Capítulo 4

Isabella se sentó en la parte trasera del coche con la espalda rígida, como si mantenerla recta fuera la única forma de evitar que su cuerpo cediera al cansancio. Apoyó ambas manos sobre el regazo, una sobre la otra, y respiró despacio, tratando de ignorar el malestar persistente que le recorría el abdomen desde hacía horas.

Leo Peterson ocupaba el asiento a su lado.

Demasiado cerca.

No la tocaba, no invadía su espacio de forma evidente, pero su sola presencia llenaba el interior del coche. Era grande, sólido, seguro de sí mismo. De esos hombres que no necesitaban alzar la voz para imponer autoridad.

El silencio entre ellos no era cómodo. No era ese silencio amable que se da cuando no hacen falta palabras, sino uno denso, cargado, como si ambos evitaran decir algo que ya flotaba en el aire.

—¿Estás bien? —preguntó Leo al cabo de unos segundos, mirándola de reojo—. Te pusiste roja otra vez.

Isabella apretó los labios.

No estaba roja por vergüenza.

Ni por nervios.

Estaba incómoda.

Cansada.

Dolorida.

Y también estaba harta de que todo su cuerpo pareciera traicionarla desde hacía meses.

—Estoy bien —respondió, sin mirarlo, girando el rostro hacia la ventanilla.

Atenas desfilaba al otro lado del cristal. Calles llenas de gente, coches detenidos en los semáforos, parejas caminando de la mano, madres empujando cochecitos. Vidas normales. Vidas que seguían su curso sin detenerse.

La suya no.

La suya llevaba seis meses suspendida en una cuerda floja.

Leo no pareció convencido.

—No parecías bien en la cafetería —dijo—. Y tampoco cuando te desmayaste.

Isabella cerró los ojos un segundo y respiró hondo.

—Ya pasó.

—No funciona así.

Ella soltó una risa breve, seca, sin rastro de humor.

—Créeme —dijo—, sé perfectamente cuándo algo funciona y cuándo no.

Leo frunció ligeramente el ceño. No parecía molesto, más bien concentrado, como si tratara de entender una lógica que se le escapaba.

—¿Por qué no tienes seguro médico, si estás embarazada? —preguntó sin rodeos—. ¿Dimitris no te paga lo suficiente? Puedo hablar con él. No es normal que una mujer en tu estado esté así de desprotegida.

Isabella giró la cabeza hacia él, molesta.

—¿“En mi estado”? —repitió, imitando su tono excesivamente formal—. Hablas como si tuviera una enfermedad contagiosa.

—No quise decir eso.

—Pero lo dijiste.

Leo suspiró, pasándose una mano por la mandíbula, conteniéndose.

—No deberías estar sola en esto.

—No estoy sola —respondió de inmediato.

La rapidez con la que lo dijo la delató.

Se giró otra vez hacia la ventanilla.

Mentía.

Y lo sabía.

Estaba sola desde el día en que su padre cerró la puerta de la casa familiar sin mirar atrás.

Desde que su madre dejó de llamarla.

Desde que el hombre que la había dejado embarazada decidió desaparecer como si nunca hubiera existido.

—Estudias veterinaria, ¿verdad? —continuó Leo, rompiendo el silencio—. Eso dijiste.

—Sí.

—Entonces sabes que cuando algo no está bien, no se ignora.

Isabella apretó los dedos con fuerza.

—No tengo seguro y punto.

No había discusión.

No había más explicaciones.

El tono fue seco. Final.

Leo apoyó un codo en la puerta y la observó con más detenimiento. No como quien evalúa, sino como quien intenta ver más allá de lo evidente. Isabella lo sintió, aunque no lo mirara.

—¿Siempre eres así de defensiva? —preguntó.

Ella giró la cabeza lentamente y lo miró de frente.

—¿Siempre eres así de metido?

Por un instante, Leo pareció sorprendido. Luego, una sombra de algo parecido a una sonrisa cruzó fugazmente su rostro.

El silencio volvió a instalarse entre ellos.

Isabella se sintió pequeña por primera vez en todo el trayecto. No por Leo, ni por su presencia, sino por su propio cuerpo. Por los cambios que ya no podía ignorar. Por el peso que comenzaba a notarse bajo la ropa, aunque aún no fuera tan evidente para los demás.

Se miró de reojo el vientre, cubierto por el abrigo.

Sabía que pronto no podría esconderlo.

Pensó en las marcas que llegarían.

En las estrías.

En las cicatrices que nadie mostraba en las historias bonitas.

—Felicidades —murmuró sin pensar.

—¿Ahora por qué? —preguntó Leo, confundido.

—Por creer que me conoces.

Leo no respondió de inmediato. El coche siguió avanzando entre el tráfico.

—No creo que te conozca —dijo finalmente—. Pero creo que estás cargando más de lo que deberías cargar sola.

Isabella cerró los ojos.

Porque, aunque le doliera admitirlo, por primera vez desde que salió de casa alguien había puesto en palabras exactamente aquello que ella se negaba a aceptar.

Y eso la asustó mucho más que cualquier dolor físico.

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