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Capítulo 06 — Una sola cama

Valeria tuvo que reconocerlo, aunque le pesara: Leonard tenía un gusto impecable. 

El vino era perfecto, la comida equilibrada y el ambiente… tan calculado que resultaba imposible saber si realmente lo había hecho por ella o simplemente era su manera habitual de vivir. 

Le reventaba admitirlo, pero en aquella mesa todo estaba exactamente en su lugar.

Cuando regresaron a la oficina, descubrió que su vestido de novia y las bolsas con la ropa que Daniel había comprado ya no estaban allí. 

Leonard, sin levantar la vista de su móvil, zanjó el asunto con naturalidad: 

—Ordené que las llevaran a la mansión. No tenía sentido cargar con ellas después.

La palabra mansión le sonó más a sentencia que a hogar. 

Sin embargo, no dijo nada.

El resto de la tarde transcurrió en un silencio funcional. 

Leonard se sumergió de nuevo en sus tareas, revisando informes y hablando por teléfono con esa calma autoritaria que lo caracterizaba. 

Valeria, instalada en uno de los sofás, intentó distraerse devorando una novela romántica en una de las aplicaciones más populares de lectura.

Resultaba irónico. 

Leía sobre amores imposibles, sobre mujeres que encontraban refugio en brazos de hombres que las protegían… mientras ella compartía techo con uno que podría destruirla con una sola palabra.

A las seis y media, Leonard guardó los documentos, se puso la chaqueta y dijo simplemente: 

—Nos vamos a casa.

“Casa.” 

Otra palabra que pesaba demasiado.

El trayecto en coche fue silencioso. 

Leonard conducía sin prisa, con esa precisión metódica que parecía extenderse a todo lo que hacía. 

Valeria miraba por la ventanilla, sin saber si el camino la llevaba a un hogar… o a otra jaula.

Cuando el coche atravesó las verjas de la mansión Blake, no sintió sorpresa. 

El lujo no era nuevo para ella; lo que sí era distinto era la atmósfera. 

La casa no desprendía calidez, sino una elegancia fría, casi clínica. 

Todo estaba perfectamente ordenado, pero sin alma.

La puerta principal se abrió antes de que Leonard tocara el timbre. 

Una mujer de unos cincuenta años, uniforme impecable y rostro de mármol, los esperaba en el vestíbulo.

—Bienvenido, señor Blake —dijo con una leve inclinación de cabeza. Luego sus ojos se posaron en Valeria—. Y esta debe de ser la señora… Blake.

La pausa antes del apellido fue tan breve como venenosa.

—La señora Blake —repitió Leonard, subrayando el título con una mirada helada.

La mujer —seguramente el ama de llaves— bajó la vista con falsa humildad. 

—Por supuesto, señor. Prepararemos la cena. La habitación principal ya está lista.

Valeria percibió la frialdad detrás de cada palabra, el juicio silencioso que no necesitaba expresarse. 

Podía adivinar perfectamente de qué lado estaba aquella mujer. 

Seguro que había sido la sombra de Catalina en esa casa… o de alguna de las otras que, según Leonard, habían tenido “más posibilidades”.

Mientras lo seguía escaleras arriba, sintió que los muros, por lujosos que fueran, se cerraban un poco más a cada paso. 

Seda, oro, mármol… nada de eso disimulaba el eco metálico de una jaula.

En la tercera planta, Leonard abrió una doble puerta y se apartó para dejarla pasar. 

—Esta es nuestra habitación —anunció con la serenidad de quien presenta un territorio conquistado.

Valeria contuvo el aliento. 

No esperaba impresionarse, pero lo hizo. 

La estancia era descomunal: una cama con dosel, tan grande que podría haber albergado un reino entero; una zona de lectura, un escritorio junto al ventanal, dos vestidores y un baño que eclipsaba cualquier suite de hotel. 

Una terraza privada completaba el escenario, con jacuzzi y una pequeña piscina que reflejaba la luz de la tarde.

Y, aun así, lo único que veía era una sola cama.

El pulso le dio un salto. 

La belleza del lugar se disolvió en una sensación espesa, casi eléctrica. 

Su garganta se secó antes de poder hablar. 

—Muy bonita —dijo por fin, con un hilo de voz—. Pero… ¿dormiremos en la misma cama?

