Capítulo 2
Hace un año El auto recorrió largas horas por una carretera que se alejaba cada vez más de todo lo conocido. Jazmín apretaba las manos sobre su regazo, nerviosa, sin saber si mirar por la ventana o bajar la cabeza. Los asientos olían a perfume caro y cuero nuevo. Nada tenía que ver con su vida. Nada. ¿Buscan una sirvienta? ¿Por qué le pagaron a mi mamá? Al llegar, las rejas se abrieron solas en cuanto un infrarrojo escaneó algo, como si supieran que no cualquiera entraba allí. La casa era… no, no era una casa. Era una mansión imponente, blanca, con columnas tan altas como los árboles que la rodeaban. Las flores perfectamente podadas, el jardín sin una sola hoja fuera de lugar, y una fuente enorme al centro del camino. Jazmín tragó saliva. Jamás imaginó que un lugar así existía en la misma tierra que ella pisaba todos los días. Al bajar del auto, el aire olía a jabón caro y lavanda. Todo contrastaba con ella: su ropa vieja, su cabello desordenado, la bolsa con la que aún cargaba la compra. Apretó la bolsa contra su cuerpo como si le diera algo de protección. —Es mejor que te bañes. Hueles fatal. —La voz de la joven la sacó del trance. Tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido. —¿Qué? —cuestiona Jazmín. —La pobreza se huele desde aquí. No sé si a mi esposo le gustará… —agregó mientras golpeaba el mármol del suelo con el tacón de su zapato de diseñador, uno de esos que probablemente costaban más que todo lo que Jazmín había tenido en su vida— es... demasiado corriente. —Connie, déjalo estar —intervino la señora Rafaela con esa autoridad silenciosa que no se discute—. Ve a descansar. Eres una mujer muy delicada y enfermiza. No quiero que recaigas. —Bien, pero será mejor que no lo arruine o Nate la sacará de aquí como corcho de champán —dijo la joven con fastidio. Pasó junto a Jazmín como si ella no existiera. O peor, como si fuera basura. Al cruzar a su lado, la empujó con el hombro con un gesto de asco evidente. Jazmín tropezó torpemente y cayó al suelo. La bolsa se le cayó de las manos, y algunos tomates rodaron por el mármol pulido como si se burlaran de su miseria. —No seas torpe, niña. —la mujer mayor la miró desde arriba, sin molestarse en ayudarla—. Sigue a la sirvienta para que te quites ese olor y descansa cuando llegue mi yerno te mandaré a buscar. Se alejó con pasos altivos, dejando un aroma a perfume caro en el aire. Jazmín recogió los tomates en silencio, con las mejillas encendidas de vergüenza, las rodillas raspadas y los ojos llenos de preguntas. Una mujer uniformada apareció y le extendió la mano sin decir palabra. Jazmín la tomó, apenas con fuerzas, y se dejó guiar. El mármol frío del suelo se sentía como un juicio silencioso. “¿Qué estoy haciendo aquí?” pensó mientras era conducida por un pasillo interminable, entre cuadros lujosos, cortinas gruesas y puertas cerradas que escondían secretos. Aún no sabía lo que le esperaba. Solo sabía que su vida ya no le pertenecía. El baño era más grande que toda su casa. Jazmín no podía dejar de mirar los azulejos blancos, el grifo de oro, las toallas bordadas con iniciales que no comprendía. Estaba de pie, sin saber qué hacer, cuando la sirvienta —una mujer joven, de rostro neutro y movimientos tranquilos— le indicó que se quitara la ropa. Jazmín lo hizo con lentitud, temblando. La ropa cayó al suelo con un suspiro, revelando un cuerpo delgado, maltratado por el trabajo y la carencia. La sirvienta abrió la llave de la ducha y el vapor comenzó a llenar el ambiente. Le pasó un jabón de aroma suave y guantes exfoliantes. Sin una palabra, la ayudó a lavar su cuerpo, a afeitarle las piernas, los brazos, las axilas. Todo. No había vergüenza en sus gestos, solo eficiencia. Jazmín cerró los ojos. El agua caliente le caía como una caricia desconocida, y por primera vez en mucho tiempo, su cuerpo se sintió limpio. No por higiene, sino por alivio. Después del baño, la sirvienta la secó con delicadeza, con toques casi maternales que no se correspondían con su rostro inexpresivo. Le aplicó un aceite perfumado con aroma a jazmín —como su nombre—. La fragancia era dulce, suave, como un recuerdo que nunca tuvo. La sirvienta le regaló entonces una pequeña sonrisa fugaz, tímida, como si le costara