Mundo ficciónIniciar sesiónClara ha vivido toda su vida en las sombras de una casa que nunca la quiso. Ignorada por su padre, maltratada por su madrastra y relegada al rincón más oscuro de la manada. Su única ilusión es él… Caleb, su mejor amigo de la infancia. Su protector. Ella sueña con que despierte como su compañero destinado en la Ceremonia de la Luna. Pero cuando la noche llega, la verdad resulta aún más cruel que cualquier castigo: Caleb pertenece a otra… y Clara es marcada por un extraño. Cinco años después, Clara ya no es la misma. De aquella joven inocente solo queda el nombre. ¿Puede un lazo nacido en el caos sobrevivir al abandono, la guerra… y a la mujer en la que se ha convertido? Creyeron que podían romperme. Lo único que hicieron… fue hacerme más fuerte. Aprendí a convertir el dolor en fuego. Y el fuego… en esperanza.
Leer másClara
El sonido de los picos golpeando la pared era un pitido constante en mi cabeza.
La mina donde trabajábamos estaba tan oscura que apenas podía ver las siluetas de los demás prisioneros. Todos teníamos la mirada fija en la roca, cada uno igual de exhausto, igual de roto.
El aire denso y cargado de polvo se metía en los pulmones como cuchillas. Cada respiración era un suplicio. Cada movimiento, una cadena invisible que nos recordaba que no éramos más que herramientas para excavar esta tierra.
Mis manos estaban en carne viva, llenas de cortes, sangre seca y sangre fresca. El pico pesaba más con cada golpe, y mis brazos temblaban. Llevaba horas sin descanso, obligándome a seguir para evitar la única alternativa: el castigo.
Pero mis piernas ya no podían sostenerme.
El sudor me corría por la espalda, empapando la tela raída que apenas me cubría. La vista se me nubló. No pude evitarlo: mis rodillas cedieron y me dejé caer al suelo, jadeando, intentando llenar mis pulmones con aire envenenado.
Solo un segundo, me dije. Un solo maldito segundo para no colapsar.
—¿Qué crees que estás haciendo? —la voz del capataz retumbó como un trueno.
No tuve tiempo de contestar.
El golpe de su bota me sacudió detrás de las rodillas. Mi cuerpo se dobló y otra patada me azotó las costillas, arrancándome un grito ahogado. Me encogí sobre mí misma, los brazos un escudo inútil.
—¡Levántate, escoria! —escupió, la palabra tan venenosa como su voz—. Aquí no hay descanso para las traidoras.
Traté de ponerme en pie, pero un nuevo golpe en la espalda me aplastó contra el suelo. El dolor me robó el aire. Todo giraba, como un remolino oscuro que me tragaba. Cada respiración era un puñal.
—No… por favor… —murmuré, un susurro apenas audible.
Eso solo lo enfureció más.
Me levantó a la fuerza, sus dedos clavándose como garras en mi brazo. Sabía que me dejaría moretones sobre los que ya tenía.
Su puño me golpeó en la cara. El sabor metálico de la sangre llenó mi boca.
—¡No hables! —rugió, su aliento asqueroso contra mi piel—. ¡No te atrevas a suplicar! Agradece que aún tienes lengua.
El siguiente golpe me hizo ver negro.
.*.*.*.
Cuando desperté, estaba en la habitación de castigos.
No en mi celda habitual, sino en ese lugar donde las peores pesadillas tomaban forma.
El frío del suelo se me pegaba a la piel y un latido sordo me retumbaba en el cráneo. Cada costilla parecía rota, cada respiración un esfuerzo que me arrancaba lágrimas invisibles.
Frente a mí estaba mi padre: Beta John. De pie, inmóvil, con esa mirada que no conocía compasión. A su lado, Nancy, su esposa, con esa sonrisa dulce que ya no me engañaba.
Me obligué a sentarme, aunque todo me gritaba que me quedara en el suelo. Sabía que no debía provocar más ira.
—Lo siento, padre —susurré con la voz rota, las palabras hechas jirones—. No volverá a pasar…
El golpe fue tan rápido que ni lo vi venir. Su mano cruzó mi rostro y el eco del impacto me retumbó en los oídos.
—¡Te dije que no hables sin permiso! —gruñó con rabia.
Mi mejilla ardía. La sangre corría desde mi labio partido. Bajé la mirada, tragándome el orgullo. No quedaba nada de él, solo la necesidad de sobrevivir.
—Eres una aberración —escupió, y cada palabra es veneno puro—. Jamás debiste nacer. Eres una maldición para esta manada. Para mí.
Cerré los ojos. Lo había escuchado tantas veces… pero seguía doliendo como la primera vez.
—Por favor, padre… —volví a suplicar, aunque sabía que estaba prohibido.
Nancy soltó una risita suave. Su mano se apoyó en el brazo de John, como si lo calmara… o como si lo animara.
—Mírala, tan patética —murmuró con falsa dulzura—. ¿De verdad crees que tus disculpas cambiarán algo, Clara?
Mi padre no dijo nada. Me miró como si no fuera más que basura. Su silencio era peor que sus palabras.
—Te vas a pudrir aquí —escupió al final, cada palabra fría como la piedra—. Hasta que aprendas cuál es tu lugar. Hasta que dejes de ser una vergüenza.
Se giró hacia la pared, donde colgaban látigos y garfios, cadenas y herramientas que conocía demasiado bien.
Eligió un látigo de cuero negro, sus puntas de metal brillando con la luz tenue. Solo verlo me hizo temblar.
—Quítate la camisa —ordenó con la voz vacía.
Sabía que negarme solo lo haría peor.
Con manos temblorosas, desabotoné la prenda sucia y la dejé caer. El aire frío me hizo estremecer. Mi piel, marcada de moretones y cicatrices, se expuso como un libro abierto.
John me miró despacio, cada vieja herida y cada marca nueva. Su mirada era hielo, su respiración tan controlada como siempre.
—Has traicionado a tu Alfa —dijo, su voz baja y cortante—. Has sido perezosa en tu trabajo. Eso merece diez latigazos.
Tragué saliva. Cerré los ojos, obligándome a no temblar.
Nancy soltó otra risita, el sonido como una caricia envenenada.
—¿Diez? —repitió, su tono dulce y mortal—. Cariño, ella casi mata al Alfa Rowan. Ha sido una carga para todos… y para ti. Mínimo treinta.
El silencio que siguió me heló hasta los huesos. Mi corazón golpeaba como un tambor en mi pecho.
John asintió.
—Treinta latigazos —dijo, sin emoción.
Las lágrimas me ardían en los ojos, pero me negué a dejarlas caer. No les daría ese placer.
—Sí, padre —murmuré, apenas un suspiro.
Él me ordenó darme la vuelta y apoyar las manos contra el muro de piedra. La superficie fría me robó el aliento.
Podía sentir la mirada de Nancy clavada en mi espalda. Deleitándose con mi humillación.
El sonido del látigo deslizándose por el aire fue la última advertencia.
El primer golpe me desgarró la piel. Un fuego líquido se extendió por mi espalda, arrancándome un grito ahogado.
No me dieron tiempo para respirar. El segundo llegó casi al mismo tiempo, más duro, más cruel.
El tercero me obligó a cerrar los ojos. Contuve un sollozo que se me quedó atorado en la garganta. La sangre empezó a correr por mi piel, tibia y pegajosa.
—Así se hace —murmuró Nancy, su voz como un veneno dulce.
El cuarto y el quinto latigazo se fundieron en uno solo. Cada punta de metal se llevaba algo más que piel: se llevaba pedazos de mi ser.
Aún así, me negué a gritar.
Cuando el decimocuarto golpe llegó, mis piernas no pudieron más. Me desplomé de rodillas, los dedos arañando la piedra fría.
Nancy se inclinó a mi lado, su perfume empalagoso mezclándose con el hierro de la sangre.
—¿Te duele, pequeña? —susurró, como si me consolara. Sus dedos me acariciaron la mejilla, con falsa ternura—. No importa. El dolor purifica… ¿no lo sabes?
—Vas a recibir cada golpe, Clara. Y lo vas a recordar.
El látigo siguió cayendo. Quince… dieciséis… diecisiete… mi cuerpo temblaba con cada azote, la piel rota y ardiente.
En el vigésimo, ya no pude más. Mi cuerpo colapsó por completo, mis manos resbalando sobre la piedra, la negrura tragándome.
Pero John no paró.
Y mientras todo se volvía oscuro, supe que, aunque sobreviviera, nunca podría olvidar.
