Capítulo 03 — La venta

El vestido se pegaba a su piel húmeda de lágrimas y sudor. 

Cinco días. Solo cinco días desde la humillación en la catedral, y ya estaba vistiéndose como un condenado que se dirige al cadalso. 

Con suficiente dinero, los plazos se disolvían, las firmas aparecían solas y las leyes se volvían maleables. En unas horas estaría casada y viviendo con un hombre que apenas conocía, un desconocido con el que solo había cruzado unas frases en el despacho de su padre.

Y, por si fuera poco, tenía a su hermana pinchando en la llaga.

—Has tardado poco en encontrar sustituto para Ethan —comentó Sofía mientras le ajustaba el vestido a la espalda—. Se nota que no lo querías tanto como decías.

Valeria tuvo que morderse la lengua. Le habría gustado estamparle el ramo en la cabeza, pero se limitó a alisar el encaje con gesto medido.

—No todos necesitamos arrastrarnos por las sobras —respondió sin mirarla.

Sofía soltó una risita nasal. 

—Oh, claro, ahora eres toda una señora Blake. Qué rápido cambian las cosas. ¿Ya le contaste a tu nuevo esposo lo fiel que eres?

Valeria respiró hondo, conteniendo el temblor de las manos. 

—¿Y tú te fías de uno que no tuvo reparo en acostarse con la hermana de su prometida?

La sonrisa de Sofía se tensó por un segundo, pero enseguida volvió a su máscara de superioridad. 

—Cuídate de no volver a desmayarte, hermanita. Sería una pena que tu nuevo marido pensara que te arrepientes antes de firmar.

Un golpe seco en la puerta interrumpió la batalla. Una de las chicas del servicio asomó la cabeza. 

—Señoritas, el señor y la señora Reverte las esperan abajo.

Sofía sonrió con dulzura fingida, se acomodó un mechón de cabello y musitó: 

—Vamos, Valeria. No querrás llegar tarde a tu nueva boda. 

Dos bodas en una semana… ni tú puedes superarte tanto.

Valeria alzó la vista hacia el espejo. 

El reflejo le devolvió la imagen de una novia que ya no creía en nada. 

Los flashes habían desaparecido, las cámaras también, pero la farsa seguía siendo la misma. 

Ni siquiera entendía por qué se había empeñado en usar el mismo vestido; podría haber ido con un simple traje de calle. Tal vez, en el fondo, solo quería recordar lo que le habían robado.

Salieron de la casa en dos coches. 

En el primero iban Sofía y Amanda; en el segundo, ella y su padre.

—Valeria, no desaproveches esta oportunidad —dijo Salvador sin apartar la vista del tráfico—. Si logras enamorar a Blake, serás una dama poderosa. Nadie se atreverá a mencionar tu desliz en la despedida de soltera.

Valeria suspiró, con la mirada fija en el paisaje urbano que desfilaba tras el cristal. 

No merecía la pena repetirlo otra vez. Ella sabía la verdad… y su padre también. 

Ambos sabían que la única embaucadora era Sofía, y el verdadero infiel, Ethan Morel. 

Ojalá —pensó con un amago de sonrisa amarga— alguien le hiciera a su hermana lo mismo que ella le había hecho a ella.

El coche se detuvo frente a un edificio imponente en pleno centro. 

Cristales ahumados, acero y mármol; el nombre “Conglomerado Blake” brillaba sobre la fachada. 

Su padre salió primero y le abrió la puerta.

—No te derrumbes, Valeria. No les des esa satisfacción —se dijo a sí misma, tomando la mano de Salvador y, después, su brazo.

—Esta es la sede central del Conglomerado Blake —anunció él con tono de orgullo, como si la estuviera presentando a su futuro dueño.

Sofía y Amanda las esperaban dentro, radiantes, casi emocionadas por el espectáculo. 

Valeria bajó la mirada. 

Con aquel vestido de novia en medio del mármol corporativo, se sentía tan fuera de lugar como un dromedario en el Polo Norte.

—Acabemos con esto rápido —murmuró, más para sí que para su padre.

La comitiva avanzó hacia los ascensores entre murmullos y miradas curiosas. Algunos empleados cuchicheaban, convencidos de que se trataba de una sesión fotográfica o una campaña publicitaria. 

Valeria deseó ser invisible.

Mientras el ascensor subía, Sofía no podía mantener la boca cerrada. 

—La mía no será así —dijo con una sonrisa teatral—. Quiero una boda en la catedral, con flores, prensa y una celebración por todo lo alto. ¿Me ayudarás a que no sea tan… fría, hermanita?

Valeria apretó los labios. Por Dios, ¿cuánto podía tardar en subir este ascensor? 

—Por supuesto —respondió al fin, con una serenidad que solo la rabia contenida podía darle.

Cuando las puertas se abrieron, salió como impulsada por un resorte. 

Muy horrible debía de ser el señor Blake para que incluso la presencia de su familia resultara preferible.

Su padre la tomó del brazo, firme, casi guiándola más que acompañándola. 

Las miradas se clavaban en ellos a su paso, una procesión muda por aquel pasillo de cristal y acero. 

Al final, una joven secretaria se levantó, hizo una reverencia ligera y tocó la puerta doble de la oficina.

—Pueden pasar —anunció, con voz baja.

