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Dos meses antes
Leo Peterson estaba nervioso y emocionado por la sorpresa que había preparado para su novia Elena, la periodista con la que llevaba saliendo más de un año. Tenía fama de rompecorazones en toda Atenas: alto, atractivo, temperamental. Ese tipo de hombre al que las mujeres miraban dos veces, aunque él rara vez miraba de vuelta.
Cuando escuchó la llave girar en la cerradura del departamento, se colocó detrás de la puerta del dormitorio. El corazón le latía con fuerza. Sonrió, expectante, mientras la puerta se abría lentamente.
Aquella noche iba a dar un paso enorme.
Llevaban un año juntos. Su familia adoraba a Elena y, por primera vez, Leo estaba convencido de haber encontrado a alguien capaz de hacerlo quedarse. De hacerlo bajar la guardia.
En la cama había acomodado pétalos de rosas rojas formando un corazón. Lo hizo él mismo, con esas manos que solían cerrar negocios millonarios o sujetar volantes de autos de carrera. Sobre la mesa, una botella de champán aguardaba en silencio.
Entonces escuchó risas.
No una. Varias.
El ceño se le frunció de inmediato. Pensó que quizá Elena había llegado acompañada. No era raro. Siempre estaba rodeada de gente que la admiraba por su belleza y su carrera.
Había dudado muchas veces antes de decidirse a pedirle matrimonio. Pero sus padres insistían. Querían verlo estable, casado, con una familia. Leo, como siempre, había cedido.
Había pasado una semana en España cerrando un trato importante y decidió volver antes para sorprenderla. Extrañaba su risa, la forma en que sus rizos oscuros caían por su espalda, la manera en que llenaba cualquier espacio con su presencia.
Escuchó pasos acercándose al dormitorio. Se preparó para salir y sorprenderla.
Nunca llegó a hacerlo.
La puerta se abrió de golpe.
Leo tuvo que pegarse a la pared.
Y entonces lo vio.
Elena besaba a un hombre que no era él.
El hombre la sostenía por la cintura. Ella enredaba los dedos en su cabello. La camisa que llevaba puesta era la que Leo le había regalado hacía menos de dos semanas.
Sintió náuseas.
Era su novia.
Elena cayó sobre la cama y, al levantar la vista, lo vio.
Se llevó las manos a la boca.
—Leo…
—¿Cómo pudiste? —fue lo único que logró decir.
Nunca se había sentido así.
Él, que jamás confiaba.
—No sabía que volverías hoy… dijiste sábado —balbuceó ella, intentando abotonarse la camisa.
El hombre, compañero suyo del canal, evitaba mirarlo.
Leo se sintió ridículo. Humillado.
—Perdona por regresar antes —escupió antes de salir de la habitación.
—¡Leo, espera! Hablemos —lo siguió ella.
—¡Iba a pedirte matrimonio! —se giró de golpe.
—No significó nada. Fue un error —lloró.
Durante un segundo, pensó en perdonarla.
Entonces el otro hombre apareció.
Y algo se rompió definitivamente.
—¿No significó nada? —la tomó por los hombros—. Me mentiste. Te burlaste de mí.
—Te amo, Leo. Perdóname. Quiero casarme contigo —rogó.
Él dio un paso atrás.
La miró como si no la conociera.
—Esto terminó cuando lo trajiste aquí —dijo con frialdad—. Estabas tan ocupada buscando a otro que ni siquiera viste los pétalos en la cama.
Cerró la puerta.
Ella gritó su nombre.
En el ascensor, Leo recordó cada gasto, cada favor, cada sacrificio. Todo lo había pagado él.
Comprendió algo entonces.
Nunca había sido amor.
Y esa noche juró algo más:
No volvería a confiar en nadie.
Elena lo había roto.







