Viaje sorpresa

Las primeras luces del alba aún no asomaban cuando el auto de Andersen estacionó en la pista del aeropuerto. Denise lo esperaba impaciente, mirando su reloj con frecuencia. Su atuendo informal -pantalones de mezclilla y camisa holgada- contrastaba con el traje impecable de él.

—Llegas tarde —protestó, avanzando hacia él.

—Mis disculpas. El cambio de planes me tomó por sorpresa —respondió, disimulando su disgusto por madrugar tres horas antes de lo acordado.

—Vámonos —ordenó, dirigiéndose al jet privado.

Dentro del avión, se sentaron frente a frente en los amplios asientos de vinilo blanco, separados por una mesa. Él carraspeó antes de hablar:

—¿A dónde vamos?

—¿Olvidé decírtelo? —preguntó, tomando el jugo que le ofrecía la azafata—. Vamos a ver unos proveedores. ¿Quieres uno? —señaló el vaso—. Tiene un sedante fuerte. Son ocho horas de vuelo, querrás dormir.

—¿Ocho horas? ¿A dónde diablos vamos? —exclamó, sintiendo que lo secuestraban a algún lugar remoto.

Ella hizo una seña a la azafata para que le sirviera otro vaso.

—Hace efecto rápido. Ya estoy mareada —dijo mientras buscaba un antifaz en su bolso.

—Necesitamos hablar. Cambiaste toda mi agenda —insistió él, pero ella ya se colocaba el antifaz.

—Discutiremos luego. Ahora no puedo razonar.

Como por arte de magia, se durmió. Él intentó despertarla, pero un ronquido confirmó que estaba fuera de combate. La azafata le entregó un vaso idéntico.

—¿Podría decirme a dónde vamos? —preguntó, dudando si beberlo.

—A Perú —respondió antes de retirarse. Él, atónito, bebió el contenido de un trago.

Lo despertaron con un trapo de alcohol bajo su nariz. Tosió mientras lo apartaba con fuerza.

—¿Qué demonios haces? —preguntó, conteniendo el adjetivo "loca".

—Un truco para no pasarme de la parada. Vamos, hay que bajar.

Él tomó su portafolio y la siguió.

—¿Tienes más "trucos" así que deba conocer?

—Tranquilo, aún no he matado a nadie —respondió mientras ignoraba el timbre de su teléfono.

Su atención se fijó en la pequeña avioneta que los esperaba.

—Preguntaré otra vez: ¿adónde vamos ahora?

—A la cuna de los mejores cosméticos del mundo: la selva peruana —dijo como si hablaran de cruzar la calle.

El turbulento viaje en avioneta, que casi le provocó un infarto, le impidió disfrutar de las vistas que ella señalaba entusiasmada. Al aterrizar, bajó tambaleándose.

—¿Primera vez en una de estas? —preguntó ella, ajustándose un sombrero ridículamente grande—. ¿Y en panga?

—Mi trabajo es de oficina, no de reportero de National Geographic —respondió irónicamente, exhausto tras su primer día laboral, sin saber que esto era solo el principio.

—Vamos, nos esperan —dijo, ignorando su comentario mientras subían a una canoa guiada por dos nativos.

Sus costosos zapatos se hundieron en el lodo. Maldijo en silencio al verlos arruinados mientras comenzaba su batalla contra los mosquitos.

—¿A ti no te pican? —preguntó, viéndola imperturbable.

—Será que tienes sangre dulce. Mala suerte —respondió—. Pero es mejor eso que un caimán, que es lo que atraerás si sigues moviéndote así.

Él se paralizó al recordar en qué río estaban: uno de los más peligrosos del mundo.

—Aquí el paisaje es precioso. Relájate —añadió.

—¿Me estás diciendo que estamos rodeados de animales exóticos, plantas fascinantes —su tono fue sarcástico— y las criaturas más peligrosas del continente?

—Más o menos. Debes conocer a las tribus —sus ojos brillaron de emoción.

—Prefiero la civilización, gracias —cortó él, frustrado.

La canoa llegó a una aldea flotante donde los ayudaron a subir a un precario muelle.

—Cuidado con las serpientes —advirtió ella, sin seguir su propio consejo.

Un hombre de aspecto estadounidense, vestido como para un safari, los esperaba a la entrada de una choza.

—Espérame aquí —ordenó Denise, dejando a Richard solo con la naturaleza.

La curiosidad pudo con él. Aproximó su oído a la pared de madera.

—Bienvenida. Todo está listo para París —dijo el hombre—. En dos semanas terminamos la recolección.

—Maravilloso —respondió ella.

—¿Ese tipo es de fiar? —preguntó el hombre.

—Aún lo averiguo, pero eso espero.

—Hay investigaciones sobre nuestro producto.

—No te preocupes. Solo nosotros conocemos el ingrediente de "Juventud". ¿Listo para volver a casa?

—Los mosquitos son insufribles, pero los nativos son hospitalarios. Estaré bien.

—Aguanta un poco más. Pronto tendremos la patente —dijo Denise emocionada—. Tenía que venir. Te extrañaba, Félix. Desde que rompí con Max...

—Te dije que era un imbécil —la abrazó—. No llores por ese inútil. Cuando vuelva, le sacaré algunos dientes.

Ella rió.

—Esa es mi Denise —dijo él, levantándole suavemente la barbilla—. Vete ahora, antes de que anochezca.

—Volveré pronto —prometió ella, secándose lágrimas de alegría al salir.

Richard fingió estar absorto observando el agua turbia. La siguió de vuelta a la canoa.

—¿No hay recepción celular aquí? —preguntó con doble intención.

—Hay cosas que no se dicen por teléfono —respondió ella.

A pocos metros de la orilla, algo golpeó el fondo de la embarcación. Todos se paralizaron. Los nativos intercambiaron miradas de terror, contagiando su miedo.

—¿Qué pasa? —preguntó Richard, nervioso.

—Espero que no sea un caimán —respondió Denise.

—¿Un caimán? —repitió él, horrorizado.

—A veces intentan volcar las canoas para lanzar a sus presas al agua, donde las despedazan con sus dientes y las destrozan...

—¡Basta! ¿Qué hacemos? —su voz temblaba.

—Quedarnos quietos y esperar que se vaya.

—¿Y si no se va? ¿Esperamos a que se coma a estos primero y nadamos? —bromeó en voz baja.

La embarcación se estabilizó cuando la silueta negra emergió como un tronco y se alejó. Llegaron a la orilla a toda velocidad. Richard habría besado el suelo fangoso si no fuera por el asco.

—Necesitamos establecer reglas —dijo, volviéndose hacia ella.

—Ahora no. Perderemos la avioneta y nuestro vuelo de conexión.

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