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Han pasado los años, y la vida finalmente les da una tregua. El aire que se respira en la casa de campo es tranquilo, lleno de risas y sonidos cotidianos que Jazmín alguna vez pensó que jamás volvería a escuchar. El sol de la tarde entra por las ventanas, tiñendo de dorado la madera clara del suelo, mientras Leo y su hermana pequeña, Emma, corren descalzos por el jardín, persiguiendo una pelota que termina en el estanque una y otra vez.
—¡Leo! ¡Dile que deje de mojarse los zapatos! —grita Jazmín desde la terraza, sosteniendo una taza de café humeante.
—¡No puedo controlar a un torbellino, mamá! —responde el niño entre risas, intentando atrapar a su hermana antes de que vuelva a saltar al agua.
Nate los observa desde una hamaca, con el libro abierto pero olvidado sobre el pecho. Sonríe al ver a sus hijos. El cuello de su camisa deja ver parte del tatuaje que cubre las cicatrices que el fuego le dejó. No lo esconde, no lo niega. El diseño, un fénix estilizado que emerge entre líneas