Clara
El sonido de los picos golpeando la pared era un pitido constante en mi cabeza.
La mina donde trabajábamos estaba tan oscura que apenas podía ver las siluetas de los demás prisioneros. Todos teníamos la mirada fija en la roca, cada uno igual de exhausto, igual de roto.
El aire denso y cargado de polvo se metía en los pulmones como cuchillas. Cada respiración era un suplicio. Cada movimiento, una cadena invisible que nos recordaba que no éramos más que herramientas para excavar esta tierra.
Mis manos estaban en carne viva, llenas de cortes, sangre seca y sangre fresca. El pico pesaba más con cada golpe, y mis brazos temblaban. Llevaba horas sin descanso, obligándome a seguir para evitar la única alternativa: el castigo.
Pero mis piernas ya no podían sostenerme.
El sudor me corría por la espalda, empapando la tela raída que apenas me cubría. La vista se me nubló. No pude evitarlo: mis rodillas cedieron y me dejé caer al suelo, jadeando, intentando llenar mis pulmones con aire envenenado.
Solo un segundo, me dije. Un solo maldito segundo para no colapsar.
—¿Qué crees que estás haciendo? —la voz del capataz retumbó como un trueno.
No tuve tiempo de contestar.
El golpe de su bota me sacudió detrás de las rodillas. Mi cuerpo se dobló y otra patada me azotó las costillas, arrancándome un grito ahogado. Me encogí sobre mí misma, los brazos un escudo inútil.
—¡Levántate, escoria! —escupió, la palabra tan venenosa como su voz—. Aquí no hay descanso para las traidoras.
Traté de ponerme en pie, pero un nuevo golpe en la espalda me aplastó contra el suelo. El dolor me robó el aire. Todo giraba, como un remolino oscuro que me tragaba. Cada respiración era un puñal.
—No… por favor… —murmuré, un susurro apenas audible.
Eso solo lo enfureció más.
Me levantó a la fuerza, sus dedos clavándose como garras en mi brazo. Sabía que me dejaría moretones sobre los que ya tenía.
Su puño me golpeó en la cara. El sabor metálico de la sangre llenó mi boca.
—¡No hables! —rugió, su aliento asqueroso contra mi piel—. ¡No te atrevas a suplicar! Agradece que aún tienes lengua.
El siguiente golpe me hizo ver negro.
.*.*.*.
Cuando desperté, estaba en la habitación de castigos.
No en mi celda habitual, sino en ese lugar donde las peores pesadillas tomaban forma.
El frío del suelo se me pegaba a la piel y un latido sordo me retumbaba en el cráneo. Cada costilla parecía rota, cada respiración un esfuerzo que me arrancaba lágrimas invisibles.
Frente a mí estaba mi padre: Beta John. De pie, inmóvil, con esa mirada que no conocía compasión. A su lado, Nancy, su esposa, con esa sonrisa dulce que ya no me engañaba.
Me obligué a sentarme, aunque todo me gritaba que me quedara en el suelo. Sabía que no debía provocar más ira.
—Lo siento, padre —susurré con la voz rota, las palabras hechas jirones—. No volverá a pasar…
El golpe fue tan rápido que ni lo vi venir. Su mano cruzó mi rostro y el eco del impacto me retumbó en los oídos.
—¡Te dije que no hables sin permiso! —gruñó con rabia.
Mi mejilla ardía. La sangre corría desde mi labio partido. Bajé la mirada, tragándome el orgullo. No quedaba nada de él, solo la necesidad de sobrevivir.
—Eres una aberración —escupió, y cada palabra es veneno puro—. Jamás debiste nacer. Eres una maldición para esta manada. Para mí.
Cerré los ojos. Lo había escuchado tantas veces… pero seguía doliendo como la primera vez.
—Por favor, padre… —volví a suplicar, aunque sabía que estaba prohibido.
Nancy soltó una risita suave. Su mano se apoyó en el brazo de John, como si lo calmara… o como si lo animara.
—Mírala, tan patética —murmuró con falsa dulzura—. ¿De verdad crees que tus disculpas cambiarán algo, Clara?
Mi padre no dijo nada. Me miró como si no fuera más que basura. Su silencio era peor que sus palabras.
—Te vas a pudrir aquí —escupió al final, cada palabra fría como la piedra—. Hasta que aprendas cuál es tu lugar. Hasta que dejes de ser una vergüenza.
Se giró hacia la pared, donde colgaban látigos y garfios, cadenas y herramientas que conocía demasiado bien.
Eligió un látigo de cuero negro, sus puntas de metal brillando con la luz tenue. Solo verlo me hizo temblar.
—Quítate la camisa —ordenó con la voz vacía.
Sabía que negarme solo lo haría peor.
Con manos temblorosas, desabotoné la prenda sucia y la dejé caer. El aire frío me hizo estremecer. Mi piel, marcada de moretones y cicatrices, se expuso como un libro abierto.
