Capítulo 3

La mansión estaba en silencio, un silencio cargado y pesado que seguía a la intrusión de Lucius. Donato cerró la puerta del comedor con un golpe seco. Isabela permanecía sentada, pálida, aferrándose al borde de la mesa.

—¿Eso era cierto? —su voz sonó quebrada en la vastedad de la sala—. ¿Todo esto es solo para asegurar una herencia?

Donato se volvió hacia ella, su perfil recortado contra la fría luz de la luna que entraba por el ventanal.

—Lucius es un mentiroso nato. Se especializa en medias verdades para envenenar pozos.

—¿Y cuál es la media verdad aquí, Donato? ¡Dímelo! Tengo derecho a saber por qué he vendido mi vida.

—Has intercambiado tu vida por la de tu hermano. El porqué de mi necesidad debería ser irrelevante.

—¡Es completamente relevante! Ese hombre… él sabe del trato. ¿Cómo es posible?

—Porque Lucius es como una rata; se cuela por las rendijas y husmea lo que no le pertenece. Pero su conocimiento es su arma, y la usará para intentar dividirnos.

—¿Dividirnos? No hay un "nosotros" que dividir. Solo hay un contrato.

—Exactamente. Y ese contrato se basa en la apariencia de una unión sólida. Si Lucius logra sembrar dudas en ti, si logra que flaquees, todo se desmorona. ¿Crees que me preocupo por tu confianza? No. Me preocupo por tu obediencia.

—¿Y si no quiero obedecer? ¿Si decido que prefiero arriesgarme antes que vivir con este engaño?

Donato cruzó la sala en tres pasos largos, plantándose frente a ella. Su proximidad era abrumadora.

—Entonces recuerda la cláusula de terminación. Cesación de toda obligación, incluyendo la atención médica de Mateo. ¿Estás dispuesta a jugar a la ruleta rusa con la vida de tu hermano por tu orgullo herido?

—¡No es solo orgullo! Es mi libertad, mi dignidad.

—La dignidad es un lujo que no te puedes permitir. La libertad que conociste se acabó. Tu nueva libertad existe dentro de los límites de nuestro acuerdo. Acepta eso, o la caída será dolorosa para ambos, pero catastrófica para Mateo.

—Eres un monstruo.

—Soy un pragmático. Y tú firmaste con un pragmático, no con un romántico. Mañana, en la recepción, Lucius estará allí. Observará cada uno de tus movimientos, escuchará cada una de tus palabras, buscando una grieta.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que finja felicidad eterna mientras tu primo me mira como si fuera su próxima presa?

—Quiero que actúes. Sonríe cuando te toque. Respóndeme con amabilidad cuando te hable. Apóyate en mi brazo como si lo desearas. Hazles creer a todos, y especialmente a Lucius, que estás aquí por voluntad propia, embelesada por el poder y la riqueza.

—Nunca podré fingir eso.

—Sí, podrás. Porque cada vez que Lucius te mire, cada vez que sientas ganas de huir, recordarás la cara de Mateo en ese hospital. Y encontrarás la fuerza. La desesperación es un combustible muy potente, Isabela. Aprenderás a usarlo.

—¿Y qué ganas tú con esto, Donato? ¿Realmente todo este circo vale una fortuna?

—No se trata solo del dinero. Se trata de legado. De poder. De evitar que alguien como Lucius ponga sus manos sucias en algo que no merece. Yo construí esto, yo lo protegí. Este matrimonio es la última pieza para asegurarme de que todo permanezca como debe ser.

—Utilizas a las personas como piezas.

—Y tú me utilizas a mí como donante de médula. No nos pintemos de virtuosos. Esto es una transacción. Mañana, cumple con tu parte de la transacción.

—¿Y si fallo?

—No puedes permitirte fallar. Si Lucius detecta la más mínima debilidad, se abalanzará. Y no sobrevivirás a su juego. Él no se conforma con destruir contratos; le gusta destruir personas. Yo, al menos, te ofrezco un trato claro. Él solo ofrece caos.

—Me estás pidiendo que elija entre dos males.

—Te estoy recordando que ya elegiste. Ahora, vive con tu decisión. O muere con ella. La opción, en el fondo, sigue siendo tuya.

Donato se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, dejándola con el eco de sus palabras, un recordatorio brutal de que la jaula no tenía barrotes visibles, pero sus paredes eran tan sólidas como el acero y tan frías como el hielo de sus ojos. La batalla no sería contra él, sino a su lado, y el enemigo ya estaba dentro de las murallas.

La noche de la recepción, la mansión se transformó en un escenario de lujo y luz. Cientos de velas parpadeaban reflejadas en suelos de mármol pulido, y el murmullo de voces elegantes llenaba el aire, pesado con el aroma de flores exóticas y perfume caro. Isabela, ataviada con un vestido de noche de seda color ébano que Donato había elegido para ella, se sentía como un animal de exposición, disecado y puesto en display.

