—Solo me preguntaba cuándo será el procedimiento médico para… el embarazo. —Nada de eso, Jazmín. No va a haber médicos ni jeringas. Será a la antigua, claro *** Jazmín siempre fue una flor frágil en medio del barro. Pura, delicada, criada entre silencios y golpes del destino, su vida cambia cuando es llevada a la imponente mansión Luther para cumplir un papel doloroso: ser la madre sustituta del heredero que la poderosa familia tanto anhela. Pero el amor nace donde menos se espera, y lo que debía ser solo un acuerdo frío se transforma en una pasión desbordante. Jazmín cae rendida ante el enigmático y autoritario Nathaniel Luther, el hombre que la marcó con su deseo… y con su hijo. Todo parece quebrarse cuando la esposa de Nathaniel, antes infértil, encuentra un médico capaz de revertir su condición. De pronto, el bebé que crece en el vientre de Jazmín deja de ser necesario. Ya no la necesitan. Y deciden borrarla del mapa. Pero no muere. Sobrevive. Herida, rota, sola… pero viva. Años después, cuando todos la creían muerta, Jazmín regresa. Ya no es la niña de antes. Ahora es una mujer que ha renacido del fuego con una única misión: destruir a quienes la usaron, la traicionaron y la abandonaron… incluido el hombre que alguna vez amó. Porque incluso las flores más frágiles esconden espinas cuando las obligan a florecer entre ruinas.
Leer másPrólogo – El precio del silencio
Las rodillas de Jazmín dolían sobre el mármol frío, pero el dolor físico era lo de menos. Frente a ella, la figura erguida de una mujer envuelta en pieles lujosas la observaba como si fuera escoria. —Por favor… déjeme quedarme con el bebé —suplicó Jazmín, una mano temblorosa sobre su vientre de seis meses. Sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y esperanza. Rafaela no parpadeó. —Ya no te necesitamos. Ni a ti, ni a ese bastardo que crece dentro de ti —escupió con asco, cada palabra una puñalada en el aire. Jazmín bajó la mirada, luchando por respirar. Su voz se quebró al intentar una vez más: —Señora… por favor. Es una vida… su nieto. Rafaela frunció el ceño con repulsión. —Esa cosa no es mi nieto. No tiene mi sangre. No seas ridícula —dijo, y con un gesto despectivo, la empujó, como si el contacto la ensuciara— mi hija ahora puede quedar embarazada y ese bastardo no va a arruinarlo todo. Jazmín cayó de lado, sin siquiera tener fuerzas para protegerse. Lágrimas silenciosas comenzaron a rodar por sus mejillas. —Le firmo lo que quiera —murmuró, entre sollozos—. Un papel… que diga que no pediré un centavo. Puedo desaparecer… por favor… Pero nada rompió el hielo del rostro de Rafaela. No hubo compasión. No hubo duda. Solo un plan ejecutado con frialdad quirúrgica. —Guardias —ordenó—. Llévenla al hospital. Ya la están esperando para el legrado. Jazmín gritó, se aferró al suelo, pero dos hombres altos y de traje oscuro la levantaron sin esfuerzo. Se la llevaron mientras ella suplicaba, pataleaba, rogaba por la vida de su hijo… un hijo que aún no había nacido, pero ya era odiado por tener la sangre “equivocada”. Rafaela solo dio media vuelta y caminó con paso firme por el pasillo de mármol, dejando atrás los ecos de un corazón destrozado. El frío del mármol seguía aferrado a su piel cuando los guardias la sujetaron de los brazos. Jazmín forcejeó, pataleó, gritó… pero sus voces eran sordas a la desesperación. La arrastraban como si fuera basura. Como si su vida —y la de su hijo— no valiera nada. Pero en ese instante, en medio del caos, algo brillante llamó su atención sobre la mesita de café: un cuchillo de fruta, olvidado junto a una bandeja de plata con uvas y trozos de manzana. La desesperación le dio fuerzas. Con un movimiento seco y repentino, se soltó de uno de los hombres, se abalanzó sobre la mesa, y tomó el cuchillo. —¡Suéltenme! —gritó, con los ojos desbordados de furia y miedo. Uno de los guardias intentó detenerla, pero Jazmín giró el cuchillo con torpeza pero decisión, logrando hacerle un corte profundo en el antebrazo. El hombre retrocedió con un gruñido de dolor. Aprovechó el momento. Corrió. No sabía cómo, pero sus piernas se movían con una agilidad que no reconocía. Los gritos comenzaron detrás de ella. Voces masculinas, órdenes, pasos pesados. El corazón le latía como un tambor. Cuando llegó al garaje, sus ojos se clavaron en un coche negro reluciente, estacionado como si la esperara. El auto que él le había regalado. Un obsequio caro e inesperado, apenas unos días atrás. No lo había usado nunca. No había querido aceptarlo del todo. Pero