Capítulo 3

Isabella intentó concentrarse en el trabajo, pero el cuerpo no le respondió. Cada paso le pesaba el doble. El olor a café ya no solo le revolvía el estómago; ahora le provocaba náuseas constantes y una presión incómoda en el bajo vientre.

No era un dolor insoportable.

Era peor.

Era persistente.

—Isa, ¿puedes atender la mesa cuatro? —preguntó Doyle desde la caja.

—Sí —respondió, aunque la voz le salió más débil de lo normal.

Tomó la bandeja con cuidado. Caminó despacio. Demasiado despacio.

El hombre del traje oscuro estaba sentado allí.

Leo Peterson.

Ella aún no sabía su nombre, pero lo observó sin querer. No era solo su apariencia —era la forma en que ocupaba el espacio. Como si el lugar se adaptara a él y no al revés. Revisaba su teléfono con gesto serio, mandíbula tensa, cejas ligeramente fruncidas.

Isabella se acercó.

—¿Qué va a ordenar? —preguntó, profesional, sin levantar demasiado la mirada.

—Un café negro —respondió él—. Sin azúcar.

La voz era firme. Segura. No sonaba amable ni hostil. Solo… acostumbrada a ser obedecida.

Ella asintió y se dio la vuelta.

Y entonces ocurrió.

Un calambre seco le atravesó el vientre.

Isabella se detuvo en seco. La bandeja tembló en sus manos. Tuvo que apoyarse en la barra para no perder el equilibrio.

—Maldición… —susurró.

Respiró hondo. Una vez. Dos.

No ahora, se dijo. Por favor, no ahora.

El dolor no se fue. Se expandió, lento, incómodo, como una advertencia.

—¿Se encuentra bien? —escuchó la voz del hombre a su espalda.

Isabella apretó los labios.

—Sí —mintió sin girarse.

No quería mirarlo. No quería que nadie la mirara.

Continuó caminando, pero el cuerpo volvió a traicionarla. Esta vez fue peor. Un mareo repentino le nubló la vista. El calor le subió de golpe al rostro.

La bandeja se inclinó.

El café voló.

Y cayó directo sobre la camisa impecable del hombre.

—¡Dios mío! —exclamó ella, horrorizada—. Lo siento, lo siento mucho…

Leo se levantó de inmediato. El líquido oscuro empapaba su pecho. El contraste con la tela clara era evidente.

Isabella lo miró con el corazón desbocado.

—De verdad, no fue mi intención. Yo… —tragó saliva—. Puedo pagar la limpieza. O traerle otra camisa. O…

—Tranquila —la interrumpió él, sorprendiéndola—. No es grave.

No alzó la voz. No gritó. No reaccionó como ella esperaba.

Eso la descolocó más.

—Sí es grave —insistió—. Arruiné su camisa.

—Tengo más —respondió él, restándole importancia—. Usted parece estar peor.

Isabella negó con la cabeza.

—Estoy bien.

Otra mentira.

El dolor volvió a punzar. Más fuerte. Esta vez tuvo que llevarse la mano al vientre sin pensarlo.

Leo lo notó.

Todo.

El gesto.

La palidez.

La forma en que respiraba.

—¿Está embarazada? —preguntó, serio.

Isabella se tensó.

—Eso no es asunto suyo.

—Le duele el abdomen —insistió—. Está mareada. No está bien.

Ella dio un paso atrás.

—No necesito que me analice.

El mundo volvió a girar.

Isabella sintió cómo las fuerzas la abandonaban de golpe. Intentó sostenerse, pero no llegó a tiempo.

Leo reaccionó antes de pensar.

La sostuvo.

El peso de su cuerpo contra el de él fue real. Alarmante.

—¡Isa! —gritó Doyle desde el fondo.

Ella apenas pudo abrir los ojos.

—No… no puedo pagar un hospital… —murmuró, antes de perder la conciencia.

Leo la miró, sorprendido por esas palabras.

Por esa realidad.

La tomó en brazos sin pedir permiso.

—Llame a una ambulancia —ordenó—. Ahora.

—No tiene seguro —dijo Doyle, nervioso.

Leo apretó la mandíbula.

—Me encargo yo.

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