Debía haber sido el día más feliz de su vida, el sueño que toda niña bien había imaginado desde pequeña. Sin embargo, aunque todo era perfecto, ella se sentía miserable. El aire olía a incienso, cera derretida y a las rosas blancas que inundaban el espacio. Las vidrieras filtraban la luz del mediodía y proyectaban destellos dorados y azules sobre las losas de mármol. Cada paso que daba hacía crujir su vestido, un sonido leve, casi como el suspiro de una prenda demasiado cara para ser real. Los tacones resonaban con un eco hueco, implacable, marcando el compás de una marcha que se sentía como una ejecución. A ambos lados del pasillo, las miradas se alzaban hacia ella con la curiosidad de quienes presencian un espectáculo. Políticos, empresarios, celebridades de la alta sociedad: todos perfectamente vestidos, perfectamente sonrientes. En el fondo, un ejército de cámaras de televisión, fotógrafos y periodistas tomaba cada ángulo posible. El brillo de los flashes era tan constante que a
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