ahora… ahora era su única salida. Casi rió al pensarlo, con los dedos temblorosos buscando las llaves que aún guardaba en el bolsillo del abrigo. “¿Qué mejor forma de estrenarlo que huyendo por su vida?” pensó, aunque la ironía le ardía en la garganta. Subió al auto con torpeza. Sus manos, húmedas y sucias, resbalaban sobre el volante. El motor rugió apenas giró la llave. Atrás, los guardias ya estaban saliendo por la puerta principal. Aceleró. Las ruedas chirriaron contra el suelo de piedra, dejando atrás una nube de polvo y confusión. Jazmín no sabía adónde iba. No tenía un plan, ni dinero, ni amigos en los que confiar. Solo sabía una cosa: no iba a permitir que le arrebataran a su hijo. Mientras dejaba atrás la mansión de los White, con sus rejas doradas y sus muros impenetrables, su mente aún no procesaba lo que había hecho. Había desafiado a Rafaela White. A la mujer más poderosa que había conocido. A una familia capaz de hacer desaparecer personas. Y ahora… ella estaba marcada. Con las manos firmes en el volante y los ojos empañados por las lágrimas, Jazmín apenas podía distinguir el camino frente a ella. La montaña retumbaba con el sonido del motor mientras descendía con rapidez por aquella carretera estrecha y peligrosa. A través del retrovisor, dos autos oscuros se acercaban como sombras silenciosas. No pensó, no respiró, solo pisó el acelerador con fuerza. La niebla comenzaba a espesar a medida que bajaba, cubriendo todo con una capa blanca que borraba los límites de la carretera. El Valle del Suicidio aparecía justo después de la siguiente curva. Un lugar donde, decían, los muertos susurraban desde las profundidades… o donde simplemente los vivos encontraban su fin. Su corazón palpitaba con una violencia casi insoportable. Tenía que salir de allí. Tenía que salvar a su hijo. Miró su vientre redondo, tenso bajo el abrigo que apenas podía cerrarse. Lo acarició con una mano, con ternura y desesperación, como si pudiera protegerlo de todo solo con ese gesto. —Resiste, mi amor —susurró—. Mami no te va a dejar. Las luces traseras de uno de los autos la cegaron por un segundo, acercándose demasiado. Estaban intentando hacerla frenar. O empujarla. Las ruedas del coche chirriaron cuando giró bruscamente para evitar la curva cerrada. El vehículo patinó un poco, pero logró estabilizarlo. Su respiración era rápida, entrecortada. Sentía el miedo recorriéndole la espalda, pero no podía rendirse. No ahora. Necesitaba serenarse. Necesitaba pensar. Buscó a tientas el sistema del auto y encendió la radio. Una canción suave llenó el interior del coche, envolviéndola como un recuerdo. Y entonces… la imagen vino sin aviso. Un año atrás. Cuando cruzó por primera vez la reja de hierro de la familia White. La casa, imponente. El jardín, perfecto. Y él… estoico y distante con esa mirada de promesas que jamás se cumplirían. Ese día aún creía en los cuentos de hadas. Aún pensaba que alguien como ella, con cicatrices en el alma y un pasado que prefería callar, podía ser amada por alguien como Nathaniel Luther. Se equivocaba.110.Tres días después del incendio, la habitación del hospital huele a desinfectante y calma fingida. Nate permanece recostado en la cama, rodeado de aparatos que controlan cada signo vital. Sus párpados se mueven apenas, pesados, hasta que logra abrirlos despacio. La luz blanca del techo lo ciega un poco, parpadea varias veces, desorientado. Siente dolor en el hombro, la espalda y el cuello, pero lo ignora.Lo primero que brota de sus labios, roncos por la intubación previa, no es una queja, sino una pregunta.—¿Dónde… dónde está mi esposa? ¿Dónde está mi hijo?Su voz suena débil pero firme, cargada de urgencia. La enfermera que está junto a él, revisando vendajes, se sorprende al verlo consciente.—Señor, por favor, no se esfuerce —dice mientras acomoda las gasas sobre las heridas aún frescas de su espalda y cuello.Nate vuelve a insistir, más fuerte esta vez.—Mi esposa… y mi hijo. Quiero verlos.La enfermera titubea, pero justo en ese momento la puerta se abre. Jazmín entra con u
