Su padre la llevó al hospital aquella mañana. Durante el viaje, hablaron largo y tendido. En un momento de silencio, él soltó:
—Mira, hija… Al principio, no podía ni verle. Cada vez que cruzaba la puerta de casa, lo único que me pasaba por la cabeza era darle un par de hostias bien dadas y echarlo de ahí. Me costaba aguantarme. Pero lo hacía porque, al fin y al cabo, es el padre de tu hijo… y, bien o mal, está intentando hacerse cargo.
Clara giró el rostro hacia la ventana, apretando los labios.
—Pero después —continuó Manuel, sin prisa—. Después empecé a mirarlo de otra manera. A fijarme en los gestos, en las miradas. Y me di cuenta de algo, Clara. Ese chico no es como Hugo. No es como aquel imbécil. Gonzalo… Gonzalo te mira con un brillo que yo solo he visto en un lugar. En mis propios ojos, cada vez que miro a tu madre.
Ella lo miró de reojo, sorprendida por la confesión.
—Ese tipo de amor —dijo él, con la voz grave—, ese que se ve y no hace falta explicar, es muy difícil de encont