Rowan
Cole miró sus manos. Las contrajo. Y en ese gesto abrió la puerta por donde entró lo que no tenía nombre.
La vi: no como figura, sino como hueco. Astaroth no cayó sobre él como cae un depredador. Se filtró por la rendija que la ira había abierto. Una oscuridad silenciosa, satisfecha. Lo supe, mirando, algo había cambiado para siempre.
La siguiente secuencia fue una letanía.
Decisiones tomadas en las que la compasión perdió por un margen amplio. Órdenes dadas con voz más dura y sin racionalizarlas.
Miradas que no buscaban ojos sino sumisión. Una mujer, mi madre, viéndolo volver distinto, tocándole la mejilla con dedos cuidadosos y temblorosos.
—Descansa —le pidió.
—No puedo —dijo él, y su voz ya venía de un pozo.
Astaroth se acomodó en su nuca como un rey en su trono, marcándole cada pensamiento, cada gesto. Y yo crecí bajo esa sombra, convencido de que era lo natural… de que mi padre no era más que un tirano cruel que reinaba con sangre, dolor y miedo.
La luz de los recuerdos