Capítulo 2

La firma en el contrato había sido solo el primer paso en un descenso surrealista a una nueva realidad. Setenta y dos horas después, como Donato había prometido, Mateo era trasladado a un centro médico privado que más parecía un hotel de cinco estrellas, con suites equipadas con la tecnología más avanzada y un personal que se movía con una discreción casi fantasmagórica. La extracción de médula de Donato se realizó en la absoluta privacidad de otra ala del mismo edificio, un proceso del que Isabela no fue testigo, pero cuyo resultado fue tangible: la esperanza, fría y clínica, que ahora goteaba en la vena de su hermano.

Isabela se instaló en una de las habitaciones para familiares, un espacio lujoso y estéril que no lograba calar el frío que llevaba dentro. Pasó los días siguientes al lado de Mateo, observando, con un temor reverencial, los primeros y tenues signos de mejoría. El color regresaba lentamente a sus mejillas, y su respiración perdía aquel silbido angustiante. Cada sonrisa suya era un balón de oxígeno para su propia conciencia atormentada.

Donato había desaparecido de su vista tras la donación. No hubo llamadas, ni visitas, solo la presencia invisible de su dinero y su influencia, asegurándose de que todo funcionara con la precisión de un reloj suizo. Hasta que, una semana después, apareció en la puerta de la suite de Mateo.

Vestía con la misma impecable severidad, pero sin la gabardina. Su presencia llenó la habitación, silenciando incluso el zumbido de los monitores.

—El médico informa de un progreso excelente —declaró, sin preámbulos, sus ojos posados en Mateo, quien lo observaba con una mezcla de curiosidad y recelo—. Estará listo para el alta en cuestión de días, no de semanas.

—¿Y usted es? —preguntó Mateo, con la franqueza de quien ha estado cerca de la muerte y ha perdido el gusto por las formalidades.

—Donato Brucelli —respondió él, y su mirada se desvió brevemente hacia Isabela—. El esposo de tu hermana.

La habitación se sumió en un silencio espeso. Mateo palideció, mirando a Isabela con los ojos desorbitados.

—¿Es… es una broma, Bella? ¿Esposa? ¿Cuándo? ¿Cómo?

Isabela sintió que la tierra cedía bajo sus pies. No estaba preparada para esto.

—Fue… rápido, Mateo. Una decisión tomada con el corazón. Donato ha sido… de gran ayuda.

—¡Una ayuda! —exclamó Mateo, intentando incorporarse—. ¡Isabela, no sabía ni que tenías novio! Y ahora estás… casada. —Su mirada escrutó a Donato, buscando en su rostro impasible alguna pista—. ¿Quién es usted, de verdad?

Donato no se inmutó. —Soy un hombre que valora a tu hermana. Y que se asegurará de que tu recuperación sea completa. Eso es todo lo que necesitas saber por ahora.

Antes de que Mateo pudiera replicar, Donato se dirigió a Isabela, su tono era una orden disfrazada de información.

—Vendrás a vivir a la mansión esta tarde. He enviado un coche. Tus pertenencias ya han sido trasladadas.

—¿Hoy? Pero Mateo…

—Tiene el mejor cuidado del mundo. Y tú tienes obligaciones que atender. —Su mirada era inflexible—. Nos veremos esta noche para cenar. Es importante.

Sin esperar respuesta, se giró y salió de la habitación, dejando a su paso un rastro de incredulidad y confusión.

—Isabela, por favor, dime qué está pasando —suplicó Mateo, su voz cargada de una preocupación genuina que le partía el alma—. Ese hombre… no es tu tipo. Ni siquiera sé si es humano. Parece de piedra.

—Es complicado, Mateo. Pero confía en mí. Todo va a estar bien —mintió ella, besando su frente—. Esto es por nosotros. Siempre por nosotros.

---

La mansión de Brucelli era una fortaleza de cristal y hormigón enclavada en las afueras, rodeada por un bosque tan primitivo como impenetrable. El interior era vasto, minimalista y frío. Cada mueble, cada obra de arte abstracto, parecía seleccionado para imponer una distancia emocional. Isabela se sentía como un pájaro en una jaula de oro, volando de una habitación vacía a otra.

Esa noche, la cena fue un evento tenso y silencioso en una mesa lo suficientemente larga como para sentar a veinte personas. Donato, en un extremo, comía con una precisión meticulosa. Isabela, en el otro, movía la comida en el plato, sin apetito.

—Mañana por la noche —anunció Donato, rompiendo el hielo como si fuera un cristal—. Habrá una recepción aquí. Asistirán socios clave. Debes estar presenteable.

—¿Presentable? —repitió Isabela, incapaz de contener el destello de orgullo herido—. No soy un perro que hay que adiestrar para una exposición.

—No —concedió él, secamente—. Eres mi esposa. Y actuarás como tal. Sonríe, sé discreta, no hables de nuestro acuerdo ni de tu hermano. La historia es que nos conocimos a través de negocios y fue un flechazo. Nada más.

—¿Y si alguien ha averiguado sobre mi hermano Mateo?

