Capítulo 1
– Un año atrás El agua helada le calaba los huesos, y el jabón barato le dejaba las manos ásperas, rojizas, como papel viejo a punto de romperse. Jazmín se arrodillaba en el patio de cemento agrietado, frotando con fuerza la ropa sucia en una tina de plástico. El cielo encapotado anunciaba lluvia, pero aún así, no podía detenerse. No había calefacción. No había guantes. Solo había deberes. Un perro ladraba en alguna casa vecina. El viento silbaba por entre las rendijas de la cerca de lámina oxidada. Y entonces la voz tronó desde adentro: —¡Jazmín! ¿Qué esperas para ir por la compra, ah? ¡Ya va siendo hora del almuerzo, carajo! —Cristina apareció en el marco de la puerta con una bolsa en la mano, frunciendo el ceño como si la presencia de su hija le ofendiera— eres un desperdicio de dinero. Jazmín bajó la cabeza. Antes de poder responder, el golpe llegó seco, certero, en la parte posterior de su cabeza. No fue fuerte, pero dolió. Como dolía siempre. Como dolía ser invisible. —Ya voy, mamá —murmuró, sin mirarla a los ojos. Se puso de pie despacio, las manos húmedas temblando de frío. Tomó una chaqueta vieja del tendedero y se la puso encima, sin secarse siquiera. El camino hasta la tienda no era largo, pero a esa hora el aire del pueblo cortaba como navaja. Mientras caminaba, pensó —una vez más— que ya no dolía. “Ya no duele, ya no duele, ya no duele” se repetía en la cabeza, como una canción infantil. Desde que tenía memoria, su madre la trataba así. Como una sirvienta sin paga. Como una sombra útil. Nunca hubo abrazos. Nunca hubo un “gracias”. Y los días buenos simplemente eran aquellos en los que Cristina estaba demasiado ocupada como para verla. A veces creía que estudiar en la universidad la sacaría de allí. Que podría tener una vida. Una vida de verdad. Incluso llegó a inscribirse en un programa de becas… pero su madre lo descubrió. Cristina la encerró durante días. Cuando por fin la dejó salir, los plazos de inscripción ya habían pasado. Y con ellos, se había ido su oportunidad. Desde entonces, Jazmín ya no soñaba con escapar. Se había rendido. Cada día era igual al anterior. Cada noche, solo pensaba en dormir sin llorar. Porque ahorrar, ni pensarlo. Todo lo que ganaba en encargos sueltos de costura o limpieza se lo quedaba su madre, con el pretexto de “compartir gastos”. Apenas tenía dieciocho años, pero se sentía como si llevara siglos viviendo en esa prisión sin barrotes. Y sin embargo… algo dentro de ella aún ardía. Una chispa diminuta. Una parte que se negaba a apagarse del todo. Cuando Jazmín regresó con la bolsa de la compra en brazos, lo primero que vio fue el auto lujoso y brillante estacionado justo frente a su casa. Se detuvo en seco, maravillada. Nunca había visto algo así de cerca. Ni en sus sueños más locos se imaginó algo tan caro, tan perfecto, tan fuera de su mundo. Los vecinos también habían salido, curiosos como siempre, cuchicheando entre ellos. —¿Jazmín, tienes visita? —le preguntó doña Carmen, una anciana que la conocía de toda la vida. Su voz temblaba con la misma dulzura con la que solía ofrecerle pan duro en los días sin almuerzo. —No… no lo sé, doña Carmen. Fui por las compras —respondió la muchacha, confundida. —Corre a casa, niña. Tal vez sean buenas noticias —dijo Carmen con una sonrisa cálida, como si deseara con todas sus fuerzas que el destino, al fin, se apiadara de esa muchacha de ojos tristes. Jazmín tragó saliva, dudó unos segundos y volvió a mirar el auto. El reflejo de su