Mundo de ficçãoIniciar sessãoValeria no se detuvo al llegar a casa. No quería escuchar una sola palabra más sobre lo “afortunada” que era Sofía, ni sobre cómo Ethan había “hecho lo correcto” al decidir casarse con su hermana. Le dolía la excusa de su padre para suspender la boda, pero aún más le dolía ver cómo su mentira empezaba a tomar forma de verdad.
En apenas una semana, el rumor habría mutado. Algunos olvidarían el escándalo; otros jurarían que Valeria había estado engañando a Ethan con varios hombres. Su iPhone, sobre la mesita de noche, vibraba sin descanso. Cada mensaje nuevo era una burla, un insulto o una lección moral disfrazada de condolencia.
Ni una sola palabra de apoyo. ¿Y por qué habría de haberla? Ella había quedado como la infiel, la puta de la alta sociedad.
Durante tres días, su rutina fue un castigo. Desayunaba, comía y cenaba bajo el mismo guion: Sofía, entre risas, relatando lo “increíble” que sería su boda con Ethan; su madrastra llamándola estúpida por haber manchado el apellido familiar; y su padre… su padre solo asentía, mascando su decepción y lamentando que ahora sería imposible conseguirle un “matrimonio provechoso”.
Valeria tragaba cada palabra como veneno. Nadie en esa casa parecía recordar que ella había sido la traicionada. Nadie quería hacerlo. El silencio que le exigían no era cortesía: era castigo.
Las noches eran aún peores. Oía a lo lejos risas, conversaciones, la vida familiar continuando sin ella. La casa entera la ignoraba. Caminaba por los pasillos y las miradas del servicio se apartaban, incómodas, como si temieran contagiarse de su desgracia. Sofía la miraba pasar siempre con una sonrisa torcida, disfrutando abiertamente de cada fragmento de su caída. Su madrastra ni siquiera la insultaba ya; la indiferencia era aún peor.
Hasta que Blake llegó el miércoles.
Un par de golpes secos sonaron en la puerta de su habitación.
—¡Déjame en paz, Sofía! ¡Ya me has robado lo que más quería! —gritó Valeria, esperando otra provocación.
Pero la que entró no era Sofía. Era una de las jóvenes del servicio, nerviosa, las manos temblando ligeramente mientras sujetaba el pomo.
—Lo siento, señorita Valeria, pero su padre pide que baje a su despacho. Dice que vaya arreglada… y que no tarde más de cinco minutos.
Valeria inspiró despacio. Su padre rara vez la convocaba con tan poca cortesía; aquello no era una simple reprimenda. ¿Qué nueva humillación había preparado ahora?
Se lavó la cara, peinó el cabello en una cola alta y se puso el primer vestido que encontró. El espejo le devolvió una imagen apagada, sin brillo. Mientras bajaba las escaleras, el silencio de la casa le pareció más pesado que nunca. Tenía la sensación de que algo estaba a punto de romperse —y no necesariamente dentro de ella.
Al abrir la puerta del despacho, lo entendió todo.
Frente a su padre, un hombre aguardaba sentado, con la calma absoluta de quien no necesita demostrar poder porque lo encarna. Su presencia inclinaba el aire, como si cada objeto del despacho hubiese adoptado una postura para complacerlo. Tendría poco más de treinta años, quizá menos, pero su expresión era la de un hombre que había negociado con ministros, no con familias.
La chaqueta del traje —azul medianoche, cortada a medida— se ajustaba a unos hombros firmes y a una postura impecable. Nada en él parecía fuera de lugar. Ni un hilo fuera de sitio, ni un gesto de duda.
Tenía el cabello oscuro, ligeramente despeinado, como si el viento hubiera tenido el atrevimiento de rozarlo y él simplemente lo hubiese permitido. Sus ojos azules —fríos, analíticos, insondables— no pedían atención; la reclamaban sin esfuerzo. Valeria sintió algo que no había sentido nunca: la sensación de estar frente a alguien que podía cambiar su vida con una sola frase.
Una tercera silla estaba colocada frente al escritorio, junto a ese hombre cuya presencia parecía demasiado impecable para pertenecer al mundo real. Esa silla era para ella.
—Valeria, te dije arreglada —soltó Salvador con una impaciencia disimulada.
Ella bajó la mirada.
—Lo siento, padre. También me dijeron cinco minutos. No tuve tiempo para ducharme, maquillarme, peinarme y vestirme. Si hubiera sabido que tenías un invitado tan distinguido, al menos habría intentado ponerme una base y algo de pintalabios.
El comentario no era insolente, pero rozaba el límite de lo permitido. Blake lo notó. Salvador lo ignoró.
—Bueno, señor Blake —dijo su padre, con una sonrisa seca que a Valeria le heló la sangre—, ¿qué le parece mi hija primogénita? ¿Es de su agrado?
