunque, si me hubieras avisado, habría traído cucharas para todos.
La rubia dejó escapar un gritito mientras intentaba cubrirse, pero Hugo solo se giró, completamente sorprendido.
—¡Clara! No es... no es lo que parece.
Ella soltó una carcajada amarga.
—¿No? ¿Vas a decirme que te tropezaste y caíste entre las piernas de esa?
Hugo tartamudeó, buscando palabras que no encontró. Clara no le dio la oportunidad. Sin pensarlo, lanzó la botella de vino contra el suelo. El cristal estalló, salpicando las baldosas como si fuera una escena de crimen. Agarró las fresas de la bolsa con la mano temblorosa y salió del piso sin mirar atrás. Con la cabeza alta. O eso creyó.
Durante el trayecto a casa de Martina, su fachada se resquebrajó. Caminó con las fresas apretadas contra el pecho como si fueran un escudo. Le temblaban las manos, la barbilla, y la dignidad se le escurría por los ojos. Ni siquiera se limpió las lágrimas. Dejó que resbalaran libres por sus mejillas como el vino por la encimera de su cocina.
Subió a un taxi sin pensarlo. Le costaba respirar. Cuando el conductor la miró por el retrovisor, ella intentó sonreír.
—¿Todo bien, señorita? —preguntó él, preocupado.
—Sí. Solo fue... un pequeño accidente —mintió. Apoyó la frente en la ventanilla, deseando que la ciudad se la tragara entera.
Al llegar al portal de Martina, el móvil vibró.
Hugo: ¿Podemos hablar…? No te vayas a hacer la dramática como siempre.
El mensaje fue como una bofetada.
Clara se quedó congelada, con los ojos clavados en la pantalla. ¿Dramática? ¿Después de encontrarlo montado sobre otra en su cocina?
Apretó los dientes. Buscó su nombre en su lista de contactos. Sus dedos dudaron unos segundos.
Y entonces pulsó el botón de llamar.
El teléfono sonó una vez.
Dos.
Tres.
—¿Clara? —contestó él, con voz tensa.
—Ni se te ocurra llamarme dramática, pedazo de m****a —espetó ella, con la voz temblorosa por la rabia contenida.
Pero no pudo decir más.
En ese preciso instante, la puerta se abrió y, como si el universo le hubiera lanzado un salvavidas emocional, Martina apareció del otro lado, en chándal, con el cabello desordenado y cara de recién levantada.
Clara no dudó ni un segundo. Cortó la llamada sin despedirse, guardó el móvil a trompicones en el bolso y se lanzó a los brazos de su amiga, como si fuera lo único que le quedaba en el mundo.
—¡¿Qué ha pasado?! —preguntó Martina, rodeándola con los brazos, mientras Clara rompía a llorar de forma desconsolada, sin poder articular palabra.
Y así, hecha un mar de lágrimas, con el vestido manchado de chocolate y el corazón en ruinas, Clara supo que su vida se estaba cayendo a pedazos.
Tres años despuésEl sol de la tarde acariciaba el jardín con esa tibieza que solo tienen los días tranquilos. Bajo un árbol de limonero en flor, Clara reía con una copa de vino en la mano, sentada junto a Paula y Martina en una manta rodeada de cojines y platos con restos de pasteles. A lo lejos, se oía la música suave que salía por una de las ventanas abiertas.Jorgito corría descalzo por el césped, con los rizos revueltos por el viento y un barquito de papel en la mano. A su paso, los perros del vecino ladraban, y las risas infantiles se mezclaban con el murmullo de las hojas.—¿Sabes? —dijo Clara, mirando a su hijo y luego al cielo—. Jamás imaginé que mi sueño se iba a hacer realidad…—Y ahora diseñaste la imagen de la pastelería de tu mejor amiga —bromeó Martina, dándole un golpecito con el pie—. Muy de estrella publicitaria.—Y no sabes lo feliz que me hace —respondió Clara, sonriendo con los ojos—. Pequeñas marcas, sueños reales. Eso quería. Eso quiero.El aroma a carne asada l
—¡No encuentro las llaves del coche! ¡Ahora!—¿Qué ha pasado? —preguntó la abuela desde la cocina, mientras la hermanita de Clara soltaba el móvil y gritaba como si hubiese visto un fantasma.—¡Que ha roto aguas! —gritó Gonzalo, pálido como una sábana.—¿En serio? ¿Ya? —dijo Clara, intentando respirar mientras se aferraba a la encimera de la cocina. Una contracción le cruzó el vientre como un rayo. Sintió que su cuerpo se partía en dos.—¡Las llaves! —insistió Gonzalo, mientras su suegra le lanzaba el bolso y le ponía una mano en el hombro.—Tranquilo, hijo. Llegarán a tiempo. Y si no, mi nieto nacerá en el asiento trasero. ¿Qué puede salir mal?—¡Todo! —gritaron Gonzalo y Clara a la vez.El coche volaba por la carretera como si Gonzalo estuviese escapando de la Interpol. Cada bache era un insulto, cada curva, un rezo.—¡Más despacio, por Dios! —le gritó Clara entre jadeos—. ¡No quiero parir en una rotonda!—¡Estoy intentando llegar!—¡Y yo intentando no asesinarte!La clínica ya tení
