Leo observaba a la joven futura madre con curiosidad.
Isabella caminaba a su lado, despacio, con una mano sobre el vientre y la otra sujetando el bolso. Murmuraba tan bajo que él no alcanzaba a entender lo que decía. Al principio pensó que le hablaba a él; luego se dio cuenta de que la joven se hablaba sola. Eso, lejos de parecerle raro, le resultó casi entrañable.
Estaba demasiado acostumbrado a las mujeres frías y calculadoras de su mundo: modelos, presentadoras, influencers, que preferían un bolso de marca a una comida caliente, que vivían pendientes de la apariencia antes que de la felicidad. Presentía que a Isabella no le importaba en lo absoluto cuánto dinero tuviera él en el bolsillo.
—¿Ya se pusieron de acuerdo? —preguntó de pronto.
—¿Quiénes? —Isabella frunció el ceño mientras cruzaban las puertas de cristal de la clínica.
—Tú y la voz que tienes en tu cabeza. Parecía una discusión bastante intensa.
—No te burles de mí, grieguito —murmuró.
—¿Me acabas de llamar “grieguito”? —repitió él, incrédulo.
Sabía que, si pasaba un día entero encerrado con ella en una casa, terminaría buscándole cinta adhesiva para taparle la boca. O eso se decía.
—¿Prefieres “griegote”? A mí me da lo mismo —replicó Isabella—. Te crees muy simpático e inteligente. No me digas que nunca has visto a alguien hablando solo.
—Ver, sí. Aceptarlo, es otra cosa. Suena a locura.
Ella lo fulminó con la mirada y masculló algo sobre sacarle los ojos con una cucharita.
Tenía un carácter salvaje, y eso él debía reconocerlo. En vez de calmarla, decidió seguir provocándola. Le divertía más.
—Incluso diría que es uno de los requisitos para terminar en psiquiatría —añadió con ligereza—. Buenos días. —Se acercó al mostrador de recepción y sonrió.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles? —preguntó la recepcionista, una mujer de pelo castaño recogido y gafas finas.
Leo notó cómo ella lo recorría de arriba abajo. Seguramente el espectáculo de traje caro manchado de café no era lo que esperaba ver en alguien como él.
—La señorita está embarazada —dijo—. Necesitamos que la vea el doctor Troyadis para comprobar que todo está bien.
La mujer tecleó unos segundos en el ordenador.
—El doctor está con un paciente. Tendrían que esperar un momento —informó.
—No pasa nada —intervino Isabella enseguida—. Con que me atiendan en urgencias es suficiente.
Le apoyó la mano en el brazo al decirlo, y Leo se quedó unos segundos en blanco. Un simple contacto y una descarga le corrió por el pecho.
—No —respondió él al cabo de ese instante de bloqueo—. Avísele al doctor Troyadis que Leo Peterson está aquí y que necesito verlo cuanto antes.
—Señor… —empezó la recepcionista, incómoda.
—Llámelo, por favor —insistió Leo, cortante, aunque sin subir el tono—. Dígale que estoy aquí.
La mujer dudó, pero terminó por marcar.
Leo era uno de los principales inversores de esa maternidad. Su familia había donado millones para su ampliación y mantenimiento. No era arrogancia: se tomaba muy en serio su papel de “hombre importante”, como solía decirle su primo.
—No quiero causarte problemas —susurró Isabella, inquieta, mirando de él a la recepcionista.
Tenía las manos entrelazadas, los dedos apretados, el ceño fruncido. Era evidente que la situación la incomodaba.
—No molestás —respondió él—. Te dije que iba a ayudarte, y lo voy a hacer. Te traje aquí. Lo justo es que te vea alguien en quien confío. Él sabrá decirnos si tu bebé está bien.
—No tienes que quedarte —insistió ella.
—No me voy a ir —cortó Leo, sin concederle espacio—. Da igual cuántas veces lo digas.
No pensaba dejarla sola. Le resultaba absurdo, incluso para él, pero la idea de marcharse y dejarla en una sala de espera lo ponía de mal humor.
—Señor —volvió a hablar la recepcionista—, el doctor Troyadis viene en camino. Pueden esperarlo en su despacho, si desean. ¿Sabe cómo llegar?
—Sí, gracias —contestó Leo.
Había ido a esa oficina demasiadas veces: revisiones, reuniones, cenas; casi se había criado con Troyadis. Eran amigos desde la infancia.
En ese momento, su móvil vibró. Leo murmuró una disculpa a Isabella y se apartó unos pasos para contestar.
—¿Sí? —respondió, llevándose el teléfono al oído.
—Amor —ronroneó una voz que reconoció al instante: Elena.
Cerró los ojos un segundo.
—Te dije que dejaras de llamarme.
—Y yo te dije que no me rindo tan fácil, cariño —replicó ella, con ese tono seductor que antes le revolvía la sangre de otra manera—. Creo que ya es hora de que vuelvas.
—No voy a volver.
—Me has castigado suficiente —sonó ofendida—. ¿De verdad no me extrañas?
Antes, aquellas palabras lo habrían desarmado. Ya no.
—No es un castigo —respondió seco—. Se llama haber terminado una relación. ¿No te lo explicó el tipo con el que pensabas engañarme? Pregúntale, seguro lo maneja mejor que yo.
—No te pongas así, por Dios —se quejó—. Fue un momento tonto, un pequeño desliz. Las mujeres también tenemos necesidades, Leo.
—Me fui unos días —gruñó él.
—No pensé que llegarías tan pronto… —ese cinismo le subió la rabia hasta la garganta.
—Oh, disculpa por llegar antes de tiempo —soltó, cortando la llamada de golpe.