—¡No encuentro las llaves del coche! ¡Ahora!
—¿Qué ha pasado? —preguntó la abuela desde la cocina, mientras la hermanita de Clara soltaba el móvil y gritaba como si hubiese visto un fantasma.
—¡Que ha roto aguas! —gritó Gonzalo, pálido como una sábana.
—¿En serio? ¿Ya? —dijo Clara, intentando respirar mientras se aferraba a la encimera de la cocina. Una contracción le cruzó el vientre como un rayo. Sintió que su cuerpo se partía en dos.
—¡Las llaves! —insistió Gonzalo, mientras su suegra le lanzaba el bolso y le ponía una mano en el hombro.
—Tranquilo, hijo. Llegarán a tiempo. Y si no, mi nieto nacerá en el asiento trasero. ¿Qué puede salir mal?
—¡Todo! —gritaron Gonzalo y Clara a la vez.
El coche volaba por la carretera como si Gonzalo estuviese escapando de la Interpol. Cada bache era un insulto, cada curva, un rezo.
—¡Más despacio, por Dios! —le gritó Clara entre jadeos—. ¡No quiero parir en una rotonda!
—¡Estoy intentando llegar!
—¡Y yo intentando no asesinarte!
La clínica ya tení