Como cada sábado por la noche Gonzalo se sentó en la barra de su bar habitual, un lugar discreto y moderno en el centro de Madrid, donde solía reunirse con Mateo para desconectar. Esa noche, el lugar estaba animado, pero no abarrotado. Daba vueltas al vaso de whisky en su mano, mirando fijamente el hielo.
Mateo entró con su habitual aire relajado, saludando a algunos conocidos antes de tomar asiento junto a Gonzalo. Observó el rostro serio de su amigo y no pudo evitar una sonrisa burlona.
—¿Otra vez el ceño fruncido? Esto tiene pinta de ser algo serio. ¿Problemas en el paraíso empresarial?
Gonzalo soltó un suspiro, inclinándose hacia la barra.
—Es complicado, Mateo. Es… una mezcla de cosas.
Mateo arqueó una ceja, intrigado.
—Cuéntamelo todo, ya sabes que soy un maestro en dar consejos mediocres.
Gonzalo dejó escapar una risa breve antes de tomar un sorbo de su whisky. Se giró hacia Mateo y comenzó a explicar:
—Todo empezó con una mujer que ayer me dijo que soy un gilipollas, ni siquiera me conoce, y luego un mensaje equivocado.
—Interesante —reflexionó Mateo—. Tan equivocada no está.
—Estoy hablando en serio —dijo sin apartar la vista de su vaso.
—¿Quién es esa mujer tan inteligente? —indagó Mateo.
Gonzalo se quedó en silencio.
—Clara… mi asistente personal. Envío un mensaje que no era para mí, algo atrevido, por decirlo de alguna forma. “Bonito paquete” y un par de emojis chistosos, por si te haces una idea.
Mateo casi escupe su cerveza.
—¿En serio? ¿La Clara de anoche? ¡Por favor dime que tienes capturas!
—No seas idiota —replicó Gonzalo, sacudiendo la cabeza.
Mateo lo miró con diversión.
—Esto mejora por momentos. Dime que hiciste algo al respecto. ¿Una broma? ¿Una respuesta ingeniosa?
Gonzalo negó con la cabeza.
—Nada de eso.
Mateo asintió lentamente, tomándose un momento para procesar lo que su amigo decía.
—Vale, lo pillo. Te gusta de verdad. Pero no quieres complicarte la vida, ni la suya, mezclando trabajo y… ya sabes, lo que sea que sientas por ella.
—Exacto. Cuando la vi entrar en la recepción, es hermosa, pero…
Mateo se reclinó en su asiento, observando a Gonzalo con una mirada más seria de lo habitual.
—Gonzalo, llevamos mucho tiempo siendo amigos, y tú nunca te has preocupado tanto por una mujer. Ni siquiera por … —dejó por la mitad la frase—. Si estás aquí, bebiendo y hablándome de ella como si fuera la única persona en el planeta, creo que ya sabes lo que tienes que hacer.
—¿Y qué es eso?
Mateo sonrió, inclinándose hacia él.
—Demostrarle que estás interesado.
Gonzalo lo pensó un momento y luego levantó su vaso.
—Eres un maestro de los consejos mediocres, Mateo.
—Lo sé —dijo su amigo, chocando su cerveza contra el vaso de Gonzalo—. Pero ya me darás las gracias cuando esta historia termine con un final feliz.
Gonzalo sonrió, aunque en su mente todavía no sabía cómo manejar sus sentimientos.
***
El metro iba abarrotado, como siempre a esas horas en Madrid. Clara, con sus gafas de sol enormes y un moño improvisado, se tambaleaba cada vez que el tren frenaba bruscamente. Sus amigas la habían convencido de que no pasaría nada malo. Pero Clara no estaba tan segura.
Se frotó la cara con las manos mientras el tren se detenía en Nuevos Ministerios.
—Dios mío, soy imbécil —susurró para sí misma.
Cuando llegó a un moderno edificio en pleno centro de Madrid, Clara respiró hondo. Era demasiado temprano para que la mayoría de los empleados estuvieran allí, lo que era una suerte porque no quería cruzarse con nadie hasta que su café la trajera de vuelta a la vida.
Entró con las gafas aún puestas, saludando con un gesto perezoso al recepcionista, y se dirigió directamente a la cocina de la planta catorce, donde estaba la oficina de Gonzalo.
—Vale, Clara, tranquila. Café, y luego fingimos que no ha pasado nada.