Su padre la llevó al hospital aquella mañana. Durante el viaje, hablaron largo y tendido. En un momento de silencio, él soltó:—Mira, hija… Al principio, no podía ni verle. Cada vez que cruzaba la puerta de casa, lo único que me pasaba por la cabeza era darle un par de hostias bien dadas y echarlo de ahí. Me costaba aguantarme. Pero lo hacía porque, al fin y al cabo, es el padre de tu hijo… y, bien o mal, está intentando hacerse cargo.Clara giró el rostro hacia la ventana, apretando los labios.—Pero después —continuó Manuel, sin prisa—. Después empecé a mirarlo de otra manera. A fijarme en los gestos, en las miradas. Y me di cuenta de algo, Clara. Ese chico no es como Hugo. No es como aquel imbécil. Gonzalo… Gonzalo te mira con un brillo que yo solo he visto en un lugar. En mis propios ojos, cada vez que miro a tu madre.Ella lo miró de reojo, sorprendida por la confesión.—Ese tipo de amor —dijo él, con la voz grave—, ese que se ve y no hace falta explicar, es muy difícil de encont
El eco de los latidos del monitor aún resonaba en sus oídos mientras caminaban por la calle adoquinada del pueblo, con Gonzalo a su lado. El control había ido bien. El médico había sonreído al ver la evolución del bebé, y Clara, por primera vez en semanas, sentía que podía respirar un poco más tranquila.—¿Te das cuenta de que tu hijo ya tiene más fotos que yo en toda mi infancia? —dijo Gonzalo, mirando la ecografía que Clara llevaba en una carpetita.—Eso es porque tú naciste antes de que existieran los móviles —replicó ella con una sonrisilla, sin mirarlo.—Ay, venga, no soy tan viejo… —refunfuñó él, fingiendo ofensa—. ¿O sí?Clara se encogió de hombros, divertida, y él sonrió. Había en ese intercambio algo del pasado que se estaba colando, sutil, pero presente. Una complicidad que no había muerto del todo.Cuando llegaron a la casa, la puerta se abrió de inmediato.—¡Gonzalito! —exclamó la abuela desde la cocina—. Ya era hora, pensé que te habías perdido camino al ambulatorio.—Bue
No era jueves. No había cita médica. Ni un motivo claro para presentarse. Pero aun así, Gonzalo se encontraba frente a la casa de Clara, con un ramo de margaritas en una mano y el corazón dándole golpes contra las costillas.Había pasado solo unos días desde la fiesta patronal, pero la sensación de su cuerpo cerca del de Clara durante aquel baile aún lo perseguía. Ese beso, breve pero brutalmente esperanzador, lo tenía como un adolescente idiota. O peor. Como un adulto enamorado.Lucía, la hermanita de Clara, jugaba en la vereda con una amiga. Al verlo, soltó una sonrisita llena de picardía.—¡Hombre, el madrileño! —exclamó—. ¿Vienes a ver a mi hermana?—Sí, si está… —Gonzalo se aclaró la garganta—. Solo quería saludar.Lucía miró a su amiga con cara de “te lo dije”, y luego señaló la puerta abierta.—Está en la cocina, canta como si no hubiera nadie en casa. Pasa, pasa, pero no le digas que te dejé entrar. Quiero ver cómo se asusta.—Gracias, conspiradora —susurró él con una sonrisa,
la Plaza Mayor de Chinchón, donde los balcones se vestían de guirnaldas, farolillos y pañuelos coloridos. El aire olía a anís, a rosquillas recién hechas y a torreznos chisporroteando en aceite caliente.Los altavoces estallaban con una versión castiza de Volando voy y la gente ya empezaba a moverse al ritmo, copa en mano. La plaza, transformada en un recinto ferial improvisado, estaba llena de puestos de comida, luces titilantes y niños corriendo con globos. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción miraba la escena desde lo alto, como una abuela que lo vigila todo, indulgente y curiosa.Gonzalo, con camisa remangada y delantal prestado, servía cervezas en la barra junto a Javier, mientras Don Francisco, con su megáfono, ejercía de maestro de ceremonias como si fuera el alcalde del universo.—¡Esa tortilla no se toca aún, que es para el concurso! —gritaba, mientras trataba de organizar a los participantes de la rifa sin que se le cayera el puro de la boca.—No está tan mal, el fora
Último capítulo