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Mi jefe y otros líos
Mi jefe y otros líos
Por: Masha Leon
Prefacio - Con las manos en la masa

Cuatro meses antes…

Aquella noche, Clara decidió sorprender a Hugo. Había comprado vino, fresas y una crema de chocolate que esperaba usar en algo más que el postre. Pero al entrar a su piso, lo que vió no tenía nada que ver con la velada romántica que había imaginado.

Lo encontró con las manos en la masa, y no estaba preparando pan. 

En la cocina, con la luz tenue, estaba Hugo, con el pantalón en los tobillos, entre las piernas de una rubia despampanante, sentada sobre la encimera, con su vestido subido hasta la cintura. Los gemidos de ambos eran la banda sonora de su peor pesadilla. Hugo tenía las manos firmemente colocadas sobre las caderas de la mujer, y el tarro de crema de chocolate que Clara había traído tantas veces para sus propios juegos ahora descansaba vacío sobre el fregadero.

Se quedó inmóvil un instante, demasiado impactada para procesar la escena, hasta que soltó:

—¡Veo que decidiste empezar sin mí! Aunque, si me hubieras avisado, habría traído cucharas para todos.

La rubia dejó escapar un gritito mientras intentaba cubrirse, pero Hugo solo se giró, completamente sorprendido.

—¡Clara! No es... no es lo que parece.

Ella soltó una carcajada amarga.

—¿No? ¿Vas a decirme que te tropezaste y caíste entre las piernas de esa?

Hugo tartamudeó, buscando palabras que no encontró. Clara no le dio la oportunidad. Sin pensarlo, lanzó la botella de vino contra el suelo. El cristal estalló, salpicando las baldosas como si fuera una escena de crimen. Agarró las fresas de la bolsa con la mano temblorosa y salió del piso sin mirar atrás. Con la cabeza alta. O eso creyó.

Durante el trayecto a casa de Martina, su fachada se resquebrajó. Caminó con las fresas apretadas contra el pecho como si fueran un escudo. Le temblaban las manos, la barbilla, y la dignidad se le escurría por los ojos. Ni siquiera se limpió las lágrimas. Dejó que resbalaran libres por sus mejillas como el vino por la encimera de su cocina.

Subió a un taxi sin pensarlo. Le costaba respirar. Cuando el conductor la miró por el retrovisor, ella intentó sonreír.

—¿Todo bien, señorita? —preguntó él, preocupado.

—Sí. Solo fue... un pequeño accidente —mintió. Apoyó la frente en la ventanilla, deseando que la ciudad se la tragara entera.

Al llegar al portal de Martina, el móvil vibró.

Hugo: ¿Podemos hablar…? No te vayas a hacer la dramática como siempre.

El mensaje fue como una bofetada.

Clara se quedó congelada, con los ojos clavados en la pantalla. ¿Dramática? ¿Después de encontrarlo montado sobre otra en su cocina?

Apretó los dientes. Buscó su nombre en su lista de contactos. Sus dedos dudaron unos segundos.

Y entonces pulsó el botón de llamar.

El teléfono sonó una vez.

Dos.

Tres.

—¿Clara? —contestó él, con voz tensa.

—Ni se te ocurra llamarme dramática, pedazo de m****a —espetó ella, con la voz temblorosa por la rabia contenida.

Pero no pudo decir más.

En ese preciso instante, la puerta se abrió y, como si el universo le hubiera lanzado un salvavidas emocional, Martina apareció del otro lado, en chándal, con el cabello desordenado y cara de recién levantada.

Clara no dudó ni un segundo. Cortó la llamada sin despedirse, guardó el móvil a trompicones en el bolso y se lanzó a los brazos de su amiga, como si fuera lo único que le quedaba en el mundo.

—¡¿Qué ha pasado?! —preguntó Martina, rodeándola con los brazos, mientras Clara rompía a llorar de forma desconsolada, sin poder articular palabra.

Y así, hecha un mar de lágrimas, con el vestido manchado de chocolate y el corazón en ruinas, Clara supo que su vida se estaba cayendo a pedazos.

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