la Plaza Mayor de Chinchón, donde los balcones se vestían de guirnaldas, farolillos y pañuelos coloridos. El aire olía a anís, a rosquillas recién hechas y a torreznos chisporroteando en aceite caliente.
Los altavoces estallaban con una versión castiza de Volando voy y la gente ya empezaba a moverse al ritmo, copa en mano. La plaza, transformada en un recinto ferial improvisado, estaba llena de puestos de comida, luces titilantes y niños corriendo con globos. La iglesia de Nuestra Señora de la Asunción miraba la escena desde lo alto, como una abuela que lo vigila todo, indulgente y curiosa.
Gonzalo, con camisa remangada y delantal prestado, servía cervezas en la barra junto a Javier, mientras Don Francisco, con su megáfono, ejercía de maestro de ceremonias como si fuera el alcalde del universo.
—¡Esa tortilla no se toca aún, que es para el concurso! —gritaba, mientras trataba de organizar a los participantes de la rifa sin que se le cayera el puro de la boca.
—No está tan mal, el fora