Clara
Respiré hondo, sintiendo la punzada de cada palabra que había escuchado.
"No puedo dejar que esto me rompa", me dije una y otra vez.
Ya había demasiadas grietas en mi corazón como para permitir que se partiera del todo.
Así que me obligué a cambiarme rápido.
Me puse el abrigo limpio que estaba en mi casillero. Me lavé y peiné el cabello en una coleta desordenada.
Necesitaba encontrar a Caleb. Necesitaba verlo y escuchar su voz para recordar quién era yo para él.
Porque, aunque me sentía rota y sola, había algo que aún me mantenía en pie: la esperanza de que él no me dejaría atrás.
Guardé los libros y me colgué la mochila al hombro. Salí del vestuario con el corazón latiendo con fuerza.
Afuera, la tarde estaba cayendo, y el aire olía a pino y tierra húmeda.
"Lloverá en unas horas..."
Caminé hacia la pista de atletismo, donde sabía que Caleb estaría entrenando. Cada paso me dolía, pero no iba a darme la vuelta.
Necesitaba saber si todavía era alguien para él. Porque si ya no lo era, no sabía cómo iba a encontrar la fuerza para seguir siendo alguien para mí.
Caleb daba vueltas en la pista de atletismo con esa energía suya, inagotable, casi contagiosa.
Cada vez que pasaba frente a mí, sonreía. Alzaba una mano en un saludo rápido, y yo, sin pensarlo, le devolvía el gesto como un reflejo automático. Como si mis manos lo reconocieran antes que mi mente aceptara lo que había escuchado.
No. Me negaba a creerlo.
Él era tan noble, tan auténtico… No podía ser cierto. Seguro esas malditas lo dijeron solo para seguir rompiéndome desde dentro, como sabían hacerlo.
Desde las gradas lo seguía con la mirada, buscando un respiro en el vaivén de su cuerpo, en la armonía de su trote. Pero no podía evitarlo: el nudo en mi estómago seguía apretándose, como si cada paso suyo golpeara mi confianza.
Suspiré, dejando que todas las dudas se agolparan en mi mente como olas sordas, cada una más pesada que la anterior.
Mañana será la Ceremonia del Despertar, una tradición sagrada que nos prepara a quienes cumpliremos 18 en los próximos meses. Nos ayuda a fortalecer el cuerpo y el alma, para que la conexión con nuestro lobo interior se forme con toda su fuerza y naturalidad.
Es un rito, un momento importante donde dejamos atrás la niñez y comenzamos a despertar el poder que corre por nuestras venas, ese vínculo ancestral que nos define y nos guiará por el resto de nuestra existencia.
A veces, el cuerpo estaba listo, las esencias coordinadas, y en la misma ceremonia los lobos despertaban aún sin tener la edad estipulada.
Había esperado toda mi vida por este momento, eso que me confirmara que pertenecía realmente a la manada, que yo también tenía un lugar en este mundo.
Pero había algo más que me mantenía despierta por las noches… Si todo salía como esperaba, si el despertar sucedía como debía, entonces también significaría que podría saber, por fin, si él era mi compañero.
Sonreí al pensar en eso. Desde que nos habíamos conocido, fuimos inseparables.
Lo miré correr con esa facilidad que siempre me dejaba un poco celosa, pensando en lo distinto que sería todo a partir de mañana.
Si mi loba despertaba y si el vínculo se revelaba entre nosotros, entonces todo habría valido la pena.
No seríamos solo Caleb y yo, amigos inseparables desde la infancia; seríamos compañeros en el sentido más profundo de la palabra, con un lazo inquebrantable, como el que tuvieron mis padres.
Verlo correr con tanta decisión me hizo pensar en mi madre… y en cómo ella también parecía invencible.
Lo supe por las historias que una anciana me narraba en voz baja, como si sus palabras fueran un delito. Su nombre estaba prohibido mencionar, como si nombrarla pudiera despertar algo que todos temían.
Mamá había salido a pelear en un enfrentamiento con las manadas del norte. Una de esas tantas luchas interminables por territorios que, en ese entonces, no alcanzaba a comprender… y nunca regresó.
Aun así, en mi mente su imagen sigue viva. Clarísima. Gracias a una fotografía que escondo bajo el suelo de mi habitación.
