Capítulo 2

Isabella llegó tarde al trabajo.

Otra vez.

El olor a café recién molido le revolvió el estómago apenas cruzó la puerta de la cafetería. Tuvo que detenerse un segundo, apoyarse en la pared y respirar hondo antes de seguir caminando. No podía permitirse vomitar allí. No otra vez.

—Buenos días… —murmuró, aunque sabía que no lo eran.

Dimitris levantó la vista desde la caja registradora y la observó con atención. Demasiada atención.

—Llegaste pálida —dijo—. Y tarde.

—El autobús —mintió Isabella, colocándose el delantal—. Ya sabes cómo es.

No era el autobús.

Era el embarazo.

Era el abandono.

Era la falta de comida.

Tenía seis meses de gestación y el uniforme ya no le quedaba bien. No porque su vientre fuera enorme —era demasiado delgada para eso—, sino porque su cuerpo empezaba a rendirse. Las piernas le temblaban más de lo normal. La espalda le dolía incluso al estar de pie.

—Si sigues así, te vas a caer un día de estos —comentó Dimitris con tono serio.

Isabella apretó los labios.

—No puedo darme el lujo de faltar —respondió—. Necesito el turno completo.

Dimitris suspiró.

No insistió.

Nunca lo hacía.

Ella comenzó a limpiar mesas, a recoger tazas, a sonreírle a clientes que no notaban —o no querían notar— lo mal que se veía. Cada paso era un esfuerzo. Cada olor, un enemigo.

Mientras trabajaba, su mente regresó, como siempre, al mismo punto.

Al momento exacto en que todo se rompió.

Había esperado horas sentada en su cama, con el teléfono en la mano, después de decirle que estaba embarazada. Releyó el mensaje mil veces. Cuando finalmente llegó la respuesta, fue corta. Fría.

No es mi problema.

Eso fue todo.

No preguntas.

No dudas.

No explicaciones.

Desde ese día, no volvió a responderle.

Isabella tragó saliva y continuó trabajando.

No podía permitirse pensar en eso. No ahora.

Un mareo la obligó a sujetarse de la barra. El mundo giró por un segundo. Escuchó a alguien decir su nombre, pero la voz sonó lejana.

—Isa… —repitió Dimitris, acercándose—. Siéntate.

—No —respondió de inmediato—. Estoy bien.

Mentira.

Pero en ese instante la puerta de la cafetería se abrió.

Y todo cambió.

Isabella levantó la vista sin saber por qué. Tal vez fue el silencio repentino. Tal vez fue la presencia que entró como si el lugar le perteneciera.

El hombre era alto. Elegante. Imposible de ignorar.

Traje oscuro. Porte seguro. Mirada fría.

No parecía alguien que tomara café allí.

Isabella sintió un nudo extraño en el estómago. No de deseo. De alerta.

Los hombres como ese no traían nada bueno consigo.

—Buenos días —dijo él, con acento marcado—. ¿Está abierto?

Doyle asintió de inmediato.

—Claro, señor.

Isabella bajó la mirada y siguió limpiando, pero algo en su pecho se tensó. Como si su cuerpo hubiera detectado peligro antes que su mente.

No sabía quién era ese hombre.

Ni que su vida estaba a punto de cambiar.

Solo sabía una cosa:

Nada, absolutamente nada, volvería a ser simple a partir de ese día.

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