Dentro, Blake los esperaba. 

De pie junto a la mesa, parecía tan sereno como el día en que la había “comprado”. 

Ni un gesto de emoción. Ni una palabra de bienvenida. 

Solo esos ojos fríos, azules, que observaban sin juicio… ni compasión.

Valeria sintió un escalofrío recorrerle la espalda. 

No era miedo exactamente. Era la certeza de estar cruzando una línea sin retorno.

El despacho estaba dispuesto como una sala de firmas: una mesa larga, dos asientos enfrentados, el notario en el centro y, a ambos lados, los abogados de Reverte y del Conglomerado Blake. 

No había flores, ni música, ni votos. Solo un contrato en papel marfil y un par de plumas estilográficas.

Salvador la empujó suavemente hacia delante. 

—Tranquila, Valeria. Solo un año. Es un acuerdo que nos beneficia a los tres —susurró, casi como si tratara de convencerla.

Blake extendió la mano hacia ella, más por protocolo que por cortesía. 

—Señorita Reverte.

Valeria colocó su mano sobre la suya. 

Fría. Firme. 

La clase de mano que no promete consuelo, sino control.

El notario comenzó a leer el contrato pactado entre el señor Reverte y el señor Blake. 

Valeria tenía ganas de llorar, pero no les daría esa satisfacción a su hermana ni a su madrastra. 

Después, el hombre leyó con voz monótona los artículos que regían el matrimonio, cada palabra sonando más a cláusula que a promesa.

—Cuando estén listos, pueden firmar —anunció finalmente.

El sonido de la pluma sobre el papel fue el único ruido en la sala. 

Una línea, una rúbrica, y su destino quedó sellado. 

Sin anillos. Sin aplausos. Sin beso.

Solo un silencio tan pulcro que dolía.

Blake fue el primero en estampar su firma sobre el contrato y el acta matrimonial. 

Lo siguió Valeria, con un nudo en la garganta. 

Después su padre, con la misma sonrisa satisfecha que solía mostrar al cerrar un buen negocio. 

Los abogados firmaron, el notario rubricó… 

y, por supuesto, su odiosa hermana y su madrastra permanecieron allí, observando con deleite cómo era vendida ante sus propios ojos.

Un par de botellas de champán se descorcharon para celebrar la “unión”. Las copas tintinearon como si celebraran un ascenso, no una boda. 

Valeria sostuvo su copa sin ganas; el líquido le supo al trago más amargo de su vida. 

Blake, en cambio, solo bebió un sorbo antes de despedir con cortesía a los presentes. 

A todos, menos a su nueva esposa.

—Que disfrutes tu noche de bodas, hermanita —se despidió Sofía con una sonrisa envenenada.

Valeria no lo dudó. 

Le lanzó el ramo directo a la cara. 

—Uy, perdón —dijo con una sonrisa serena—, solo quería hacer el gesto tradicional de lanzar el ramo a la siguiente en casarse.

Sofía apartó una rosa del vestido y arqueó una ceja. 

—Tranquila, lo seré… y tú me ayudarás con la ceremonia.

Valeria no respondió. El brillo gélido en su mirada bastó.

Cuando la puerta se cerró y el silencio regresó, Blake la observó con media sonrisa. 

—Puedes sentarte donde quieras. Tengo algunos asuntos que resolver.

Valeria recorrió el despacho con la mirada. 

El espacio decía más de él que cualquier palabra: sobrio, funcional, elegante sin caer en el exceso. 

Los muebles de líneas rectas contrastaban con el enorme ventanal que dominaba la ciudad. 

El único toque de color era un acuario iluminado, lleno de corales y peces tropicales. 

Valeria los contempló durante un rato, hipnotizada. 

Hermosos, brillantes… y prisioneros. Como ella.

Unos golpes en la puerta la hicieron girar.

—Pasa, Daniel —ordenó Blake.

Un joven alto, de unos veintitantos, entró con una cinta métrica colgada al cuello y una tablet en la mano.

—Este es Daniel, mi asistente —dijo Blake, volviéndose hacia ella—. Daniel, te presento a Valeria, la nueva señora Blake. Toma sus medidas y trae algo más cómodo para pasar el día aquí. Comeremos dentro de un rato.

Valeria lo miró sorprendida. No había dicho nada sobre el vestido, pero la idea de quitárselo era casi un alivio.

—Y dile a alguien que traiga una tablet o un portátil para que pueda entretenerse —añadió Blake antes de mirarla de nuevo—. 

¿Deseas algo más… cariño?

El “cariño” sonó más a duda que a afecto, pero en su torpeza hubo algo casi humano. 

Por primera vez desde el desastre de su boda, Valeria sonrió.

—Una tablet estará bien… amor —respondió, imitando su tono—. 

Y, si no es mucho pedir, un bolso discreto para guardar mi cartera cuando salgamos a comer.

Blake la sostuvo la mirada un segundo. 

Luego asintió, con una media sonrisa apenas perceptible. 

Por un instante, el hielo de la sala pareció romperse.

—Me alegra que seas mi esposa —dijo con voz tranquila—. 

No habría querido a tu hermana… ni siquiera aunque eso significara perder el contrato.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, más pesadas que el silencio. 

Valeria apenas respiró. 

¿Qué sabía realmente de ella y de Sofía?

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