Donato apareció a su lado en lo alto de la escalera, impecable en un esmoquin que parecía fundido a su cuerpo. Le ofreció el brazo, su gesto una orden disfrazada de cortesía.

—Recuerda —murmuró sin mirarla, su sonrisa para la audiencia below una fina lámina de hielo—. Eres la mujer más afortunada del mundo esta noche. Actúa como tal.

—No sé si podré —susurró ella, agarrando su brazo con una mano que temblaba levemente.

—Podrás. Porque no tienes opción.

Descendieron. Una oleada de sonrisas y miradas curiosas los recibió. Donato la guió con firmeza, presentándola como "mi esposa, Isabela" con una voz que resonaba con una posesión que le hizo hervir la sangre.

Fue entonces cuando lo vio. Lucius, apoyado contra una columna, con un traje que, aunque caro, parecía ligeramente desafiante en su corte. Levantó su copa de champán hacia ella en un saludo burlón.

La primera media hora fue un suplicio de sonrisas tensas y conversaciones banales. Hasta que un grupo de socios de Donato los rodeó, y Lucius se desprendió de su columna y se unió al círculo con naturalidad.

—Isabela, querida —dijo Lucius, su voz un zumbido seductor y peligroso—. El vestido es deslumbrante. Aunque casi palidece comparado con tu… resplandor interior. Debe ser la felicidad conyugal.

Ella forzó una sonrisa. —Eres muy amable, Lucius.

—Oh, no es amabilidad. Es admiración. Es increíble lo rápido que todo ha pasado, ¿no? Un verdadero cuento de hadas moderno.

Donato tensó el brazo bajo la mano de Isabela. —Algunos de nosotros no necesitamos años de dudas para reconocer una buena oportunidad, Lucius.

—¿Oportunidad? Qué palabra tan fría para describir el amor, primo. —Lucius dio un sorbo a su copa, sus ojos grises fijos en Isabela—. Dime, Isabela, ¿cómo fue? ¿Fue como un rayo? ¿Un flechazo instantáneo que lo cambió todo?

Todos los ojos se posaron en ella. Sintió el sudor frío en la nuca. Donato la observaba de reojo, una advertencia silenciosa.

—Algunas cosas… no se pueden explicar con palabras —logró decir, su voz un poco más alta de lo que pretendía—. Simplemente… suceden.

—¿Suceden? —Lucius rió, un sonido como cristales rotos—. Qué romántico. Casi tan romántico como la cláusula de heredero universal que debe activarse con un matrimonio antes de que termine el trimestre. Las casualidades del destino, supongo.

Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. Donato soltó el brazo de Isabela y dio un paso hacia su primo.

—Lucius, tu amargura empieza a ser tediosa. Si el champán no es de tu agrado, la puerta está abierta.

—¿Echarme de tu propia casa, primo? Delante de tu nueva esposa? Qué poca educación. Solo mostraba mi… interés en el bienestar de la familia. Después de todo, la felicidad de Isabela es ahora de vital importancia para todos nosotros. —Su mirada recorrió el vestido de Isabela—. Aunque, por su expresión, uno podría preguntarse si esa felicidad es tan profunda como su silencio.

Isabela sintió que la tierra cedía. Las miradas a su alrededor ya no eran curiosas, eran escrutinios. Tenía que decir algo, hacer algo.

—Mi silencio, Lucius —dijo, encontrando una fuerza que no sabía que tenía, su voz clara y fría como el cristal—, se debe a que estoy aprendiendo a elegir mis batallas. Y tú… no eres una batalla. Eres un mosquito zumbando en una habitación donde nadie te presta atención. Es… patético.

Los ojos de Lucius se estrecharon, la sonrisa falsa se congeló en sus labios. El grupo contuvo la respiración.

Donato, por primera vez, dirigió a Isabela una mirada que no era de advertencia o frialdad, sino de… interés. De evaluación.

—Mi esposa —dijo Donato, colocando una mano en la espalda de Isabela, un gesto que para los demás podía parecer protector, pero que para ella era una reivindicación— tiene una claridad de visión que algunos tardamos años en adquirir. Ven, cariño, los Henderson están deseando conocerte.

La guió al away, dejando a Lucius plantado, su rostro una máscara de furia contenida. Cuando estuvieron a una distancia segura, Donato se inclinó hacia su oído.

—"Patético"… —murmuró, y ella pudo sentir el eco de algo que casi parecía aprobación—. Una elección arriesgada. Pero efectiva.

—No lo hice por ti —susurró ella, el corazón aún martilleándole el pecho—. Lo hice porque no voy a permitir que un hombre como él me intimide.

—Bien —dijo él, su aliento cálido contra su piel—. Porque la noche no ha hecho más que empezar. Y la próxima vez, no seré yo quien te rescate. La próxima vez, la batalla será solo tuya.

Isabela asintió, mirando por encima del hombro a Lucius, que los observaba desde la distancia, sus ojos prometiendo una venganza que solo estaba empezando a gestarse. La máscara se había ajustado, pero la guerra, lo sabía, acababa de declararse.

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