Debía haber sido el día más feliz de su vida. El sueño de cualquier niña bien. La boda del año. Y, sin embargo, Valeria Reverte avanzaba por la nave de la catedral con la sensación de estar caminando hacia su propia ejecución. El incienso quemaba en el aire mezclado con olor a cera y a rosas blancas. La luz del mediodía atravesaba las vidrieras y pintaba el mármol con destellos dorados y azules. Cada paso hacía crujir el vestido, un susurro caro, casi obsceno. Los tacones golpeaban la piedra con un eco hueco, implacable. A ambos lados, la crema de la sociedad se giraba para mirarla: políticos, empresarios, celebridades. Sonrisas perfectas, trajes impecables, miradas hambrientas de espectáculo. Al fondo, cámaras de televisión y fotógrafos disparaban sin descanso. Flashes, relámpagos blancos dentro del templo. —La novia más hermosa del país… —había escuchado en la radio aquella mañana. —La unión de dos familias poderosas —habían repetido todos. La novia perfecta. El cuento perfecto
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