—Dirás que está de viaje. —Bebió un sorbo de vino tinto, oscuro como la sangre—. Tu vida anterior ha terminado, Isabela. Esta es tu vida ahora.

Fue en ese momento cuando un ruido, un leve crujido en el umbral de la sala del comedor, hizo que ambos volvieran la cabeza. La figura que apareció allí no era la de un mayordomo ni de ningún miembro del servicio.

Era un hombre joven, quizá un par de años mayor que Isabela, con el pelo oscuro desaliñado y una sonrisa amplia y desvergonzada que no llegaba a sus ojos, que eran de un gris turbio y calculador. Vestía una chaqueta de cuero gastada y vaqueros, un atuendo que gritaba intrusión en aquel espacio de lujo controlado.

—¡Vaya, vaya! Donato, primo mío, ¿no me presentas a la afortunada señora? —dijo, con una voz cantarina que destilaba una falsa cordialidad. Avanzó hacia la mesa sin esperar invitación, deteniéndose detrás de la silla de Isabela. Su presencia era física, invasiva.

Donato no se inmutó, pero Isabela pudo ver cómo sus nudillos, alrededor de la copa, se ponían blancos.

—Lucius. No estabas invitado.

—¿A la cena de bienvenida de mi nueva prima? ¡Qué falta de educación por tu parte! —Lucius posó sus manos en el respaldo de la silla de Isabela, inclinándose hasta que su aliento, que olía a tabaco barato y menta, le rozó la oreja—. Así que tú eres la elegida. Isabela, ¿verdad? He oído… rumores.

Isabela se encogió instintivamente, sintiendo una repulsión visceral.

—Lucius —la voz de Donato fue un cuchillo de hielo—. Sal de aquí. Ahora.

—Tranquilo, Donato. Solo quiero dar la bienvenida a la familia. —Su mirada recorrió a Isabela de arriba abajo, con una lentitud obscena—. Siempre me pregunté qué tipo de mujer aceptaría un trato como el tuyo, primo. Pero ahora lo veo. La desesperación es un perfume tan… embriagador, ¿no es así, querida?

Isabela sintió que el corazón se le detenía. ¿Trato? ¿Cómo sabía?

—Cállate —ordenó Donato, poniéndose de pie. Su estatura era abrumadora, pero Lucius no retrocedió.

—¿Por qué? ¿Temes que le cuente los detalles más… sórdidos de nuestro árbol familiar? ¿O de por qué necesitas desesperadamente una esposa de fachada para asegurar tu herencia? La tía Cecilia siempre fue tan estricta con la imagen. —Lucius le guiñó un ojo a Isabela—. Él no te lo ha contado, ¿verdad? Que todo esto —hizo un gesto amplio con la mano— depende de que esté casado y parezca un ciudadano ejemplar. Si no, la fortuna familiar se desvanece. Y yo, querida prima, soy el siguiente en la línea.

Isabela miró a Donato, cuya expresión era una máscara de furia contenida. Las piezas empezaban a encajar. La "presión", las "alianzas". Era el dinero. Siempre era el dinero.

—Lucius —dijo Donato, con una calma peligrosa—. Si no sales de mi casa en los próximos diez segundos, llamaré a seguridad. Y esta vez, no me importarán las consecuencias familiares.

Lucius alzó las manos en un gesto de falsa rendición, pero su sonrisa no se desvaneció.

—Me voy, me voy. No quiero interrumpir la luna de miel de los… amantes. —Se inclinó de nuevo hacia Isabela y susurró, tan bajo que solo ella podía oírlo—: Cuidado con con quién te acuestas, preciosa. Mi primo no es el hombre que crees. Y cuando todo se derrumbe, recuerda que yo tengo información que podría… interesarte. Para cuando te des cuenta de en qué lío te has metido.

Antes de que Isabela pudiera reaccionar, Lucius se enderezó y, con una mueca de despedida, salió de la sala con la misma arrogancia con la que había entrado.

El silencio que dejó a su paso era más pesado y amenazante que cualquier palabra. Donato seguía de pie, respirando con lentitud, su mirada fija en la puerta vacía.

—¿Quién… quién era ese? —logró articular Isabela, temblando.

Donato finalmente bajó la mirada hacia ella. El hielo en sus ojos se había agrietado, revelando por un instante un abismo de ira y algo más… ¿preocupación?

—Ese —dijo, con una voz que resonaba con una fatiga repentina— es mi primo, Lucius. El recordatorio viviente de por qué este contrato era necesario. Y el mayor peligro para todo esto. —Hizo un gesto que abarcaba la mansión, el contrato, la frágil esperanza de Mateo—. No le creas una palabra. Y nunca, nunca, te quedes a solas con él.

Isabela se reclinó en su silla, sintiendo las paredes de su jaula de oro cerrarse a su alrededor, ahora no solo con la frialdad de Donato, sino con la siniestra sombra de Lucius al acecho, prometiendo secretos y amenazas. El pacto ya no era solo con un fantasma; había invitado a un demonio a su puerta.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP