La venganza de la madre subrogada
La venganza de la madre subrogada
Por: Dehy Rodríguez
Prólogo

Prólogo – El precio del silencio

Las rodillas de Jazmín dolían sobre el mármol frío, pero el dolor físico era lo de menos. Frente a ella, la figura erguida de una mujer envuelta en pieles lujosas la observaba como si fuera escoria.

—Por favor… déjeme quedarme con el bebé —suplicó Jazmín, una mano temblorosa sobre su vientre de seis meses. Sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y esperanza.

Rafaela no parpadeó.

—Ya no te necesitamos. Ni a ti, ni a ese bastardo que crece dentro de ti —escupió con asco, cada palabra una puñalada en el aire.

Jazmín bajó la mirada, luchando por respirar. Su voz se quebró al intentar una vez más:

—Señora… por favor. Es una vida… su nieto.

Rafaela frunció el ceño con repulsión.

—Esa cosa no es mi nieto. No tiene mi sangre. No seas ridícula —dijo, y con un gesto despectivo, la empujó, como si el contacto la ensuciara— mi hija ahora puede quedar embarazada y ese bastardo no va a arruinarlo todo.

Jazmín cayó de lado, sin siquiera tener fuerzas para protegerse. Lágrimas silenciosas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—Le firmo lo que quiera —murmuró, entre sollozos—. Un papel… que diga que no pediré un centavo. Puedo desaparecer… por favor…

Pero nada rompió el hielo del rostro de Rafaela. No hubo compasión. No hubo duda. Solo un plan ejecutado con frialdad quirúrgica.

—Guardias —ordenó—. Llévenla al hospital. Ya la están esperando para el legrado.

Jazmín gritó, se aferró al suelo, pero dos hombres altos y de traje oscuro la levantaron sin esfuerzo. Se la llevaron mientras ella suplicaba, pataleaba, rogaba por la vida de su hijo… un hijo que aún no había nacido, pero ya era odiado por tener la sangre “equivocada”.

Rafaela solo dio media vuelta y caminó con paso firme por el pasillo de mármol, dejando atrás los ecos de un corazón destrozado.

El frío del mármol seguía aferrado a su piel cuando los guardias la sujetaron de los brazos. Jazmín forcejeó, pataleó, gritó… pero sus voces eran sordas a la desesperación. La arrastraban como si fuera basura. Como si su vida —y la de su hijo— no valiera nada.

Pero en ese instante, en medio del caos, algo brillante llamó su atención sobre la mesita de café: un cuchillo de fruta, olvidado junto a una bandeja de plata con uvas y trozos de manzana. La desesperación le dio fuerzas.

Con un movimiento seco y repentino, se soltó de uno de los hombres, se abalanzó sobre la mesa, y tomó el cuchillo.

—¡Suéltenme! —gritó, con los ojos desbordados de furia y miedo.

Uno de los guardias intentó detenerla, pero Jazmín giró el cuchillo con torpeza pero decisión, logrando hacerle un corte profundo en el antebrazo. El hombre retrocedió con un gruñido de dolor.

Aprovechó el momento. Corrió. No sabía cómo, pero sus piernas se movían con una agilidad que no reconocía.

Los gritos comenzaron detrás de ella. Voces masculinas, órdenes, pasos pesados. El corazón le latía como un tambor.

Cuando llegó al garaje, sus ojos se clavaron en un coche negro reluciente, estacionado como si la esperara.

El auto que él le había regalado. Un obsequio caro e inesperado, apenas unos días atrás. No lo había usado nunca. No había querido aceptarlo del todo. Pero ahora… ahora era su única salida.

Casi rió al pensarlo, con los dedos temblorosos buscando las llaves que aún guardaba en el bolsillo del abrigo.

“¿Qué mejor forma de estrenarlo que huyendo por su vida?” pensó, aunque la ironía le ardía en la garganta.

Subió al auto con torpeza. Sus manos, húmedas y sucias, resbalaban sobre el volante. El motor rugió apenas giró la llave. Atrás, los guardias ya estaban saliendo por la puerta principal.

Aceleró.

Las ruedas chirriaron contra el suelo de piedra, dejando atrás una nube de polvo y confusión.

Jazmín no sabía adónde iba. No tenía un plan, ni dinero, ni amigos en los que confiar. Solo sabía una cosa: no iba a permitir que le arrebataran a su hijo.

Mientras dejaba atrás la mansión de los White, con sus rejas doradas y sus muros impenetrables, su mente aún no procesaba lo que había hecho.

Había desafiado a Rafaela White.

A la mujer más poderosa que había conocido.

A una familia capaz de hacer desaparecer personas.

Y ahora… ella estaba marcada.

Con las manos firmes en el volante y los ojos empañados por las lágrimas, Jazmín apenas podía distinguir el camino frente a ella. La montaña retumbaba con el sonido del motor mientras descendía con rapidez por aquella carretera estrecha y peligrosa.

A través del retrovisor, dos autos oscuros se acercaban como sombras silenciosas. No pensó, no respiró, solo pisó el acelerador con fuerza.

La niebla comenzaba a espesar a medida que bajaba, cubriendo todo con una capa blanca que borraba los límites de la carretera. El Valle del Suicidio aparecía justo después de la siguiente curva. Un lugar donde, decían, los muertos susurraban desde las profundidades… o donde simplemente los vivos encontraban su fin.

Su corazón palpitaba con una violencia casi insoportable.

Tenía que salir de allí. Tenía que salvar a su hijo.

Miró su vientre redondo, tenso bajo el abrigo que apenas podía cerrarse. Lo acarició con una mano, con ternura y desesperación, como si pudiera protegerlo de todo solo con ese gesto.

—Resiste, mi amor —susurró—. Mami no te va a dejar.

Las luces traseras de uno de los autos la cegaron por un segundo, acercándose demasiado. Estaban intentando hacerla frenar. O empujarla.

Las ruedas del coche chirriaron cuando giró bruscamente para evitar la curva cerrada. El vehículo patinó un poco, pero logró estabilizarlo.

Su respiración era rápida, entrecortada. Sentía el miedo recorriéndole la espalda, pero no podía rendirse. No ahora.

Necesitaba serenarse. Necesitaba pensar.

Buscó a tientas el sistema del auto y encendió la radio.

Una canción suave llenó el interior del coche, envolviéndola como un recuerdo.

Y entonces… la imagen vino sin aviso.

Un año atrás.

Cuando cruzó por primera vez la reja de hierro de la familia White.

La casa, imponente. El jardín, perfecto.

Y él… estoico y distante con esa mirada de promesas que jamás se cumplirían.

Ese día aún creía en los cuentos de hadas. Aún pensaba que alguien como ella, con cicatrices en el alma y un pasado que prefería callar, podía ser amada por alguien como Nathaniel Luther.

Se equivocaba.

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