Mundo ficciónIniciar sesiónIsabella Rich lo tenía todo… hasta que su familia la desheredó y la dejó sola cuando más los necesitaba. Embarazada de seis meses, sin apoyo, sin apellido y con un futuro incierto, Isabella se enfrenta a la ruina con la dignidad como única defensa. Leo Peterson no cree en el amor. Cree en los contratos, en el poder, en el control. Multimillonario, frío y dueño de un imperio que todos desean, solo necesita una esposa para cerrar un acuerdo que puede cambiarlo todo. Lo que ninguno de los dos espera es que ese matrimonio por dinero se convierta en una guerra de miradas, silencios, deseos prohibidos… y secretos que amenazan con destruirlos. Un contrato los une. Un bebé lo complica todo. Y un pasado lleno de traiciones los persigue. Porque cuando el amor nace de un acuerdo, duele el doble… y también quema más.
Leer másDos meses antes
Leo Peterson estaba nervioso y emocionado por la sorpresa que había preparado para su novia Elena, la periodista con la que llevaba saliendo más de un año. Tenía fama de rompecorazones en toda Atenas: alto, atractivo, temperamental. Ese tipo de hombre al que las mujeres miraban dos veces, aunque él rara vez miraba de vuelta.
Cuando escuchó la llave girar en la cerradura del departamento, se colocó detrás de la puerta del dormitorio. El corazón le latía con fuerza. Sonrió, expectante, mientras la puerta se abría lentamente.
Aquella noche iba a dar un paso enorme.
Llevaban un año juntos. Su familia adoraba a Elena y, por primera vez, Leo estaba convencido de haber encontrado a alguien capaz de hacerlo quedarse. De hacerlo bajar la guardia.
En la cama había acomodado pétalos de rosas rojas formando un corazón. Lo hizo él mismo, con esas manos que solían cerrar negocios millonarios o sujetar volantes de autos de carrera. Sobre la mesa, una botella de champán aguardaba en silencio.
Entonces escuchó risas.
No una. Varias.
El ceño se le frunció de inmediato. Pensó que quizá Elena había llegado acompañada. No era raro. Siempre estaba rodeada de gente que la admiraba por su belleza y su carrera.
Había dudado muchas veces antes de decidirse a pedirle matrimonio. Pero sus padres insistían. Querían verlo estable, casado, con una familia. Leo, como siempre, había cedido.
Había pasado una semana en España cerrando un trato importante y decidió volver antes para sorprenderla. Extrañaba su risa, la forma en que sus rizos oscuros caían por su espalda, la manera en que llenaba cualquier espacio con su presencia.
Escuchó pasos acercándose al dormitorio. Se preparó para salir y sorprenderla.
Nunca llegó a hacerlo.
La puerta se abrió de golpe.
Leo tuvo que pegarse a la pared.
Y entonces lo vio.
Elena besaba a un hombre que no era él.
El hombre la sostenía por la cintura. Ella enredaba los dedos en su cabello. La camisa que llevaba puesta era la que Leo le había regalado hacía menos de dos semanas.
Sintió náuseas.
Era su novia.
Elena cayó sobre la cama y, al levantar la vista, lo vio.
Se llevó las manos a la boca.
—Leo…
—¿Cómo pudiste? —fue lo único que logró decir.
Nunca se había sentido así.
Él, que jamás confiaba.
—No sabía que volverías hoy… dijiste sábado —balbuceó ella, intentando abotonarse la camisa.
El hombre, compañero suyo del canal, evitaba mirarlo.
Leo se sintió ridículo. Humillado.
—Perdona por regresar antes —escupió antes de salir de la habitación.
—¡Leo, espera! Hablemos —lo siguió ella.
—¡Iba a pedirte matrimonio! —se giró de golpe.
—No significó nada. Fue un error —lloró.
Durante un segundo, pensó en perdonarla.
Entonces el otro hombre apareció.
Y algo se rompió definitivamente.
—¿No significó nada? —la tomó por los hombros—. Me mentiste. Te burlaste de mí.
—Te amo, Leo. Perdóname. Quiero casarme contigo —rogó.
Él dio un paso atrás.
La miró como si no la conociera.
—Esto terminó cuando lo trajiste aquí —dijo con frialdad—. Estabas tan ocupada buscando a otro que ni siquiera viste los pétalos en la cama.
Cerró la puerta.
Ella gritó su nombre.
En el ascensor, Leo recordó cada gasto, cada favor, cada sacrificio. Todo lo había pagado él.
Comprendió algo entonces.
Nunca había sido amor.
Y esa noche juró algo más:
No volvería a confiar en nadie.
Elena lo había roto.