La anciana que me contó sus historias me la regaló. No recuerdo con exactitud su rostro, pero gracias a ella jamás olvidé el de mi madre: alta, con el cabello oscuro cayéndole sobre los hombros y esa mirada tierna que parecía capaz de calmar hasta a un lobo en celo.
Siempre he pensado que era invencible.
Era la compañera del Beta. Y cuando los lobos del sur fueron llamados a luchar, ella se presentó sin dudarlo.
—Para proteger a la manada —me susurró la anciana la última vez que la vi, antes de besarme la frente y desaparecer de mi vida.
Yo tenía apenas diez años. Y lo único que logré entender fue que mamá era valiente.
Papá… él dejó de ser el mismo después de perderla. Y no puedo culparlo. No era solo el dolor de perder a alguien querido… era algo más profundo, algo que se quebró en su alma.
Yo tenía cinco años cuando ella se fue. No tengo recuerdos suyos sonriendo. No recuerdo el brillo en los ojos de papá.
Pero la anciana me dijo que lo perdió, que perdió el sentido de la vida. Que se convirtió en un hombre silencioso, ausente… una sombra de lo que alguna vez fue.
A veces lo encontraba mirando por la ventana, con los ojos perdidos en el bosque que rodeaba nuestra casa. Le preguntaba si pensaba en ella. Si aún creía que volvería.
Y en medio de esa oscuridad… Caleb fue mi luz.
Él siempre estuvo allí, tendiéndome la mano en los años más difíciles. Siempre sabía qué decir para arrancarme una risa… o al menos distraerme de esa tristeza que parecía no tener fin.
Recuerdo cómo solía colarse por mi ventana, sin importar la hora, y se sentaba en silencio a mi lado hasta que me quedaba dormida.
Como si entendiera que, a veces, el silencio salva más que las palabras.
Pero, si algo salía mal…
El nudo en mi estómago se apretó con más fuerza.
No podía sacarme de la cabeza lo que había escuchado en los vestidores: “Caleb besó a Vanessa… y yo era una apuesta”
Siempre escuché comentarios malintencionados hacia mí. Miradas de reojo de los demás en la manada, susurros que me hacían sentir que yo era diferente, que no encajaba aquí.
“Esos ojos”, decían algunos, “esos ojos de dos colores nunca significan nada bueno.”
La anciana solía decir que eran un don, algo que me hacía especial, pero sin ella para tranquilizarme, no podía evitar que los comentarios me hicieran sentir insignificante y maldita.
—¡Vamos, Clara! —gritó Caleb al pasar corriendo frente a mí una vez más, su voz sacándome de mis pensamientos—. ¡Deja de mirarme y baja aquí! Podríamos dar un par de vueltas juntos, ¿no?
—Estás loco si crees que voy a bajar ahí —sonreí negando con la cabeza.
Crucé los brazos sobre el pecho, frotándome los antebrazos para entrar en calor mientras lo veía acelerar en la última curva, su respiración volviéndose más pesada.
Siempre se veía tan seguro, tan resuelto.
Yo, en cambio, sentía que caminaba sobre hielo quebradizo cada vez que tenía que mostrarme al mundo.
—Qué bonito se ve mi compañero —dijo una voz familiar y que no hubiera querido escuchar en este momento—. Supongo que lo debe de hacer para mantener la distancia de ti. Nunca se sabe cuándo alguien puede contagiarse de algo raro, ¿no?
Al girarme, la vi.
Vanessa.
La misma que, desde que teníamos cinco años, se había dedicado a convertir mi vida en un infierno innecesario.
Ahí estaba, con esa mirada altiva y ese aire de superioridad que nunca se le quitaba. Como si el mundo entero le debiera algo… como si yo fuera su deuda personal.
Respiré hondo y aparté la vista. No tenía caso responderle. No a ella y las mismas tonterías de siempre.
Se sentó en la baranda frente a mí, dejando colgar una pierna con despreocupación, como si estuviéramos teniendo una conversación normal.
