Mundo de ficçãoIniciar sessãoLas mañanas se le hacían cada vez más pesadas a Isabella Rich.
No lograba retener nada en el estómago. Vomitaba lo poco que cenaba y algo más apenas abría los ojos. Estaba harta del sonido de sus propias arcadas, cansada de sobresaltar a Irene cada vez que corría al baño, que quedaba dentro del diminuto apartaestudio que compartían.
Nunca en su vida se había sentido tan incómoda.
No era solo el embarazo. Ni siquiera era únicamente el cansancio constante. Era la suma de todo: el abandono, la vergüenza ajena, la incertidumbre.
Llevaba apenas una semana viviendo con Irene, y aun así sentía que llevaba meses invadiendo su espacio. Su amiga era un ángel por permitirle quedarse allí. El lugar apenas alcanzaba para las dos. Un colchón, una mesa pequeña, una cocina improvisada. Y casi nada de comida.
Irene nunca fue muy organizada con las compras, e Isabella no tenía tiempo ni fuerzas para encargarse de nada. Cuando salía de su turno en la cafetería, iba directo a limpiar y regar las plantas de una joven pareja que vivía cerca. Era dinero extra. Dinero que ahora necesitaba más que nunca.
Porque estaba sola.
Cuando su madre le dijo que no estaba preparada para ser madre, que no tenía la madurez para criar al bebé que esperaba, Isabella creyó que solo intentaba asustarla. Herirla. Doblegarla.
Tal vez esa sí fue la intención.
Pero durante esa primera semana lejos de casa, lejos de la protección de sus padres, Isabella comenzó a entender algo aterrador: vivir sola no iba a ser fácil. Criar a un hijo sola lo sería aún menos.
—No vengas pidiendo ayuda después —le gritó su madre mientras ella guardaba su ropa en la maleta.
—No lo haré —respondió Isabella entre lágrimas.
—¡Estás arruinando tu vida! Estás a punto de graduarte, solo te quedan tres cuatrimestres —insistió—. Eso pasa en un suspiro.
Desde el instante en que confesó que estaba embarazada, sus padres comenzaron a mirarla como a una desconocida.
—No estoy arruinando mi vida —dijo ella—. Estoy embarazada.
—Es lo mismo. Tienes veintidós años y una carrera de veterinaria por delante. ¡Tu padre y yo no nos sacrificamos para que lo eches todo a perder así! —le gritó su madre, fuera de sí.
Isabella pensó que merecía la rabia de su madre y el silencio de su padre. Había destruido la imagen de hija perfecta que ellos tenían. Un médico reconocido y una profesora de letras, respetados en toda Grecia por su disciplina, su unión y su esfuerzo.
Su padre, Alexandros Rich, era conocido por ayudar a cualquiera que lo necesitara. Había llevado a sus dos hijas a la universidad sin tropiezos. Su hermana mayor ya estaba casada, con un bebé en brazos y una vida estable.
Isabella, en cambio, siempre fue distinta. Más libre. Más impulsiva.
Tan libre que se enamoró del hombre equivocado.
Un tipo obsesionado con las carreras de autos, con el dinero, con ese mundo de millonarios arrogantes al que ella nunca perteneció. Se dio cuenta de cuánto lo amaba la noche en que, después de una fiesta universitaria, él le propuso hacerlo dentro de su automóvil.
Ella aceptó sin pensar.
Perdió su virginidad.
Todo iba bien: sacaba excelentes notas, su padre ya tenía listo el local donde pondría su clínica veterinaria. Tenían planes. Muchos.
Hasta que él se fue.
Porque cuando Isabella le dijo que estaba embarazada, él no dudó ni un segundo.
La bloqueó.
Veintidós años.
—Escúchame, por favor —rogó su madre esa noche, sujetándola del brazo—. Mírame, Isabella.
Su padre había sido claro: abortar o marcharse.
Isabella no dudó ni dos segundos.
Se iría. Criaría a su hijo sola. Otras mujeres lo hacían. Ella también podría.
—No importa lo que digas, mamá —susurró—. No voy a abortar. ¿Entiendes lo que me están pidiendo? Me están pidiendo que mate a mi hijo.
—¡Eso ni siquiera es un bebé todavía!
—¡No le llames cosa! —respondió Isabella, soltándose—. Es mi hijo. Es tu nieto.
—Eso no siente nada aún. Es solo un procedimiento médico.
—¿Te escuchas? —dijo ella, caminando hacia la puerta de su habitación, la que había sido su refugio desde niña.
Aquella misma noche llamó a Irene. Ella no dudó en abrirle la puerta de su minúsculo apartaestudio.
—Isabella, por favor… —rogó su madre una última vez.
—Hasta luego, mamá. Avísame cuando se les pase lo inhumano —dijo sin mirar atrás.
Ahora estaba allí, enferma cada mañana, perturbando el sueño de su amiga. Irene trabajaba de noche en un centro de llamadas. Llegaba pasada las tres de la madrugada. Tenía veinticuatro años, era huérfana y también estudiaba veterinaria.
Y no estaba embarazada de un hombre que huyó como un cobarde.
—¿Isa? ¿Estás bien? —preguntó Irene desde la puerta del baño.
—Sí… es lo normal —respondió Isabella, sujetándose el cabello por si venía otra arcada.
A veces pasaba más de media hora inclinada sobre el lavabo.
—Cada día es peor —murmuró Irene, preocupada—. Estás muy flaca.
—Gracias por animarme —ironizó.
—No bromeo. Me da miedo que te debilites demasiado.
—No puedo con esta conversación ahora —susurró—. Perdón por despertarte. Ya me arreglo para ir al trabajo.
—No te disculpes —dijo Irene con suavidad—. Estoy contigo.
Pero Isabella estaba irritable. Todo le molestaba. Incluso respirar.
—Voy a acostarme otra vez.
Asintió justo cuando otra arcada le sacudió el cuerpo.
Sabía que le esperaba un día de perros.