Él tenía muchas dudas con respecto a cómo fue la relación con el padre del bebé que ella esperaba, pero entendía que debía ser un tema sensible todavía considerando cómo se expresaba. —Déjame pasar y te lo cuento.Había una mujer entrada en los cincuenta que los observaba curiosa.Debía ser una buena vista; él con su traje Armani y sus zapatos lustrados recostado en la bisagra intentando convencer a Isabella de que lo dejara pasar.—Pero te vas de una vez. —Le abrió el paso.—No creo —comentó al entrar—. Tengo algo que proponerte y no sé si quieres que me vaya de inmediato.—Yo hubiese preferido no verte más, pero no estamos para lo que yo quiera, ¿verdad? —Se dirigió a un descolorido sofá, se sentó y cruzó las piernas. Se soltó el cabello, que cayó sobre su pecho; cubrió la vista tan deliciosa que tenía él de sus senos pequeños y redondos.Leo observó la sedosa cabellera que caía sobre su regazo. Ella apoyó sus manos en los muslos. Vio cómo sus ojos poco a poco perdían el sueño que
La mujer frente a él estaba hecha un desastre.El cabello recogido en un moño improvisado que casi le caía sobre la frente, el rostro pálido, los ojos hinchados por haber llorado demasiado. Leo Peterson se preocupó de inmediato.No había esperado encontrarla así.Sabía que Isabella se había marchado alterada de su ático, pero no imaginó que el episodio la habría afectado de ese modo. Él solo había actuado por impulso después de que el médico le dijera que necesitaba descansar y comer algo. Nada más.Y, aun así, ella había salido corriendo como si él fuera una amenaza.Leo se descubrió recordando el momento exacto en que le pidió a Alex que los llevara a su casa. No lo pensó demasiado. Lo hizo porque le pareció lo correcto.Era extraño cómo, por primera vez en su vida, ayudar a alguien parecía haber tenido el efecto contrario.La mayoría de las personas aceptaban su ayuda sin cuestionarla. Sin preguntarse nada. Con él siempre aparecían historias trágicas, facturas impagas, enfermedades
Lo primero fue cambiarse la blusa manchada de café… y ahora también de vómito.Isabella se miró al espejo del baño con gesto cansado. Tenía el rostro pálido, los labios secos y los ojos ligeramente hundidos. Se lavó la cara con agua fría, respiró hondo varias veces y evitó mirarse demasiado tiempo. No quería ver reflejada a la mujer que sentía que se estaba rompiendo por dentro.Una hora después, con su celular casi obsoleto en la mano, un bolso tejido que su madre le había hecho años atrás y un vestido ligero —de esos que pronto no podría usar porque ya le quedaban ajustados al abdomen y sueltos en las piernas—, se soltó el cabello y lo sujetó en un costado con unas horquillas. No tenía sentido maquillarse demasiado. No había manera de disimular el agotamiento.Se limitó a pintarse los labios con un rosa pálido y calzarse unas sandalias de tacón corrido. Estaba lista.O al menos, lo suficientemente lista para enfrentarse a su hermana.Porque había cosas que no podían seguir esperando
Una mujer debía tener claras ciertas cosas antes de confesar una traición.No importaba si se trataba de un homicidio, una mentira, una infidelidad o un fraude millonario: el daño no estaba solo en el acto, sino en cómo se decía, cuándo se decía… y a quién.Isabella Rich solo podía pensar en una cosa mientras el ascensor descendía:había traicionado a Leo Peterson.No lo conocía. No sabía si era un hombre justo o despiadado. No sabía cuánto le había costado construir su empresa, ni qué tan implacable podía ser cuando alguien lo dañaba. No sabía si era bueno o cruel.Pero sabía algo con una certeza incómoda.Ese hombre no merecía que lo traicionaran.Había entrado a la cafetería esa mañana como cualquier cliente más. Sin embargo, cuando sus ojos se cruzaron con los de ella, Isabella sintió algo que no había sentido en meses: seguridad. Una calma rara, casi peligrosa. Y al mismo tiempo, nervios. Un temblor absurdo en el pecho. Como si volviera a ser una adolescente frente a su primer am
Carlota Peterson se casó con el padre de Leo cuando ambos eran apenas unos veinteañeros llenos de sueños. Al poco tiempo nació Leo, pero eso no detuvo a sus padres; trabajaron como locos, juntos, hasta construir un imperio tanto automotriz como de marketing.Leo los admiraba profundamente. Venían de privilegios, sí, pero no se recostaron en ello. Se dejaron la piel para llegar a la cima, y él no quería ser quien arruinara todo.Escuchó un ruido y se giró hacia la puerta que había dejado entreabierta cuando salió de la habitación donde había recostado a Isabella.—Madre —dijo al ver a Carlota levantarse ligeramente desorientada desde la cama, tan delgada que casi desaparecía entre las sábanas blancas del dosel—. Tengo que irme.—No me cuelgues, Leo Alexander.—Tengo algo importante que resolver. Te llamo luego.—Media hora, Leo. Media hora, ¿me oyes? Tenemos demasiado de qué hablar —su madre hizo una pausa—. Tu padre tomó una decisión muy importante con respecto a…—¿A qué, madre? —Un
Leo estaba esperándola afuera.Apoyado en la pared.Con ese porte aristocrático que él ni sabía que tenía.—¿Todo bien? —preguntó en cuanto la vio.—Sí. Iré al ultrasonido. Gracias por… bueno… por todo. No tienes que quedarte. Perdí tu reunión.Leo metió las manos en los bolsillos.—Mi empresa no va a caerse porque no vaya a una reunión. Vamos.—No, no vas a entrar conmigo —se adelantó ella.—¿Por qué no?—Porque… —y no encontró un argumento coherente.Él respiró hondo, molesto, pero cedió.—Bien. Buena suerte. —Sus ojos se volvieron más fríos, más dolidos.Ella no entendía por qué le afectaba tanto.El ultrasonido fue…Diferente.Mágico.Extraño.Perfecto.Isabella vio a su bebé.A su hijo.A ese pequeño ser que llevaba seis meses creciendo en su vientre silencioso. Era un varón. Iba a tener un niño-. Cuando salió al pasillo, llevaba la foto en la mano como si fuera oro.Pasó otra vez por el consultorio del Dr. Thanos. Él revisó las imágenes y confirmó:—Todo está perfecto. El dolor
Último capítulo