—He estado pensando en lo de mañana —continuó, en un tono que intentaba sonar casual, pero tenía ese filo de veneno que conocía tan bien—. Supongo que no deberíamos hacernos muchas expectativas —dijo, pero su voz sonaba más insegura de lo que pretendía—, ¿verdad? Quiero decir, ya sabemos que algunos de nosotros nacen para ser lobos fuertes y con compañeros destinados... y otros… bueno, otros nacen con un ojo de cada color...
Sentí que el calor subía a mis mejillas. Intenté concentrarme en los latidos de mi corazón, pero no podía evitar que sus palabras me atacaran como pequeñas agujas.
—¿Sabes? —dijo con un brillo burlón en los ojos—. Siempre me he preguntado si los de tu "condición" siquiera tienen un lobo dentro. O quizás… solo tienen un "bicho raro" esperando salir.
Me tensé, me concentré en Caleb, que en ese momento parecía estar acelerando su paso. Él no había notado a Vanessa, o si lo había hecho, lo disimulaba bastante bien.
—Déjame en paz —dije en voz baja.
—¿Y a ti quién te dijo que tenías derecho a pedir algo? —respondió, empujándose de la baranda y dando un par de pasos hacia atrás—. No te creas la gran cosa.
Su mirada como siempre llena de desprecio, me aterrizaba. Yo era nadie.
—Clarita. Solo intento que no te hagas falsas esperanzas. Alguien tiene que ser honesto contigo, ¿no? Entonces... nos vemos mañana… si es que tienes las garras para presentarte.
Me quedé mirando el suelo, luchando conmigo misma para no mostrar cuánto me habían afectado sus palabras.
Sentí su mano enredarse en mi cabello con una fuerza dolorosa y dejó algo espeso y pesado.
Levanté la mano para ver qué había hecho. Noté el chicle pegajoso y enredado en el nudo de mi cabello.
—¡Ahhh! —gritó de repente. Se llevó las manos al rostro como si yo la hubiera golpeado—. ¿Por qué me pegas?
Su voz era un chillido agudo, y sus sollozos comenzaron a llenar el campo como una sirena.
—¿Qué…? —murmuré, atónita por su actuación.
Vi a Caleb aparecer por rabillo del ojo, corriendo hacia nosotras con el ceño fruncido. Su expresión cambió en cuanto la vio. Ella temblaba, con lágrimas de cocodrilo corriéndole por las mejillas.
—¡Vane! —gritó. La rodeó con sus brazos, su voz cargada de preocupación—. ¿Qué pasó? ¿Estás bien?
Ella sollozó con más fuerza, enterrando la cabeza contra el pecho de Caleb mientras sus hombros temblaban. Su actuación era tan perfecta que, por un segundo, casi pareció real.
—Ella… ella me golpeó —lloró con voz entrecortada—. Solo quería ayudarla con su cabello y… ¡me golpeó!
Sentí cómo el calor subía a mis mejillas. Las palabras se me atoraban en la garganta, queriendo gritar que era mentira, que ella había sido la que me había puesto el chicle. Pero Caleb no me miró ni una sola vez.
—¿Qué te pasa, Clara? —dijo él, con un tono que nunca había escuchado antes. Su voz era fría, dura—. ¿Por qué siempre tienes que armar problemas? ¿Qué te hizo ella para que reacciones así?
Abrí la boca para defenderme, pero las palabras no salieron. El chicle seguía pegado a mi cabello, la evidencia de la mentira que nadie parecía ver.
—Yo… no fue así —murmuré, pero él negó con la cabeza, apretando a Vanessa contra su cuerpo.
—No quiero escucharte —dijo, su mirada tan rabiosa que no lo entendía—. No voy a dejar que sigas haciéndote la víctima. Ya has hecho suficiente.
Vanessa se giró un poco, asomándose a mirarme con una sonrisa apenas disimulada detrás de sus lágrimas. Una sonrisa que solo yo pude ver.
—No quería hacer esto, Clari —murmuró, su voz temblorosa pero cargada de falsa inocencia—. Solo quería ayudarte.
Me quedé quieta, con el sabor amargo de la impotencia llenándome la boca. Caleb la abrazaba, susurrándole palabras de consuelo que deberían haber sido para mí.
Pero no lo eran.
Porque en sus ojos, yo era la agresora.
Y ella… ella la víctima perfecta.
Y solo confirmaba que los rumores eran ciertos.