Mundo ficciónIniciar sesiónIsabela Herrera acepta un matrimonio sin amor para salvar a su hermano, sin imaginar que su misterioso esposo un millonario marcado por el pasado cambiará su destino. Donato Braucelli resulta ser más que un millonario. Es el heredero de una dinastía de empresarios italianos, marcado por una tragedia familiar que lo obligó a esconderse del mundo. Su rostro, desfigurado por un accidente, lo había convertido en un fantasma social. “Acepta casarte conmigo. A cambio, tendrás acceso a mi donación de médula ósea, para salvar a tu hermano y una vida que jamás imaginaste.”
Leer másLa luz fluorescente del pasillo del hospital parpadeaba de forma intermitente, como un corazón agonizante, proyectando sombras fantasmales que bailaban sobre las paredes frías. Isabela se aferraba a la superficie helada, sintiendo el diagnóstico de su hermano—urgente, irreversible—quemándole la palma de la mano como si el papel estuviera en llamas.
—Dos meses —susurró para sí misma, repitiendo las palabras del médico—. Solo le quedan dos meses. Fue entonces cuando él apareció, emergiendo de la quietud de una esquina privada como si se materializara de la penumbra misma. No era un médico, ni un administrativo, sino un hombre de traje impecable cuya silueta imponente parecía absorber la poca luz que había. Llevaba el cuello de la gabardina demasiado alto y una bufanda de seda que le ocultaba casi todo el rostro, dejando solo visibles unos ojos fríos y penetrantes, del color del hielo pulido. —Señorita Isabela Herrera —dijo con una voz baja, grave, que resonó en el silencio sepulcral del pasillo vacío. Isabela se enderezó de inmediato, sintiendo el pánico mezclado con una punzada de esperanza irracional. —¿Quién es usted? ¿Cómo sabe mi nombre? El hombre dio un solo paso hacia adelante, deteniéndose a una distancia que la hacía sentir aún más pequeña y vulnerable. —Mi nombre no es relevante, por ahora. Lo que sí importa es el nombre de su hermano, Mateo. Y su diagnóstico de leucemia mieloide aguda. La compatibilidad de médula ósea es un milagro escaso. Y usted no es compatible. Isabela sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Era un golpe bajo y certero. —Eso es... información confidencial. ¡No tiene derecho a saber eso! —Tengo todos los derechos que concede el dinero, señorita Herrera —respondió él, sin alterar su tono—. Y el conocimiento de que la vida de su hermano pende de un hilo que se está deshilachando rápidamente. Yo puedo dárselo. —¿Dar el qué? —preguntó ella, luchando por mantener la compostura mientras sus dedos se aferraban con fuerza a la pared fría. El hombre deslizó un sobre de papel grueso sobre la mesa auxiliar de acero que había entre ellos. El gesto estaba cargado de un peso abrumador. —La médula. Yo soy un donante 100% compatible. Pero la donación es solo la mitad del trato. Isabela apenas podía procesar las palabras. "Compatible" resonaba en su mente como un bálsamo y un veneno al mismo tiempo. —Lo que quiera. Pida lo que quiera. Mi sueldo, mi casa... trabajaré para usted el resto de mi vida si es necesario. El hombre permaneció inmóvil, como una estatua tallada en sombras. —No necesito su trabajo, señorita. Necesito su sí. Ella frunció el ceño, confundida. —¿Mi sí a qué? El hombre se inclinó ligeramente, sus ojos helados encontrando los de ella. El diálogo se hizo lento y pesado, cada palabra cuidadosamente medida. —Acepta casarse conmigo. Isabela soltó una carcajada seca, incrédula. —¿Casarme? ¿Es una broma macabra? ¿En medio de esto? —Es un contrato —la corrigió, su voz firme como una roca—. Un matrimonio legal, absoluto y ante la ley. A cambio, y solo a cambio, usted tendrá acceso a mi donación de médula ósea, para salvar a su hermano. Y, de paso, una vida que jamás imaginó. Lujo, seguridad, y la atención médica más especializada del mundo para Mateo. —¿Por qué? —Isabela se llevó las manos a la cabeza, como si intentara evitar que estallara—. ¿Por qué yo? ¿Por qué necesita... una esposa? Es un trato sin sentido. —Mis razones son complejas, y no las entendería —respondió él, manteniendo su postura impasible—. Solo sepa que necesito una esposa que no me ame. Una mujer sin pretensiones románticas, cuya lealtad esté atada a un compromiso más fuerte que el afecto: la supervivencia de su familia. Yo le doy la vida a Mateo. Usted me da una esposa de papel. —No sé nada de usted —murmuró Isabela, el horror y la esperanza librando una batalla campal en su interior. Miró fijamente los ojos helados del hombre, buscando alguna señal de locura o humanidad. —Mi nombre es Donato Brucelli —reveló—. Soy, por necesidad, un hombre privado. Usted me debe obediencia, discreción y lealtad contractual. Nunca amor. ¿Lo entiende? Isabela bajó la mirada, las lágrimas asomándose al borde de sus ojos mientras pensaba en el rostro pálido de Mateo en la habitación del hospital. No era una elección, sino una rendición. —¿Y si me niego? —Si se niega —dijo Donato, y por primera vez, su voz tuvo un matiz de crueldad fría—, Mateo morirá. Usted tendrá el dolor de su pérdida, y yo... buscaré otra solución para mi dilema. Pero usted habrá perdido su única oportunidad. La donación es ahora. La operación es pasado mañana. Isabela tomó el sobre con manos temblorosas. Al abrirlo, descubrió que estaba vacío. El trato era puramente verbal, pero