El olor a café recién hecho ya estaba impregnando la pequeña cocina cuando entró. Clara dejó su bolso sobre la encimera y empezó a preparar una taza de café negro, el único remedio que se le ocurría para su dolor de cabeza monumental. Mientras esperaba que la cafetera hiciera su magia, se miró en el reflejo del microondas. Parecía un desastre: las gafas oscuras cubrían unas ojeras enormes, y el moño desaliñado apenas mantenía a raya su melena.
—Sabes que tienes una reunión con Ferrer en quince minutos, ¿verdad?
Clara pegó un brinco y casi tiró la taza. Se giró para encontrarse con Lucía, la recepcionista de la planta, que la miraba con una ceja arqueada y una sonrisa divertida.
—¿Qué? —dijo Clara, aún medio dormida.
—La reunión. Ferrer llegó hace un rato y ya está en su despacho. Preguntó por ti.
Clara tragó saliva y trató de mantener la compostura.
—Ah, claro. Sí, lo sabía. Solo estaba... despertándome.
Lucía la miró de arriba abajo y se echó a reír.
—Despertándote, ya. Venga, suerte, guapa. Lo mismo te hace falta.
Clara gruñó algo ininteligible y se bebió el café de un trago. Tenía que enfrentarse a Gonzalo tarde o temprano, pero había decidido mantener la táctica del avestruz: fingir demencia y esperar que él hiciera lo mismo.
El despacho de Gonzalo Ferrer era una obra de arte minimalista. Un gran ventanal con vistas a la Gran Vía, muebles de líneas rectas y una mesa inmaculada donde solo había un ordenador portátil y unos pocos papeles. Gonzalo estaba de pie junto al ventanal, revisando algo en su móvil.
Cuando Clara entró, él levantó la vista. Estaba impecable, como siempre, llevaba un traje azul marino perfectamente ajustado, que resalta su porte elegante. El chaleco gris debajo del blazer y la camisa blanca con el primer botón desabrochado le otorgan un estilo relajado, pero profesional. Todo en su apariencia sugería que es un hombre acostumbrado a moverse en círculos de poder, seguro de sí mismo y carismático.
Su cabello, de un castaño oscuro, perfectamente peinado hacia atrás, con un toque casual que equilibraba la formalidad de su atuendo. Una mandíbula marcada y un sutil rastrojo de barba completanban su aire de "hombre inalcanzable" que parecía encajar en cualquier situación, desde una reunión de negocios hasta una cita íntima.
—Buenos días, Clara.
No sabía cómo dirigirse a él, ¿lo llamaba por su nombre?, decidió que mantendría un trato profesional.
—Bue... buenos días, señor Ferrer. —Se maldijo internamente por el tartamudeo y avanzó con la libreta en la mano, como si nada hubiera pasado.
Él la observó por un segundo más de lo necesario, con una expresión indescifrable.
—¿Todo bien?
Clara trató de parecer casual.
—Sí, claro. Todo perfecto.
—Me alegra oírlo. Porque hoy tenemos una reunión importante con el consejo y necesito que estés al cien por cien. —Hizo una pausa, y su mirada se desvió hacia sus gafas de sol—. ¿Problemas con la luz?
Clara se congeló.
—Eh… Sí, un poco. No he dormido bien y… ya sabe, migrañas.
Gonzalo no respondió. Solo esbozó una pequeña sonrisa, apenas perceptible, y volvió a su escritorio.
—Tómatelo con calma, pero prepárate bien. Quiero que todo esté listo antes de las once.
Clara asintió, agradecida de que no mencionara el mensaje o la noche del sábado. Se giró para salir del despacho, pero antes de cerrar la puerta, escuchó su voz grave una vez más.
—Ah, Clara…
Ella se giró, con el corazón en la garganta.
—¿Si?
Gonzalo la miró con esa expresión tranquila y enigmática que tanto la desconcertaba. A los ojos de Clara, él era un nepobaby, había heredado aquel puesto al ser el nieto del señor Rafael Ferrer, fue criado para esto.
—No olvides que me gusta tener todo perfectamente empaquetado.
Clara se quedó paralizada por un segundo, intentando descifrar si era un comentario inocente o una referencia al mensaje. Él volvió a centrarse en sus papeles como si no hubiera dicho nada fuera de lo normal.
Clara cerró la puerta del despacho y apoyó la espalda contra la pared, respirando profundamente.
—Estoy muerta —se dijo a sí misma en voz baja.