ofrecerla. Luego le entregó una bata de seda blanca, casi transparente, con bordes de encaje. —Descanse. —Fue lo único que dijo, y se retiró, cerrando la puerta tras de sí sin hacer ruido. Jazmín miró la cama, enorme, con sábanas perfectas, mullida como una nube… y no se atrevió a tocarla. Su instinto le dijo que no era suya. Que ese tipo de cosas no le pertenecían. Caminó hasta un pequeño sofá blanco en la esquina, se acurrucó con las rodillas al pecho y se envolvió con la bata como si fuera una manta. Allí, en silencio, pareció un pequeño ratoncito acurrucado en un rincón de un mundo que no era suyo. Y sin saber cómo… se quedó dormida. *** La mansión dormía, pero sus luces tenues seguían encendidas, como si incluso en el descanso, el poder no pudiera apagarse del todo. Jazmín despertó con la garganta reseca y el estómago quejumbroso. Se frotó los ojos y miró hacia la puerta. ¿Estaría permitido salir? Dudó un momento, pero la necesidad fue más fuerte que el miedo. “Solo bajo y subo. Nadie se dará cuenta”, pensó mientras se envolvía mejor en la bata de seda y salía en puntillas por el pasillo. Todo era tan amplio, tan silencioso, tan diferente. Caminó con cuidado, memorizando los pocos giros que creía haber dado cuando la trajeron, pero pronto se perdió. Un corredor parecía igual al otro, pero por fin, después de varias vueltas y esquinas que la confundieron, llegó a la cocina. Había una pequeña lámpara encendida, como si esperara visitas nocturnas como ella. Abrió el refrigerador. Estaba repleto de cosas que nunca había probado: frascos con nombres en otros idiomas, frutas brillantes, dulces perfectamente alineados, botellas de agua mineral. Pero solo tomó una manzana. La comió rápido, de pie, como si robara algo sagrado. Le supo a gloria. Luego, abrió una botella de vidrio y sirvió agua en uno de los finos vasos de cristal. Justo cuando bebía agua una voz grave y masculina la congeló en el acto. El agua se le fue por el lado equivocado. Soltó un grito ahogado y el vaso resbaló de sus manos, estrellándose contra el suelo con un sonido seco y violento. Los pedazos de cristal se dispersaron por el mármol frío. —¿Quién eres? —la voz fue profunda, masculina, y le heló la sangre. Jazmín giró hacia la fuente del sonido. Un joven estaba ahí, recargado en el marco de la puerta, vestido con una camisa blanca, corbata desabrochada y pantalones oscuros. Con el cabello rojizo ligeramente alborotado. Seguramente lo despertó el ruido o acaba de llegar. Sus ojos se veían como vórtices oscuros e intensos con la poca iluminación. Y la miraban como si fuera una aparición fuera de lugar. —Yo… lo siento —musitó Jazmín, retrocediendo, nerviosa—. No quería molestar. Solo… tenía hambre. Intentó girar para salir, pero su pie descalzo resbaló sobre un trozo diminuto de vidrio. Soltó un leve quejido, perdió el equilibrio y justo cuando creía que caería de espaldas, unos brazos fuertes la sujetaron de la cintura. —Cuidado —susurró él, muy cerca. Su voz ahora sonó más baja, menos tajante. Ella quedó contra su pecho, rígida. El corazón le palpitaba con fuerza. Trató de apartarse, pero él no la soltó. —Puedo caminar… gracias —dijo con voz temblorosa. —Eso no fue lo que pareció hace un momento —respondió él, sin moverse ni un centímetro. Su aliento chocó con el cabello de ella. Jazmín alzó la vista, apenas unos segundos, pero el contacto visual fue suficiente para encenderle las mejillas. Él la observaba con algo que no supo interpretar: ¿curiosidad?, ¿diversión?, ¿incomodidad? —¿Siempre sales a romper cosas en la madrugada? —preguntó en tono bajo, sin burla, pero sin soltarla. —No sabía si podía bajar… o si alguien más estaba despierto. Lo siento mucho. Ya me iba. Entonces él aflojó el agarre, aunque lento. Sus manos se apartaron de su cintura con una caricia involuntaria que la hizo estremecer. —Deberías tener más cuidado —dijo simplemente, apartándose hacia el fregadero. Ella se inclinó para alejarse de los cristales, cruzó la cocina con cuidado… y antes de salir, lo miró una vez más por encima del hombro. —¿Cómo te llamas? —preguntó él, sin mirarla. —Jazmín —respondió con voz queda. —Huele a eso —murmuró él, como si se hablara a sí mismo. Y ella desapareció en la oscuridad del pasillo.