Nunca dejaría de ser el monstruo, la traidora compañera del Alfa, la que cargaba el pecado de existir.
.*.*.*.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.
Cuando abrí los ojos, la habitación estaba a oscuras. El aire olía a sangre, sudor y polvo. La puerta se abrió y el sonido de pasos suaves me heló la piel.
Era Vanessa.
Traía una bandeja con comida. Pan duro y agua en un cuenco.
Su sonrisa era tan dulce como el veneno que destilaban sus palabras.
—¿Estas cómoda, Clara? —preguntó, su voz cantarina—. Pensé que necesitarías algo de comer, aunque dudo que tu estómago lo soporte después de… esto.
Dejó la bandeja en el suelo frente a mí, sin molestarse en mirarme a los ojos.
—¿Sabes? El Alfa Rowan despertó esta mañana —dijo, como quien comenta el clima—. Y… bueno, supongo que ya sabes lo que significa.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda herida.
—Él está bien, y ha decidido reconocerme como su compañera. Como su Luna —continuó, su voz tan dulce que dolía—. Así que tus mentiras… tus juegos sucios… no sirvieron para nada.
Se inclinó hacia mí, sus labios casi rozando mi oído.
—¿Oyes eso, rarita? —susurró—. Todo lo que hiciste, todo lo que soportaste… no cambió nada. No eres más que la carga que todos sabíamos que eras.
Se enderezó y me lanzó una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Come, si puedes. —Su voz se volvió fría—. Vas a necesitar fuerzas para la próxima vez que decidan recordarte cuál es tu lugar.
La puerta se cerró tras ella, dejándome sola con la oscuridad y el dolor.
Me quedé temblando, la garganta cerrada, la comida tan distante como la esperanza.
No lloré.
No tenía lágrimas.
Solo la certeza de que, aunque mi cuerpo sangrara y mis huesos dolieran, no me iban a destruir por dentro... No hasta que lo viera y él me confirmara lo que Vanessa había dicho.
Aunque eso fuera todo lo que me quedaba... eso y el recuerdo de lo que una vez fuimos...
Cordelia —Seraphiel…El nombre me salió como humo caliente entre los dientes. Me incorporé con la guadaña en la mano. La caverna respiró hondo conmigo, conteniendo el aliento.Roxie se movió medio paso para cubrir a Rowan. Damien y Fernanda se pusieron a mis flancos, uno a cada lado, como siempre.Seraphiel cruzó el umbral, haciendo que la tierra bajo sus pies temblara con cada paso.—Pensé que te gustaban más los relojes que las cavernas —dije, llamando su atención.Sonrió sin mostrar los dientes.—Cuando el tiempo falla, cualquier sala sirve.No se acercó más. Tampoco tuvo que hacerlo: su mirada ya había traspasado todos los límites. Miró a Damien, a Fernanda, a Roxie, a Rowan… y volvió a mí, como si todos los demás fueran totalmente insignificantes.—No he venido por ti —dijo.—¡Uy, qué pena! —respondí exagerando la frase—. Pues… sabes que yo tengo que matarte, ¿no?Negó con la cabeza, sonriendo.—Ahora lo comprendí, no me habría servido matarte —continuó, despertando una inquietu
Cordelia No encontraba lugar para mis manos. Caminé de un lado a otro por la galería, con la ropa pegada al cuerpo y el frío del Averno mordiéndome los huesos. La casa crujía con su respiración vieja y cada grieta parecía repetirme lo mismo: "ten paciencia..."No podía hacerlo. No debería sentir eso. Y por supuesto, no quería.Me detuve frente a la ventana abierta al abismo. Apoyé los dedos contra el alféizar de piedra hasta sentirlos hormiguear. “Arriba”, pensé. “Arriba, donde no me quieren, donde me prohibieron volver.” El Cielo podía llamarse paraíso todo lo que quisieran; sin embargo, seguía siendo una putâ jaula con luz.La puerta del pasillo se abrió de golpe. Fernanda entró primero, despeinada, la piel aún rosada; detrás venía Damien abotonando su camisa y la sonrisa culpable de quien sabe que ha sido feliz en el minuto equivocado.—Cor… —empezó Fer, arreglándose el cabello con las manos— ¿Qué pasa?—Que estoy cansada de que me alejen de mi hija —dije sin girarme—. Y de que
