Capítulo 8

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La consulta pasó tan rápido que Isabella ni siquiera supo en qué momento había dejado de respirar. Sentía las manos húmedas, el pulso acelerado y ese temblor absurdo que siempre le daba cuando la autoridad médica la miraba como si fuese una irresponsable. A sus seis meses de embarazo —barriga redonda, pequeña, casi tímida como ella misma— era la primera vez que un médico la revisaba desde que sus padres la expulsaron de su vida. 

Solo había ido a una consulta al inicio, escondida, cuando aún vivía en casa. Tomó sus vitaminas prenatales gracias a lo que leía en internet; buscaba en foros, miraba videos, comparaba síntomas, seguía consejos de mujeres desconocidas que compartían historias de embarazo. Ella había hecho todo lo que una chica de su edad y sin seguro médico podía hacer. Cuando le confesó esto al Dr. Thanos, él abrió los ojos como si quisiera lanzarse por la ventana más cercana.

—Pobre criatura —exclamó, y a ella se le hizo un nudo en la garganta.

—Estamos bien. Hemos sobrevivido. 

Isabella deseó que la tierra se la tragara entera. ¿No podía hacer una sola cosa bien?

A su lado, Leo, sentado en una silla, parecía incómodo… pero no se iba. Ella se lo había sugerido varias veces, incluso con una mirada, pero él insistió con ese tono decidido que la dejaba sin argumentos.

«Me quedaré. Quiero asegurarme de que todo salga bien.»

Isabella solo esperaba que él no la juzgara igual que el médico. No lo conocía, pero en esas horas había visto en él más apoyo que en cualquiera de su familia.

—No estoy diciendo que seas una mala persona —intentó suavizar el médico.

—Lo ha dejado bastante claro —lo atacó Isabella, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.

—No es la intención, señorita… —el Dr. Thanos se rascó la cabeza— Isabella.

—No, tampoco estoy casada. ¿Eso también es malo? Pensé que estábamos en el siglo veintiuno, ¿sabe? —soltó ella con sarcasmo—. ¿Cuántos años tiene usted? ¿Treinta? Tiene un talento increíble para sacarme el malgenio.

—Eso es mucho —murmuró Leo sin poder evitarlo.

Isabella resopló con fuerza.

El silencio que siguió fue incómodo.

Tenso.

Gigante.

—Continuemos —dijo por fin el médico, revisando sus papeles.— Veo que no te agarras el vientre, no te tiemblan las manos, al parecer el dolor que has sentido antes ha disminuido. ¿Es correcto?

—Si. 

—¿Te sientes mejor ahora, Isabella?

—Me siento más tranquila, si. —tuvo que soltar un suspiro, era la verdad, estaba mejor, aunque con Leo alli no se sentía nada cómoda. 

Ella respondió a cada pregunta: fecha de su último período, cuándo había sentido los primeros movimientos, su nivel de náuseas, y luego, la más vergonzosa de todas:

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste relaciones sexuales?

Isabella tosió tanto que casi se atragantó. Vio por el rabillo del ojo cómo Leo sonreía.

—¿Qué? —lo enfrentó—. ¿Quieres que te golpee una mujer embarazada?

—No he dicho nada —se defendió él, imitando la postura de brazos cruzados de ella.—Atiende al medico para que salgamos de esto pronto. 

—Parece que te divierte mi vida sexual, ¿también quieres saber dónde y en qué posición fue?

El doctor levantó una mano.

—Vamos a centrarnos —intervino.

Isabella rodó los ojos. Necesitaba terminar con esto antes de avergonzarse más. Ella era torpe, y tenía la habilidad natural de convertir cualquier momento normal en un circo.

—¿El padre tiene alguna enfermedad hereditaria? ¿Alguna condición médica que deba saber?

Ella sintió que Leo la observaba otra vez. Esos ojos verdes la atravesaban y la hacían sentir expuesta.

—Leo —el médico se dirigió a él por primera vez—, ¿te importaría dejarnos unos minutos? Isabella podría sentirse más cómoda.

Leo los miró a ambos. Pasó un silencio incómodo. Finalmente murmuró algo en griego y salió.

—Es intenso —dijo Isabella sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta.

—Es un buen hombre —respondió el Dr. Thanos.

Y tenía razón. Lo había visto. Leo —arrogante, irritante, mandón— era también sorprendentemente amable. Había pagado una consulta sin conocerla, había cancelado una reunión importante por ella. Era extraño. Era demasiado.

Las palabras de su madre retumbaron en su cabeza.

«Tu impulsividad hará que nadie te quiera.»

«Si alguien te quiere, te va a querer aunque digas lo que sea», había respondido ella entonces.

Pero después de seis meses sola, tirada de su casa, sin seguro, sin apoyo… quizá su madre tenía razón. Quizá ella era difícil de querer.

El Dr. Thanos continuó revisándola. Debía estar cerca de los treinta y pico. Tenía entradas de canas que lo hacían ver interesante, ojos azules atentos y una expresión siempre analítica.

—¿El padre está involucrado con el embarazo? —preguntó.

—No —respondió ella—. ¿Y eso qué importa?

—Necesito información para el expediente del bebé.

—No va a abrir un expediente porque no voy a volver —aclaró con honestidad—. Solo vine por un chequeo, sentí un dolor mientras trabajaba y…

—Voy a indicarte un ultrasonido para verificar que todo está bien —explicó él—. Parece un espasmo normal.

—Usted no tiene vagina, así que no le llame "espasmo" —lo cortó Isabella.

El médico sonrió.

—No tengo, pero he atendido a muchas embarazadas. Tengo experiencia.

—En vaginas y vientres —refunfuñó ella.

—En embarazos —corrigió él, divertido.

Ella suspiró.

—Perdón.

—No te disculpes tanto —dijo Thanos—. Ya veo por qué Leo está contigo.

—¡No está conmigo!

Tartamudeó, sintiéndose idiota. ¿Por qué le importaba tanto aclararlo?

—Perdona, no es mi asunto —continuó el médico—. Hablemos del padre biológico. ¿Alguna enfermedad familiar?

Isabella tragó saliva.

—No sé nada del padre —admitió, sintiendo el peso de la vergüenza en la boca del estómago.

—Bien. ¿Y tú? ¿Sufres de algo? ¿Diabetes? ¿Asma? ¿Reumatismo?

—Aparte de mi bipolaridad… —bromeó ella.

El doctor empezó a escribir.

—¡No escriba eso! ¡Era un chiste! —se apresuró.

Thanos rió con suavidad.

—No pasa nada. Sigues nerviosa. Eres primeriza, es normal. ¿Tienes intención de quedarte con el bebé?

—¡Claro que sí! —exclamó ella, ofendida.

—Debo preguntar —explicó él—. Eres joven, estás sola…

—Veintidós años no es ser joven —rebatió ella—. Hace cientos de años, las mujeres se embarazaban a los trece.

—De matrimonios arreglados —respondió él—. No de decisiones personales.

—Mire, yo sé de animales, no de historia —bufó ella—. Pero no pienso dar a mi bebé. Estoy harta de que la gente me pregunte si voy a quedármelo. ¡Soy una adulta!

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