Capítulo 1

El eco de los pasos de Donato se desvaneció mucho antes de que el sonido dejara de retumbar en los oídos de Isabela. Se quedó paralizada, apoyada contra la pared fría, el tacto áspero del yeso siendo el único ancla a una realidad que se había desintegrado en cuestión de minutos. Dos meses. La palabra del médico. Y luego, la de él: Compatible. Un salvavidas arrojado desde las sombras, atado a una cadena de un peso insondable.

Miró sus manos vacías. El sobre había estado vacío, un símbolo perfecto de un trato que no existía en papel, sino en la frágil integridad de un extraño. Un escalofrío más profundo que el del aire acondicionado del hospital le recorrió la espina dorsal. ¿Acababa de vender su futuro a un hombre cuyo rostro ni siquiera había visto por completo?

Sin pensarlo, sus pies la llevaron de vuelta a la habitación 304. Al empujar la puerta, el mundo recuperó un tenue hilo de normalidad. Mateo dormía, su respiración un leve silbido contra el suave zumbido de los monitores. Su rostro, pálido y demarcado por la batalla silenciosa que libraba su cuerpo, pareció ser lo único real en la delirante noche. Isabela se acercó y tomó su mano, notando la fragilidad de sus dedos entre los suyos.

—Lo siento, hermanito —susurró, su voz quebrada por un sollozo contenido—. He hecho algo... algo que quizá no entiendas. Pero es por ti. Todo siempre ha sido por ti.

Pasó la noche en una incómoda butaca de plástico, velando su sueño, cada suspiro de Mateo reforzando la brutal resolución que había tomado. La duda y el miedo eran lujos que no podía permitirse.

La mañana llegó con la intrusión práctica de las enfermeras y el desayuno insípido. Mateo despertó con más lucidez de la habitual.

—Tienes cara de haber visto un fantasma, Bella —dijo, con una sonrisa débil que le partía el corazón.

Más bien, he hecho un trato con uno, pensó ella.

—No he dormido bien, nada más. Preocupada por mi chico favorito.

—No deberías estarlo. Estoy bien —mintió él, con una valentía que la desgarraba.

Antes de que pudiera responder, su teléfono vibró con un mensaje de un número desconocido. Una dirección en el distrito financiero y las palabras: “10:00 a.m. No se retrase.” No había firma, pero no hacía falta ninguna. El reloj marcaba las 9:15.

—Tengo que irme un par de horas, Mateo. Asuntos del trabajo —mintió de nuevo, sintiendo la acidez de la falsedad en la lengua.

—Ve. No soy un bebé.

La salida de la habitación fue la caminata más larga de su vida. Cada paso que la alejaba de él sentía como una traición, una rendición a la insensatez del pacto nocturno.

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El despacho de abogados estaba en el piso más alto de una torre de cristal que parecía arañar el cielo gris de la ciudad. Todo era vidrio pulido, acero cepillado y un silencio tan profundo que ahogaba el sonido de sus pasos sobre la gruesa alfombra. Una secretaria imperturbable la guio hasta una sala de juntas donde Donato ya la esperaba.

Hoy, a la luz del día que se filtraba por la ventana panorámica, parecía aún más intimidante. Había bajado el cuello de su gabardina y se había quitado la bufanda, revelando una mandíbula fuerte y angular, marcada por una cicatriz tenue que le recorría la mejilla hasta la línea de la mandíbula. Sus ojos, del color del hielo en un día despejado, la examinaron con una frialdad que la desvistió de cualquier confianza residual. No estaba sola. Un hombre de mediana edad, de traje impecable y gestos precisos, se presentó como el Sr. Valdez, su abogado.

—Señorita Herrera, un placer —dijo Donato, su voz tan grave y controlada como la noche anterior. No era una cortesía; era una constatación.

—¿Dónde está el contrato? —preguntó Isabela, omitiendo cualquier saludo, decidida a mostrar una fortaleza que no sentía.

El Sr. Valdez deslizó una carpeta de cuero hacia ella. Era delgada, sorprendentemente. Isabela la abrió y comenzó a leer, sus ojos escaneando las cláusulas con creciente incredulidad.

—“La unión conyugal tendrá una duración mínima de dos años”, —leyó en voz alta, su tono cargado de ironía—. “Transcurrido este plazo, la señora Herrera recibirá una suma de diez millones de euros y la plena disolución del vínculo, sin derecho a reclamaciones posteriores.” Suena más a una condena que a un matrimonio.

