Isabella se sentó en la parte trasera del coche con la espalda rígida, como si mantenerla recta fuera la única forma de evitar que su cuerpo cediera al cansancio. Apoyó ambas manos sobre el regazo, una sobre la otra, y respiró despacio, tratando de ignorar el malestar persistente que le recorría el abdomen desde hacía horas.Leo Peterson ocupaba el asiento a su lado.Demasiado cerca.No la tocaba, no invadía su espacio de forma evidente, pero su sola presencia llenaba el interior del coche. Era grande, sólido, seguro de sí mismo. De esos hombres que no necesitaban alzar la voz para imponer autoridad.El silencio entre ellos no era cómodo. No era ese silencio amable que se da cuando no hacen falta palabras, sino uno denso, cargado, como si ambos evitaran decir algo que ya flotaba en el aire.—¿Estás bien? —preguntó Leo al cabo de unos segundos, mirándola de reojo—. Te pusiste roja otra vez.Isabella apretó los labios.No estaba roja por vergüenza.Ni por nervios.Estaba incómoda.Cansa
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