Leonard la miró con calma. 

—Por supuesto, Val. Eres mi esposa en todos los sentidos.

La frase le golpeó el estómago como una piedra. 

“En todos los sentidos.” 

Hasta ese momento no había querido pensar en las implicaciones reales de aquel matrimonio. 

¿Sexo? ¿Intimidad? ¿Entrega? 

El simple pensamiento la desarmaba.

Tragó saliva. 

No le desagradaba él, y lo sabía. 

Pero la idea de que pudiera tocarla sin haber cruzado todavía una palabra que no sonara a contrato la aterraba.

Leonard pareció leerle el pensamiento. 

Se acercó un paso, lo justo para que ella percibiera el perfume amaderado que empezaba a asociar con él. 

—No te asustes —dijo con voz baja, casi amable—. Esta noche no habrá sexo.

Valeria lo miró, desconcertada. 

El tono era tranquilizador, pero en su serenidad había algo inamovible, una autoridad que no necesitaba imponerse.

—Entiendo que necesitas tiempo… o tal vez un poco de vino —añadió con una media sonrisa, como si pretendiera suavizar la tensión—. 

Pero no voy a permitir que nadie chismorree diciendo que no dormimos en la misma cama.

Ella respiró hondo. No sabía si debía sentirse aliviada o prisionera de nuevo. Quizá ambas cosas. 

Antes de que pudiera responder, Leonard se puso en pie y ajustó la chaqueta con ese gesto elegante y preciso que parecía haber practicado toda la vida.

—Ven, bajemos al comedor. La cena debe estar lista.

El comedor de la mansión Blake era tan imponente como el resto de la casa. 

Una mesa alargada de madera oscura dominaba la estancia, bañada por la luz dorada de un candelabro de cristal. 

Dos criados esperaban de pie junto a la pared, tan quietos que parecía que respiraban solo cuando se les daba permiso.

Leonard le retiró la silla con cortesía medida, sin una pizca de calidez, y ambos se sentaron frente a frente. 

Entre ellos se extendía no solo la mesa, sino una distancia más profunda: la de dos desconocidos unidos por un contrato.

El primer plato llegó acompañado de una botella de vino que Leonard descorchó personalmente. 

El sonido del corcho al salir rompió el silencio con un eco casi simbólico. 

Sirvió una copa para ella y otra para sí mismo.

—Por nuestra nueva vida —dijo, alzando el cristal.

Valeria dudó un instante, pero acabó imitando su gesto. 

El tintineo de las copas resonó en la habitación como un pacto susurrado entre sombras.

Comieron sin apenas hablar. 

De vez en cuando, Leonard la observaba, y Valeria no sabía si aquella mirada la incomodaba o la protegía. 

El vino era cálido, y poco a poco fue relajándole los hombros, disolviendo el nudo de tensión que la acompañaba desde la boda.

Cuando el servicio se retiró, Leonard se levantó con la misma serenidad con la que había empezado todo. 

Extendió la mano hacia ella.

—Ven. Es hora de descansar.

No lo dijo como una orden, pero tampoco sonó a invitación. 

Valeria lo siguió por las escaleras, el pulso acelerado, el vino ardiéndole en la garganta y un vértigo extraño en el pecho.

Más tarde, ya en la habitación, se cambió en el baño y salió con un pijama de seda que reflejaba la luz tenue de las lámparas. 

Intentó convencerse de que todo aquello era normal: un matrimonio, una habitación, una cama. Nada más. Pero el corazón no entendía de contratos.

Se metió bajo las sábanas, respirando despacio, hasta que oyó el agua detenerse y el sonido de la puerta al abrirse. 

Leonard salió del baño con el torso desnudo, el cabello húmedo y solo el pantalón puesto. 

El vapor lo seguía como una sombra.

Cruzó la habitación en silencio. 

Cada paso parecía medir el aire entre ambos, pesado, cargado de algo que Valeria no sabía si era miedo o deseo.

Cuando apoyó una rodilla sobre el colchón, ella sintió que el corazón se le escapaba del pecho. 

Leonard avanzó lentamente, sin apartar la mirada. 

Su respiración se mezcló con la de ella, y por un instante el mundo se redujo al sonido de dos pulsos desbocados.

Y entonces…

(…)

Valeria cerró los ojos, sin saber si debía esperar o rezar.

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