Capítulo 3
En la actualidad. Jazmín mantenía las manos firmes sobre el volante, aunque le temblaban. Había perdido de vista los carros que la seguían unos minutos antes, pero su corazón seguía golpeando con furia en su pecho, como si todavía estuviera huyendo. Como si jamás pudiera dejar de hacerlo. Trató de llamar desde el auto a Nathaniel y decirle todo lo que estaba pasando, pero no contestó. Las luces de la ciudad se apagaban a lo lejos mientras ella subía hacia el mirador, ese lugar donde alguna vez estuvo con él… cuando aún tenía esperanza. Cuando creyó que el mundo podía ser diferente. Aparcó el coche con dificultad. El silencio la envolvió como una vieja amiga incómoda. Se llevó las manos a la barriga redondeada, protegiéndola, acariciándola… rogando en silencio que su bebé no sintiera el caos que la consumía por dentro. Y entonces las lágrimas llegaron. Caían sin permiso, sin detenerse, sin que pudiera evitarlo. Ahogaban su respiración. Le ardían en la garganta. —Tal vez… en otra vida —murmuró, con la voz quebrada, sin fuerza. Sacó el teléfono del bolsillo de su chaqueta. Sus dedos temblaban, pero aún así escribió. No se permitió pensarlo dos veces: “A veces siento que te amo y te odio con la misma intensidad. Espero que en otra vida no conocerte, ni a ti… ni a tu despreciable familia.” Envió el mensaje. No lo leyó dos veces. No hacía falta. Era su despedida. Se limpió las lágrimas con la manga y se obligó a respirar hondo, una vez… dos… Pero no bastaba. Miró por última vez las luces titilantes de la ciudad debajo, ese lugar que solo le había ofrecido traición, miedo y dolor. Luego encendió el auto y giró el volante. Iba a irse. Lo más lejos posible. Donde ni Nathaniel, ni Connie, ni Rafaela pudieran alcanzarla. Porque esta vez no solo huía… esta vez, se estaba eligiendo a sí misma. *** En la imponente casa de los Luther, el silencio se volvió espeso como una tormenta que no terminaba de estallar. La habitación estaba apenas iluminada por la luz cálida de una lámpara, pero no lograba calmar la tensión que se respiraba en el aire. —Mamá… ¿y ahora qué hacemos? —la voz de Connie temblaba, casi un susurro. Se aferraba a los brazos de la butaca como si de ello dependiera su vida—. Si Nate se entera… nos mata a todos. Sus labios estaban pálidos y la respiración entrecortada. Conocía a su esposo mejor que nadie. Sabía lo que era capaz de hacer cuando lo traicionaban. Rafaela levantó la vista con severidad desde el sofá, donde descansaba con una copa en la mano. El hielo tintineó contra el cristal con un sonido que se sintió más como amenaza que alivio. —Cállate, muchacha tonta. No se enterará —dijo con desdén, apretando los labios con fuerza—. Además, era lo mejor. Esa campesina sin estudios no tenía por qué llevar la sangre de los Luther. Tú eres su esposa. Tú deberías tener ese bebé. —Lo sé… lo sé… —repitió Connie, temblando aún—. Pero sabes cómo es Nate, mami. Él no perdona. No olvida. Si se entera que Jazmín huyó, que lo engañamos… —¡Basta! —la interrumpió Rafaela, alzando la voz con dureza—. Ya tienes cita con el médico. Esa fertilización in vitro funcionará. Ese médico milagroso lo prometió. Serás tú quien dé a luz al heredero, como siempre debió ser. Connie tragó saliva, con el rostro desencajado. Apretó las manos contra su regazo, luchando contra el pánico que la ahogaba. Sabía que su madre hablaba con frialdad, como si todo fuera controlable… pero Nate no era un problema que pudiera preverse. No cuando se trataba de control, de poder… o de traición. —¿Y si vuelve? ¿Y si la encuentra? —No volverá. —Rafaela se levantó despacio, con una sonrisa helada—. Y si lo hace… ya no estará embarazada. Connie cerró los ojos, deseando que su madre tuviera razón. Porque si no… esa casa tan grande no sería lo suficientemente sólida para protegerlas del huracán llamado Nathaniel Luther. Connie caminaba de un lado a otro en el despacho, con el teléfono temblando entre sus dedos y los ojos abiertos de puro terror. —¡Tienen que encontrarla! ¡No puede haber ido muy lejos! —gritaba por el auricular—. ¡Revise otra vez la carretera vieja, revise el mirador, revise las cámaras… no me importa cómo, pero tráiganla de vuelta! Cortó la llamada con un gesto frenético, no podía estar calmada y poco después volvió a llamar y está vez nadie contestaba y giró hacia su madre. —Mami, no contestan… ¡no contestan ninguno! —jadeó, sintiendo que el pecho se le cerraba de angustia—. ¿Y si ya se fue del país? ¿Y si llama a Nate? ¿Y sí…? —Cálmate, Connie, —dijo Rafaela con una tranquilidad casi insultante mientras hojeaba una revista sentada cómodamente en su sillón de terciopelo—. No creo que esa niña tenga ni para un taxi, mucho menos para salir del país. El teléfono de Connie sonó con un tono agudo que la hizo pegar un salto. Respondió de inmediato, su voz temblaba más que antes. —¿¡Sí!? ¿La encontraron? —escuchó un instante y palideció—. ¿Cómo que no pueden seguir? ¿Niebla? ¿Qué niebla? Silencio. Solo el murmullo vago del informe del otro lado de la línea. Connie se llevó una mano a la frente, sudando. —¡Es el único camino hacia el bosque! ¡Están diciendo que la niebla no los deja ver y que es peligroso seguir por esa zona! ¡Podría… podría estrellarse, mami! —exclamó, colapsando emocionalmente frente a su madre. Rafaela alzó la mirada lentamente, con una sonrisa helada y cínica pintada en sus labios. Cerró la revista y se encogió de hombros como si hablaran del clima. —Bueno… si muere, —dijo con calma venenosa— no tendremos que pagarle nada. Connie la miró con horror. —¡Mamá! —¿Qué? —respondió Rafaela con fingida inocencia, cruzando las piernas—. La naturaleza nos haría el favor. Un accidente en medio de la niebla. Trágico, sí, pero conveniente. Nadie preguntaría mucho. Connie se cubrió la boca, como si acabara de ver un cadáver. El remordimiento empezaba a filtrarse en su pecho, pero era tarde. Muy tarde. Y la niebla afuera, envolviendo los caminos, se sentía más densa que nunca. —Esto no puede salir mal, mamá. Esa mujer se tiene que ir de esta casa —Connie estaba desesperada. Ella podía ver cómo esa mugrosa veía a Nate y él era solo de ella.