John me miró despacio, cada vieja herida y cada marca nueva. Su mirada era hielo, su respiración tan controlada como siempre.
—Has traicionado a tu Alfa —dijo, su voz baja y cortante—. Has sido perezosa en tu trabajo. Eso merece diez latigazos.
Tragué saliva. Cerré los ojos, obligándome a no temblar.
Nancy soltó otra risita, el sonido como una caricia envenenada.
—¿Diez? —repitió, su tono dulce y mortal—. Cariño, ella casi mata al Alfa Rowan. Ha sido una carga para todos… y para ti. Mínimo treinta.
El silencio que siguió me heló hasta los huesos. Mi corazón golpeaba como un tambor en mi pecho.
John asintió.
—Treinta latigazos —dijo, sin emoción.
Las lágrimas me ardían en los ojos, pero me negué a dejarlas caer. No les daría ese placer.
—Sí, padre —murmuré, apenas un suspiro.
Él me ordenó darme la vuelta y apoyar las manos contra el muro de piedra. La superficie fría me robó el aliento.
Podía sentir la mirada de Nancy clavada en mi espalda. Deleitándose con mi humillación.
El sonido del látigo deslizándose por el aire fue la última advertencia.
El primer golpe me desgarró la piel. Un fuego líquido se extendió por mi espalda, arrancándome un grito ahogado.
No me dieron tiempo para respirar. El segundo llegó casi al mismo tiempo, más duro, más cruel.
El tercero me obligó a cerrar los ojos. Contuve un sollozo que se me quedó atorado en la garganta. La sangre empezó a correr por mi piel, tibia y pegajosa.
—Así se hace —murmuró Nancy, su voz como un veneno dulce.
El cuarto y el quinto latigazo se fundieron en uno solo. Cada punta de metal se llevaba algo más que piel: se llevaba pedazos de mi ser.
Aún así, me negué a gritar.
Cuando el decimocuarto golpe llegó, mis piernas no pudieron más. Me desplomé de rodillas, los dedos arañando la piedra fría.
Nancy se inclinó a mi lado, su perfume empalagoso mezclándose con el hierro de la sangre.
—¿Te duele, pequeña? —susurró, como si me consolara. Sus dedos me acariciaron la mejilla, con falsa ternura—. No importa. El dolor purifica… ¿no lo sabes?
—Vas a recibir cada golpe, Clara. Y lo vas a recordar.
El látigo siguió cayendo. Quince… dieciséis… diecisiete… mi cuerpo temblaba con cada azote, la piel rota y ardiente.
En el vigésimo, ya no pude más. Mi cuerpo colapsó por completo, mis manos resbalando sobre la piedra, la negrura tragándome.
Pero John no paró.
Y mientras todo se volvía oscuro, supe que, aunque sobreviviera, nunca podría olvidar.
Nunca dejaría de ser el monstruo, la traidora compañera del Alfa, la que cargaba el pecado de existir.
.*.*.*.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.
Cuando abrí los ojos, la habitación estaba a oscuras. El aire olía a sangre, sudor y polvo. La puerta se abrió y el sonido de pasos suaves me heló la piel.
Era Vanessa.
Traía una bandeja con comida. Pan duro y agua en un cuenco.
Su sonrisa era tan dulce como el veneno que destilaban sus palabras.
—¿Estas cómoda, Clara? —preguntó, su voz cantarina—. Pensé que necesitarías algo de comer, aunque dudo que tu estómago lo soporte después de… esto.
Dejó la bandeja en el suelo frente a mí, sin molestarse en mirarme a los ojos.
—¿Sabes? El Alfa Rowan despertó esta mañana —dijo, como quien comenta el clima—. Y… bueno, supongo que ya sabes lo que significa.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda herida.
—Él está bien, y ha decidido reconocerme como su compañera. Como su Luna —continuó, su voz tan dulce que dolía—. Así que tus mentiras… tus juegos sucios… no sirvieron para nada.
Se inclinó hacia mí, sus labios casi rozando mi oído.
—¿Oyes eso, rarita? —susurró—. Todo lo que hiciste, todo lo que soportaste… no cambió nada. No eres más que la carga que todos sabíamos que eras.
Se enderezó y me lanzó una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Come, si puedes. —Su voz se volvió fría—. Vas a necesitar fuerzas para la próxima vez que decidan recordarte cuál es tu lugar.
La puerta se cerró tras ella, dejándome sola con la oscuridad y el dolor.
Me quedé temblando, la garganta cerrada, la comida tan distante como la esperanza.
No lloré.
No tenía lágrimas.
Solo la certeza de que, aunque mi cuerpo sangrara y mis huesos dolieran, no me iban a destruir por dentro... No hasta que lo viera y él me confirmara lo que Vanessa había dicho.
Aunque eso fuera todo lo que me quedaba... eso y el recuerdo de lo que una vez fuimos...