El eco de los latidos del monitor aún resonaba en sus oídos mientras caminaban por la calle adoquinada del pueblo, con Gonzalo a su lado. El control había ido bien. El médico había sonreído al ver la evolución del bebé, y Clara, por primera vez en semanas, sentía que podía respirar un poco más tranquila.
—¿Te das cuenta de que tu hijo ya tiene más fotos que yo en toda mi infancia? —dijo Gonzalo, mirando la ecografía que Clara llevaba en una carpetita.
—Eso es porque tú naciste antes de que existieran los móviles —replicó ella con una sonrisilla, sin mirarlo.
—Ay, venga, no soy tan viejo… —refunfuñó él, fingiendo ofensa—. ¿O sí?
Clara se encogió de hombros, divertida, y él sonrió. Había en ese intercambio algo del pasado que se estaba colando, sutil, pero presente. Una complicidad que no había muerto del todo.
Cuando llegaron a la casa, la puerta se abrió de inmediato.
—¡Gonzalito! —exclamó la abuela desde la cocina—. Ya era hora, pensé que te habías perdido camino al ambulatorio.
—Bue