la amenaza era tan tangible como el suelo bajo sus pies. —¿Y cómo sé que cumplirá su parte? —preguntó, alzando la vista para enfrentar su mirada gélida. —Porque mi palabra es más valiosa que cualquier contrato —respondió él—. Y porque necesito esto tanto como usted necesita salvar a su hermano. Solo que por razones diferentes. Isabela respiró hondo, sintiendo cómo su mundo se desmoronaba y se reconstruía con cimientos completamente nuevos. Levantó la cabeza, su desesperación convertida en una resignación dura como el acero. —De acuerdo. Acepto. Me casaré con usted, Sr. Brucelli. Pero si le hace daño a mi hermano... o si intenta humillarme... no importa cuán rico o poderoso sea, no va a conocerme. Una fina sonrisa, que no alcanzó sus ojos, curvó levemente la comisura de su boca oculta. —Excelente. Bienvenida a su destino, señorita Herrera. La espero mañana a las diez en el despacho de mi abogado. Ya no hay vuelta atrás. Donato se giró y se disolvió tan rápido en la penumbra del pasillo como había aparecido, dejando a Isabela sola, con el eco de sus palabras resonando y el peso de un anillo invisible en su dedo. Acababa de firmar un pacto con un fantasma, y solo el tiempo diría si había vendido su alma al diablo o si había encontrado al ángel que salvaría a su hermano.La mansión estaba en silencio, un silencio cargado y pesado que seguía a la intrusión de Lucius. Donato cerró la puerta del comedor con un golpe seco. Isabela permanecía sentada, pálida, aferrándose al borde de la mesa.—¿Eso era cierto? —su voz sonó quebrada en la vastedad de la sala—. ¿Todo esto es solo para asegurar una herencia?Donato se volvió hacia ella, su perfil recortado contra la fría luz de la luna que entraba por el ventanal.—Lucius es un mentiroso nato. Se especializa en medias verdades para envenenar pozos.—¿Y cuál es la media verdad aquí, Donato? ¡Dímelo! Tengo derecho a saber por qué he vendido mi vida.—Has intercambiado tu vida por la de tu hermano. El porqué de mi necesidad debería ser irrelevante.—¡Es completamente relevante! Ese hombre… él sabe del trato. ¿Cómo es posible?—Porque Lucius es como una rata; se cuela por las rendijas y husmea lo que no le pertenece. Pero su conocimiento es su arma, y la usará para intentar dividirnos.—¿Dividirnos? No hay un "nos
La firma en el contrato había sido solo el primer paso en un descenso surrealista a una nueva realidad. Setenta y dos horas después, como Donato había prometido, Mateo era trasladado a un centro médico privado que más parecía un hotel de cinco estrellas, con suites equipadas con la tecnología más avanzada y un personal que se movía con una discreción casi fantasmagórica. La extracción de médula de Donato se realizó en la absoluta privacidad de otra ala del mismo edificio, un proceso del que Isabela no fue testigo, pero cuyo resultado fue tangible: la esperanza, fría y clínica, que ahora goteaba en la vena de su hermano.Isabela se instaló en una de las habitaciones para familiares, un espacio lujoso y estéril que no lograba calar el frío que llevaba dentro. Pasó los días siguientes al lado de Mateo, observando, con un temor reverencial, los primeros y tenues signos de mejoría. El color regresaba lentamente a sus mejillas, y su respiración perdía aquel silbido angustiante. Cada sonrisa
El eco de los pasos de Donato se desvaneció mucho antes de que el sonido dejara de retumbar en los oídos de Isabela. Se quedó paralizada, apoyada contra la pared fría, el tacto áspero del yeso siendo el único ancla a una realidad que se había desintegrado en cuestión de minutos. Dos meses. La palabra del médico. Y luego, la de él: Compatible. Un salvavidas arrojado desde las sombras, atado a una cadena de un peso insondable.Miró sus manos vacías. El sobre había estado vacío, un símbolo perfecto de un trato que no existía en papel, sino en la frágil integridad de un extraño. Un escalofrío más profundo que el del aire acondicionado del hospital le recorrió la espina dorsal. ¿Acababa de vender su futuro a un hombre cuyo rostro ni siquiera había visto por completo?Sin pensarlo, sus pies la llevaron de vuelta a la habitación 304. Al empujar la puerta, el mundo recuperó un tenue hilo de normalidad. Mateo dormía, su respiración un leve silbido contra el suave zumbido de los monitores. Su r
La luz fluorescente del pasillo del hospital parpadeaba de forma intermitente, como un corazón agonizante, proyectando sombras fantasmales que bailaban sobre las paredes frías. Isabela se aferraba a la superficie helada, sintiendo el diagnóstico de su hermano—urgente, irreversible—quemándole la palma de la mano como si el papel estuviera en llamas.—Dos meses —susurró para sí misma, repitiendo las palabras del médico—. Solo le quedan dos meses.Fue entonces cuando él apareció, emergiendo de la quietud de una esquina privada como si se materializara de la penumbra misma. No era un médico, ni un administrativo, sino un hombre de traje impecable cuya silueta imponente parecía absorber la poca luz que había. Llevaba el cuello de la gabardina demasiado alto y una bufanda de seda que le ocultaba casi todo el rostro, dejando solo visibles unos ojos fríos y penetrantes, del color del hielo pulido.—Señorita Isabela Herrera —dijo con una voz baja, grave, que resonó en el silencio sepulcral del
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