RowanCole miró sus manos. Las contrajo. Y en ese gesto abrió la puerta por donde entró lo que no tenía nombre.La vi: no como figura, sino como hueco. Astaroth no cayó sobre él como cae un depredador. Se filtró por la rendija que la ira había abierto. Una oscuridad silenciosa, satisfecha. Lo supe, mirando, algo había cambiado para siempre.La siguiente secuencia fue una letanía. Decisiones tomadas en las que la compasión perdió por un margen amplio. Órdenes dadas con voz más dura y sin racionalizarlas. Miradas que no buscaban ojos sino sumisión. Una mujer, mi madre, viéndolo volver distinto, tocándole la mejilla con dedos cuidadosos y temblorosos. —Descansa —le pidió.—No puedo —dijo él, y su voz ya venía de un pozo.Astaroth se acomodó en su nuca como un rey en su trono, marcándole cada pensamiento, cada gesto. Y yo crecí bajo esa sombra, convencido de que era lo natural… de que mi padre no era más que un tirano cruel que reinaba con sangre, dolor y miedo.La luz de los recuerdos
Rowan La voz me atravesó como una astilla helada en el costado.—Hola, hijo…Las sombras terminaron de tomar forma delante de mí, ganando peso y contorno hasta dibujar un cuerpo que conocía mejor de lo que habría querido: hombros anchos, espalda erguida, el porte severo del Alfa que me había enseñado a temblar. Recordé su nombre antes de verlo completo, como si una vieja puerta se abriera sola en mi memoria.Cole.Mi padre… el hombre que acabó con mi vida el día que mató a mi madre... y me obligó a matarlo para reclamar mi lugar en la manada.El Averno se volvió más frío. Yo seguía pegado a la pared, con las piernas entumecidas, los pulmones casi en un colapso y un vacío brutal en el pecho que llevaba el nombre de Varek. Intenté enderezarme y el mundo me zumbó detrás de los ojos.—Quédate atrás —le susurré a Roxie, aunque sabía que no me obedecería.—En tus sueños, Alfa —respondió, y se colocó a mi lado de todos modos. Su hombro rozó el mío; ese contacto ancló mi cuerpo a la realidad
Clara La luz me envolvió como un agua demasiado pura para mis pulmones. Era fría y hermosa, y sin embargo sentí que intentaba vaciarme. Él estaba allí, no con un cuerpo, sino con presencia: un centro de gravedad en medio de la sala. A su lado, la Diosa Luna tenía una serenidad que cortaba, una sonrisa casi dulce que no tocaba los ojos. Varek gruñó, pero su gruñido quedó suspendido en el aire, como si alguien lo hubiera aprisionado dentro de un cristal invisible. Edward se mantuvo un paso detrás de mí, con una quietud tensa que anunciaba que estaba dispuesto a interponerse en cuanto dieran un paso más.—Hija de la unión prohibida —dijo Él con una calma que hacía contener la respiración—. Tu materia no soportará lo que ya despierta en ti. Debes quedarte aquí, donde perteneces.La palabra “perteneces” me dejó un sabor metálico en la lengua. Di un paso hacia atrás por puro instinto. Entonces Zeiren se adelantó. Extendió sus alas grises y me cubrió con ellas. No eran un adorno; eran
RowanMe arrastré hasta la pared más cercana, con las uñas rascando la piedra como un animal herido. Cada movimiento era una batalla contra el vacío que me estaba devorando desde dentro. Cuando al fin conseguí apoyar la espalda contra la superficie fría, respiré hondo, tratando de estabilizar el temblor de mi cuerpo.No aparté la vista del portal. Clara había cruzado, Edward y Varek con ella, y Zeiren los había guiado con esa soberbia que lo acompañaba hasta cuando respiraba. Yo me quedé de este lado, como un despojo, como el ser que mi suegro insistía en hacerme ver y sentir, un don nadie, un peligro. "Tal vez el hijo de puta ya sabía que yo no iba a pasar... Tal vez quería que Varek y yo nos separáramos para verme así..."Nunca supe que el lobo y el humano podían separarse. Había escuchado historias, rumores, pero jamás lo creí posible. Ahora lo sabía. ¡Y joder cómo dolía! Era como si me hubieran arrancado la piel y me hubieran metido en un barril lleno de alcohol.El silencio de





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