—Es un acuerdo de negocio —respondió Donato, reclinado en su silla—. Los plazos y los beneficios están claramente definidos. No hay lugar para malentendidos sentimentales.

Isabela continuó, su dedo tembloroso señalando otra línea.

—“La señora Herrera se compromete a residir en la propiedad designada por el Sr. Donato, a acompañarlo en eventos sociales que él determine y a mantener la más estricta discreción sobre los términos de este acuerdo.” ¿Prisionera y actriz?

—Esposa y socia —la corrigió él—. Su vida será cómoda. Tendrá acceso a cuentas ilimitadas para sus gastos personales y para cualquier necesidad médica de Mateo. Lo único que le pido a cambio es su presencia y su silencio.

—¿Y esto? —su voz casi se quebró al llegar a la cláusula final—. “Cualquier incumplimiento por parte de la señora Herrera, incluyendo la revelación del acuerdo o la negativa a cumplir con sus obligaciones públicas, resultará en la inmediata terminación del contrato y la cesación de toda obligación por parte del Sr. Donato, incluyendo la donación de médula ósea.” Así que si me porto mal, mi hermano muere. Lo dice con otras palabras, pero es eso.

Donato se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa pulida. La intensidad de su mirada era casi física.

—Lo dice con las palabras precisas de un contrato legal, señorita Herrera. La vida no ofrece garantías. Yo le estoy ofreciendo una. La supervivencia de Mateo a cambio de dos años de su libertad. Es un trueque más justo de lo que cree.

El abogado, Valdez, carraspeó incómodo.

—Señorita, todo está redactado para proteger a ambas partes. El Sr. Brucelli también asume compromisos financieros y legales considerables.

—¿Por qué? —preguntó Isabela, ignorando al abogado y clavando la mirada en Donato—. Necesito una razón. Una verdadera. No me voy a levantar de esta silla sin ella. ¿Por qué necesita comprar una esposa? Un hombre como usted podría tener a cualquiera.

Donato guardó silencio durante un largo momento, sus ojos helados evaluándola. Parecía sopesar cuánto revelar.

—Mi mundo no es el suyo, Bella —dijo, y que usara su apodo que Mateo tanto decía le produjo un escalofrío—. Hay... presiones. Herencias que exigen la imagen de una vida estable, un matrimonio. Alianzas que se fortalecen con la apariencia de normalidad. Necesito una esposa que entienda que esto es una transacción, que no espere amor ni intimidad. Que no se... encariñe. Usted, con su hermano como prioridad absoluta, es perfecta. No me quiere. Y yo no la quiero a usted. Es la base más sólida para un acuerdo como este.

Era una razón cínica, fría, pero tenía una lógica retorcida. Era un escudo humano. Una pieza en un tablero de ajedrez que ella no podía ver.

—¿Y durante esos dos años? —preguntó, su voz apenas un hilo de sonido—. ¿Qué se espera de mí, exactamente?

—Residencia. Apariencia. Discreción —enumeró él, como si leyera una lista de la compra—. Vivirá en mi casa. Asistirá a mis eventos. Hará creer al mundo que somos una pareja feliz y comprometida. En privado, su vida es suya, siempre y cuando no interfiera con nuestras obligaciones públicas.

Isabela miró el contrato, las frías líneas de texto que delineaban los próximos dos años de su existencia. Miró la cicatriz en el rostro de Donato, una historia de violencia que no conocía. Miró sus ojos, que prometían una vida de fría opulencia a cambio del alma de su hermano.

Tomó la pluma que el abogado le ofrecía. Pesaba como un yunque.

—Mateo será operado de inmediato. Eso no se negocia —dijo, con una firmeza que no sabía que poseía.

—Los preparativos para la extracción de médula ya están en marcha. La operación de Mateo será en setenta y dos horas. Mi palabra es lo único que tiene, Isabela. Y es más que suficiente.

Con una mano que apenas temblaba, Isabela Herrera firmó el documento. La tinta azul selló su destino, transformándola de hermana desesperada a la Sra. Donato, una esposa comprada, atrapada en una jaula de oro y sombras, con la frágil vida de su hermano balanceándose en el hilo de la palabra de un hombre que era, para todos los efectos, un perfecto extraño.

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