Guardó el móvil y respiró hondo.
Volvió al pasillo. Necesitaba concentrarse en otra cosa. En alguien que sí estuviera luchando por algo real.
Una mujer mayor, con moño apretado y gafas de pasta gruesa, acompañaba a Isabella mientras esperaban. Hablaba en voz baja, pero Leo alcanzó a escuchar.
—Este hospital se mantiene gracias a la familia Peterson —explicaba la mujer—. Cada año donan cantidades enormes, niña. Pero enormes. De millones te hablo. ¿De verdad no sabías con quién andabas?
Isabella se encogió de hombros y cabeza a la vez.
—No lo había visto en mi vida —respondió—. ¿No vio la mancha que tiene en la camisa? Eso lo hice yo. ¿Usted cree que yo podría ser alguien importante en su vida con lo torpe que soy? Ese hombre no se junta con gente como yo.
—Eres muy linda, hija —respondió la mujer, intentando animarla.
Leo estuvo a punto de sonreír. No se consideraba alguien que se quedara a escuchar conversaciones ajenas, pero en ese momento no pudo evitarlo. Siempre salía en revistas, periódicos, programas de sociedad; estaba acostumbrado a que lo reconocieran. Le resultó extraño… y, por alguna razón, agradable, que Isabella no tuviera ni idea de quién era.
La chica era guapa de una forma poco típica. Ojos grises enormes, gestos torpes, blusa sencilla. Y, aun así, era lo más interesante que había visto en mucho tiempo.
—No soy una belleza —dijo ella, tirando con los dedos del borde de su blusa.
A Leo el gesto le pareció casi infantil. Negó despacio, sorprendido del efecto que esa mujer, tan distinta a su mundo, estaba teniendo en él.
Se acercó.
—Perdonen que interrumpa —dijo con neutralidad.
Las dos se giraron. La expresión de la enfermera se volvió de inmediato culpable; la de Isabella, incómoda.
—Nada… —se apresuró a decir Isabella—. ¿Podemos ir pasando ya? Le prometí a Dimitris que volvería lo antes posible a la cafetería.
—No deberías matarte tanto —se le escapó a Leo, y enseguida se reprochó el comentario.—Ningun empelo lo vale.
No era de meterse en la vida de nadie. Pero con Isabella le estaba saliendo natural.
—No me estoy matando —replicó ella—. Es trabajo. Si no trabajo, no gano. Si no gano, no como. Y si no como…
—Ya sé —interrumpió él, levantando los ojos hacia el techo—. Te mueres.
Estaba convencido de que esa chica no tenía filtro.
—Exacto —afirmó con aire de sabelotodo—. Me muero. ¿Sabes quién más se muere si yo me muero?
—Yo no —aseguró, medio en broma, medio en serio—. Te lo puedo garantizar.
—No, tú no. —Lo miró directo—. Tú por lo que veo estas forrado en plata, asi que a morirte no vas.
Leo se detuvo un segundo y la observó, cruzándose de brazos.
¿Lo estaba juzgando?
Claro que sí.
—Lo siento —añadió ella de inmediato.
—Empiezo a pensar que te disculpas más de lo que desayunas —dijo él, y la molestia se le deshizo en cuanto vio su cara arrepentida.
—No me digas que no como —frunció el ceño.
—Yo no he dicho eso. ¿También vas a discutir eso? —respondió, divertido.
—Lo pensaste. Y no sabes lo que es estar embarazada. No tienes ni idea.
—Por supuesto que no —admitió, sonriente—. Si lo supiera, significaría que soy mujer. Y debo reconocer que sería una mujer bastante guapa y elegante.
Isabella abrió los ojos, sorprendida, y echó a reír.
—¿Eso crees de ti? Vaya ego.
—¿No crees que soy atractivo? —exageró un gesto dolido—. Auch. Eres cruel.
Continuaron avanzando por el pasillo. Con ella, las conversaciones fluían de manera extraña, caótica, pero increíblemente fácil. Mucho más que con cualquier mujer que se le hubiese acercado buscando nombre, foto o tarjeta de crédito.
Su padre siempre le decía que la gente que valía la pena era aquella que te tendía la mano sin saber quién eras, que te regalaba una sonrisa sin pedir nada a cambio.
Como Isabella, pensó.
La idea le llegó sin que pudiera evitarla.
—¿Entonces qué? —preguntó él al llegar frente a la puerta del consultorio de Troyadis—. ¿Me das el veredicto? ¿Te parezco atractivo? ¿Alguna vez tendrías una aventura conmigo?
Ni él entendía por qué quería tanto la respuesta. Ni por qué tiraba del hilo con tanta insistencia, sabiendo que, en teoría, cuando saliera de esa consulta probablemente no la volvería a ver.
—¿De verdad quieres saber lo que pienso de ti? —preguntó ella, mirándolo.
—¿Va a doler? —respondió él, medio en broma.
Isabella lo examinó con calma, de arriba abajo, con los ojos entornados, mordiéndose el labio inferior.
Ese simple gesto le resultó peligrosamente adictivo.
Ella era distinta.
Y eso lo asustaba un poco.
—No tengo problema en decirte lo que opino —aceptó al fin—. Solo espero que, después de esto, dejes el jueguito, me dejes entrar y saber si mi hijo está bien para volver a trabajar.
—De acuerdo, dispara —la animó él.
—Eres atractivo —admitió, sin adornos.
—¿Solo eso? ¿Nada sobre mis increíbles ojos verdes? ¿O sobre mis labios esculpidos por los dioses? —insistió.
—Has leído demasiada novela romántica —soltó, riéndose otra vez.
A Leo le gustó ese sonido más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Su risa sonaba limpia. Real.
—Soy un buen partido —añadió él, con descaro.
—Dios, perdónalo por su humildad —alzando las manos al techo, como si rezara.
—Ridícula.
—Arrogante —contraatacó ella—. Ahora abre la puerta y terminemos con esto de una vez.
—Si sabes que estoy en una clinica porque no me siento bien, ¿cierto?
—Solo pongo mi granito de arena para que olvides un pcoo que te duele el vientre. Estresarte no le hará bien al bebé.
—Estará bien. Sé que sí. —aseguró ella.
—Vamos a confirmarlo.