109El silencio de la habitación es denso, apenas roto por el pitido rítmico de las máquinas y el murmullo lejano del hospital en plena actividad. Jazmín sigue inconsciente, inmóvil sobre la cama blanca, con el rostro pálido y el cuerpo cubierto por moretones que hablan de la violencia del fuego. Junto a ella, en otra camilla, Leonardo reposa con un suero conectado a su pequeña mano. Su respiración es tranquila, como si su sueño fuera profundo, ajeno al horror que los había rodeado horas antes.Poco a poco, el ceño de Jazmín se frunce, sus labios se mueven en un murmullo apenas audible y sus pestañas tiemblan. Un suspiro tembloroso escapa de su pecho antes de que abra los ojos con dificultad. La claridad de la habitación la obliga a parpadear varias veces, desorientada. Un dolor sordo recorre sus costillas cuando intenta incorporarse.—¿Dónde…? —susurra, con la garganta seca.Una enfermera que estaba revisando las constantes de Leonardo se apresura hacia ella.—Tranquila, señora Luthe
108Jazmín estaba en calma, esperando el momento justo.Connie contaba el dinero con una sonrisa arrogante, confiada, sin notar que Jazmín no estaba atada del todo. Las esposas, puestas al frente, le daban una falsa sensación de control.De repente, Jazmín se acercó a Leo y, en un susurro cargado de urgencia, le dijo:—Leo, cuando te diga que corras, lo haces. ¿Entiendes?El niño asintió, con los ojos grandes de miedo y dolor.Connie, distraída, seguía contando billetes, sin percibir el peligro que se acercaba.De un impulso feroz, Jazmín se levantó con rapidez, golpeando con fuerza a Connie mientras gritaba:—¡Corre, Leo! ¡corre!El pequeño no dudó ni un segundo. A pesar del malestar que lo oprimía en el estómago, saltó del lugar y echó a correr por el camino de tierra.Su corazón latía con fuerza mientras dejaba atrás a su madre, decidido a buscar ayuda.—¡Mocoso del infierno, vuelve aquí! —gritó Connie con furia, levantándose tambaleante—. ¡No te vas a escapar!Pero Leo no se detuv
107Jazmín se encontró con Jenny en un estacionamiento apartado, la secretaria llegaba con cuatro maletas negras de cuero, pesadas y firmes en sus manos.—Aquí está el dinero, señora —dijo Jenny con la voz entrecortada, evitando mirarla directamente.Jazmín asintió sin decir palabra, su mandíbula apretada, las manos temblorosas al tomar las maletas.—Gracias, Jenny. Ve a casa, descansa.—¿Esto es seguro? —preguntó Jenny, con los ojos vidriosos por la preocupación.—Lo será para Leo —respondió Jazmín con voz firme, fría—. No me importa nada más.Los ojos de Jenny se llenaron de lágrimas y no pudo evitar soltar un sollozo.—Vuelvan sanos y salvos, por favor —rogó, mientras se limpiaba las lágrimas con la manga—. Sé que todo esto es por el rescate de Leonardo... Y eso me parte el alma.Jazmín sólo pudo asentir, sin fuerzas para hablar.Minutos después, ya en el asiento del copiloto de una camioneta negra blindada, Jazmín respiró hondo intentando calmar el torbellino en su pecho.Un hombr
106Jazmín caminaba con paso rápido, sin mirar a nadie. La policía le hablaba, Nate intentaba alcanzarla, pero ella no se detenía. A simple vista parecía una madre destrozada que solo quería apartarse para respirar… pero Nathaniel la conocía demasiado bien.Al principio pensó que necesitaba espacio para calmarse y pensar, pero algo no encajaba. Su mirada iba fija al suelo, como si quisiera evitar todo contacto visual, y sus dedos no dejaban de moverse sobre la pantalla de su celular.Nathaniel frunció el ceño. ¿Qué diablos estás haciendo, Jazmín?Discretamente, deslizó la mano al bolsillo y sacó su teléfono. Un mensaje rápido a George:“Vigílala. Que Jenny también lo haga.”La respuesta no tardó en llegar, corta pero preocupante.“Jenny salió corriendo luego de una llamada. La seguí, ya voy tras ella.”La sensación de alarma se clavó en el estómago de Nathaniel. Algo no estaba bien. Se tensó, sus ojos no se apartaban de Jazmín. El instinto le decía que estaba a punto de hacer algo est
105La casa donde Connie había llevado a Leo estaba perdida en las afueras, entre árboles viejos y una cerca oxidada. Por fuera, parecía abandonada. Por dentro, apenas si tenía lo necesario para pasar desapercibida. Las cortinas raídas impedían que se viera hacia el interior, y solo el chirrido del piso de madera delataba que alguien vivía ahí… o al menos se escondía.Connie observaba al niño desde el otro lado de la habitación. Estaba sentado en una vieja silla de madera, con los pies colgando, mirando hacia la ventana con una calma que le resultaba irritante. Tenía la misma mirada seria, el mismo ceño fruncido cuando algo no le gustaba. Era Nathaniel, en pequeño. Era el hijo que debía haber sido suyo. Su lugar. Su vida.Pero esa mujer lo arruinó todo.Connie apretó los labios con furia contenida. Jazmín Gálvez. Solo pensar en su nombre le provocaba un sabor amargo. La odiaba desde lo más profundo de su alma. Y ahora… ahora esa perra se había casado con su Nathaniel. Su esposo.—¡Esa
Último capítulo