silueta en la pintura impecable la hizo sentirse aún más pequeña. La ropa que llevaba estaba vieja, le colgaba de los hombros. Sus zapatos rotos le recordaban su lugar. Entró con cuidado, sin hacer ruido. Y entonces las vio. Dos mujeres. Una mayor, de presencia imponente, y otra más joven como de su edad, vestida como si saliera de una revista. Ropa limpia, planchada, elegante. Piel cuidada. Cabello reluciente. Postura perfecta. Jazmín bajó la mirada, sintiéndose fuera de lugar, como si hubiera irrumpido en una tienda cara sin dinero en los bolsillos hasta que vio las paredes de su hogar. —¿Es ella? —preguntó la más joven, con una voz coqueta, mimada, y una expresión que la observaba como si fuera un objeto usado en una vitrina polvorienta. Jazmín no supo qué decir. Se quedó paralizada. Confundida. No entendía qué hacían esas mujeres ahí. —Sí, sí, es mi hija —respondió Cristina con una sonrisa brillante, como nunca antes se la había visto. Orgullosa, como si mostrara un trofeo—. Fue la mejor de su clase como yo ¿Recuerdas Rafaela? —Buenas tardes —murmuró Jazmín, casi sin aire. Su mente corría. Debía cocinar, debía preparar la mesa… su padre llegaría pronto, y si no encontraba la comida lista… otra vez vendría la golpiza. Así que comenzó a moverse hacia la cocina. Pero entonces la mujer mayor habló. Su voz fue seca, firme: —Detente. Jazmín se quedó quieta. La desconocida tenía una presencia que llenaba la habitación. Tal vez tendría la edad de su madre, Cristina, pero la diferencia era abismal. Cristina era todo lo que los años mal vividos podían hacerle a una mujer. Esta otra señora, en cambio, parecía esculpida en mármol caro: rostro firme, ojos fríos, labios tensos. —¿Necesita algo? ¿Un vaso de agua? ¿Jugo…? —balbuceó Jazmín, nerviosa. —No. Necesito verte de cerca —ordenó con altivez. Jazmín obedeció, caminó hacia ella con timidez. La mujer la observó en silencio. De arriba abajo. Como se inspecciona a un animal antes de comprarlo. —Mmm… —musitó, pero no agregó nada más. La tensión en el ambiente era asfixiante. —Está flacucha. ¿Estás segura de que sirve para esto? Ni siquiera tiene pechos —soltó la joven con una risita desagradable, sin molestarse siquiera en disimular el desprecio. —Claro, claro. Nada que un poco de comida no resuelva —intervino Cristina con prisa, frotándose las manos en sus jeans gastados—. Estoy segura de que con ese dinero James podrá resurgir… volver a ser como antes… La mujer no respondió. Pero su mirada, helada, lo decía todo. No creía una palabra. Solo estaba allí por algo. Algo que aún Jazmín no comprendía. —Mi madre… antes de tenerme, venía de una buena familia —susurró Jazmín de pronto, como si con eso pudiera justificar algo. Pero se arrepintió al instante de haber hablado. —¡Cállate! —espetó Cristina con odio, no le gustaba hablar de su pasado. —Bien. Vamos —dijo la mujer que Cristina había llamado Rafaela finalmente, y se volvió hacia la puerta. La joven elegante la siguió al instante casi trotando queriendo desaparecer de ese asqueroso lugar. Jazmín se quedó de pie. Sin entender. ¿Qué está sucediendo? ¿Qué acababa de pasar? —¿Qué haces? ¡Apúrate! ¡Sigue a la señora White! Y obedécela en todo lo que pida que pagó muy bien por ello —gritó su madre desde atrás, con tono autoritario, como si todo estuviera arreglado y no hubiera espacio para preguntar. Y así, sin saber cómo ni por qué, Jazmín fue tras ellas. Sin maleta. Sin explicación. Sin saber que en ese momento acababa de venderse su destino.