Un silencio pesado cayó sobre el despacho. Valeria sintió que la habitación se hacía más pequeña.
¿La estaba ofreciendo? ¿Así? ¿Sin explicación? ¿Sin advertencia?
Blake apoyó los codos en los reposabrazos y la estudió con la calma de quien evalúa no solo a una persona, sino a una inversión.
Valeria se sintió desnudada, pero a la vez, por alguna extraña razón que no entendía, algo dentro de ella se estremeció. De otro hombre esa mirada le hubiera asqueado, pero ¿qué chica no estaría con mariposas en el estómago si esa mirada venía de un hombre como este?
—Es joven, es bella y parece… delicada. ¿Inteligente? —preguntó con una sonrisa apenas visible.
Valeria no supo reaccionar a las palabras de Blake; por un lado la estaba halagando, pero ¿cómo podía poner en duda su inteligencia? Bueno, había confiado en el impresentable de Ethan y su hermana Sofía.
—Está terminando una doble carrera. Sus notas son excelentes —respondió Salvador, recitando su vida como si estuviera leyendo la etiqueta de un producto—. Además, si se mantiene casada con usted al menos un año, obtendrá un cinco por ciento del accionariado del grupo Reverte.
La confirmación la golpeó como una bofetada: su padre la estaba vendiendo.
Blake se levantó y caminó hacia ella. Cada paso resonaba como si marcara un destino inevitable. Se detuvo frente a ella y alzó la mano. Un solo dedo bajo su barbilla bastó para que Valeria sintiera que todo su cuerpo entraba en tensión.
Sus ojos azules se clavaron en los suyos. No había compasión. No había juicio. Solo evaluación.
Ella no se movió, aunque una parte de ella —traicionera y ajena— respondió a su proximidad, olvidando por un instante toda la fortaleza que pretendía mostrar.
Cuando retiró la mano, Valeria inhaló sin querer.
Blake volvió a su asiento.
—Pero corren rumores —dijo con naturalidad— de que se quita las bragas ante cualquier stripper.
Ella sintió un latigazo de rabia pura.
—Esos rumores son falsos. Soy virgen.
El silencio se tensó como acero. Valeria se acababa de dar cuenta de que en ese momento en el cual estaba siendo vendida, a lo mejor pedía una prueba. Trató de buscar un argumento para apoyar su afirmación y nada mejor a la realidad.
—Mi hermana y Ethan están enamorados —añadió, conteniendo el temblor—, y fue la única forma que encontramos para cancelar la boda y que ellos pudieran casarse.
Blake la observó un segundo más. No era empatía lo que asomaba en su mirada, pero sí el reconocimiento de que aquella mujer tenía más carácter del que le habían descrito.
Se recostó en la silla.
—Entonces, para dejarlo claro… si acepto cargar con su hija durante un año, ¿usted me facilitará el contrato del nuevo caza?
—Exactamente —respondió Salvador.
Valeria sintió un vuelco en el estómago. Hablar de “cargar con ella” la convertía en un estorbo con piernas. El atractivo de este hombre desapareció de pronto para ella.
—¿Y después del año? —preguntó Blake.
—Si decide conservarla —dijo Salvador, como si hablara de un arrendamiento—, me cederá el derecho a voto del cinco por ciento de las acciones que serán suyas por herencia.
La humillación la golpeó de lleno.
—¿Y yo? —dijo alzando la voz—. ¿No puedo opinar?
Blake sonrió. Muy poco, pero la sonrisa existió.
—Un marido que vale más que Ethan —replicó Salvador, condescendiente—. Y acciones suficientes para vivir cómodamente. Pero si no estás de acuerdo, puedes irte mañana mismo. Sin un euro.
Valeria supo que era cierto. No tenía salida.
Respiró hondo.
—De acuerdo. Estaré en mi habitación. Pueden venderme y trasladarme a mi nueva prisión cuando gusten.
Su voz no tembló. Eso sorprendió incluso a Blake.
Ella salió sin mirar atrás. El eco gélido de sus tacones quedó flotando en el aire hasta que la puerta se cerró, pero sus lágrimas no quisieron quedarse dentro de sus ojos mientras caminaba de vueltita a su habitación.
Blake la siguió con la mirada hasta que había desaparecido; luego se volvió hacia Salvador.
—Me gusta su hija —dijo con voz baja, casi pensativa—. Tiene carácter.
Salvador rió por lo bajo.
—Solo espero que se le pase pronto.
Blake no respondió. Solo tomó el contrato, lo revisó con precisión quirúrgica y estampó su firma.
La tinta aún estaba fresca cuando el destino de Valeria Reverte quedó sellado.
Para siempre. O, al menos, durante un año.







