La vida de Ivy cambió en un suspiro. Un error de su padre, contador del cartel más temido, la puso frente a Alejandro Cross: un hombre hecho de hielo y sangre, un depredador que no conoce la misericordia. Para Cross, la muerte sería un castigo demasiado piadoso. Él quiere algo más. Algo que duela, que marque, que destruya. Quiere a Ivy. La arrebatará de su mundo, la atará a su vida... y la reclamará como suya. Sin escapatoria, sin negociaciones. Ahora Ivy pertenece a un hombre que no entiende de límites ni de compasión, un hombre que la quiere para él, en cuerpo, mente y alma. Y Alejandro Cross no comparte lo que considera suyo. Jamás.
Leer másEl sudor le corría por la frente en gruesas gotas, resbalando hasta el cuello de su camisa empapada.
Frank Jones temblaba mientras sus dedos, torpes y nerviosos, golpeaban el teclado de su celular con desesperación. Cada segundo contaba. Cada mensaje enviado era una súplica muda al destino, una esperanza rota antes siquiera de nacer.Levantó la vista hacia la puerta de su despacho, esa enorme pieza de madera maciza que había sido sinónimo de poder y éxito durante años. Ahora, esa misma puerta parecía un verdugo silencioso, esperando el momento exacto para sellar su condena. Su corazón latía tan rápido y fuerte que juraba poder oírlo en sus oídos.
Sabía que Alejandro Cross lo había descubierto.
Sabía que sus pequeños desvíos de dinero, disfrazados de fantasmas invisibles, habían salido a la luz. Sabía que no había escapatoria.Por eso había enviado a Ivy lejos.
Su hija, su tesoro, su redención. Ella no debía ver su cuerpo desplomado sobre el escritorio de caoba, con la sangre manchando la alfombra persa y el aroma metálico de la muerte impregnando el aire. Había movido hilos, escondido dinero en bancos suizos, dejado pistas cifradas en los cuadros que Ivy expondría pronto en una reconocida galería de Nueva York. Había hecho todo lo que estaba en sus manos para que su niña tuviera una oportunidad. Para que huyera. Para que viviera.Un ruido seco interrumpió sus pensamientos: la manija de la puerta giró lentamente.
Frank sintió que la sangre se le congelaba en las venas. El miedo lo paralizó, lo encadenó a la silla, lo dejó reducido a un pedazo de carne temblorosa.
La puerta se abrió de golpe, estrellándose contra la pared con un estruendo ensordecedor. Dos hombres irrumpieron, vestidos con chalecos antibalas, cascos de protección y armas automáticas listas para disparar. —¡No se mueva! —ordenó uno, la voz cortante como un látigo.Frank levantó las manos en el aire, obedeciendo de inmediato. Estaba pálido, casi traslúcido, con las piernas temblorosas a punto de ceder. Sabía que había llegado su hora. Las deudas que había arrastrado durante años, los secretos, las traiciones, todo lo había llevado hasta este momento.
Ahora, debía pagar con sangre.
Entonces los pasos resonaron, firmes, pesados, cargados de una autoridad que helaba la sangre.
Una figura cruzó el umbral.Alto, fornido, vestido con un impecable traje de tres piezas que no hacía nada por suavizar su brutalidad innata, Alejandro Cross apareció en escena.
Su mirada era puro hielo. Pura muerte.Frank tragó saliva con dificultad y balbuceó:
—Estoy listo para pagar mi traición...La sonrisa de Alejandro fue apenas una curvatura cruel en sus labios.
—Antes de eso —dijo, su voz, un susurro letal—, quiero que veas cómo te arrebato lo único que realmente amas.Del pasillo, arrastrada sin compasión, apareció Ivy.
Su rostro bañado en lágrimas, su cuerpo luchando inútilmente contra las manos que la sujetaban, sus ojos grises, enormes, fijos en su padre, con un terror que partía el alma.La mirada de Cross era de puro triunfo.
De maldad pura.En un movimiento fluido y rápido, Alejandro sacó el arma que mantenía oculta detrás de su espalda.
Apuntó. Disparó.La bala atravesó la sien de Frank Jones con una precisión clínica, como quien liquida una cuenta pendiente sin emoción alguna.
El cuerpo del contador cayó pesadamente sobre el escritorio de caoba, derramando sangre entre los papeles que una vez firmaron imperios y condenaron vidas.
El grito de Ivy desgarró la habitación.
Un lamento crudo, devastador, que rebotó en las paredes y se estrelló contra el corazón del único hombre que ahora dictaría su destino.Alejandro Cross sonrió.
La deuda había sido saldada. Y la niña bonita del traidor… ahora era suya.Para siempre.
Ivy CrossLa brisa nocturna me rozó el rostro como una caricia suave, casi burlona, y sentí un leve escalofrío recorrerme la espalda. Estaba de pie junto a Alejandro, frente a la mansión, mientras las camionetas negras se alejaban lentamente por el camino de grava, perdiéndose entre los árboles centenarios que custodiaban la propiedad como guardianes mudos. Las luces traseras tintineaban como luciérnagas artificiales antes de desaparecer por completo.Apreté los labios. Sabía que había tomado más vino del que debía. No estaba ebria, pero sí lo suficiente para sentir el cuerpo liviano, las ideas sueltas y la lengua más desatada de lo habitual. Las risas con mis dos nuevas “amigas” griegas —ambas esposas de los capos con los que Alejandro acababa de cerrar el negocio— todavía resonaban en mis oídos, como un eco de otra vida. Una vida social. Una vida fuera de mi celda de lujo.Quizás, pensé, no había sido tan mala idea salir de aquella habitación. Encerrarme fue una decisión que tomé co
Alejandro CrossEsperar no era un problema. La espera refinaba el carácter, enseñaba paciencia, poder. Quien no sabía esperar, no merecía mando.Yo sí.De pie, en la entrada principal de la mansión, con el mármol reluciente bajo mis pies y los ventanales filtrando la luz grisácea de la mañana, me sentía exactamente donde debía estar. Todo en mí hablaba de control: la camisa de lino negro sin una sola arruga, la corbata de seda, el saco a la medida, los zapatos pulidos al nivel del reflejo. Incluso el aire parecía respetar mi presencia, manteniéndose denso, contenido. La mansión no era solo mi hogar; era mi fortaleza.Las reuniones con las mafias extranjeras solían celebrarse en hoteles, salones privados, bodegas seguras. Pero esta vez, no. Esta vez quería un mensaje claro: “Estoy tan confiado en mi posición que abro las puertas de mi casa.” Y los Altounis y los Kouris, astutos, sabían leer entre líneas. El lujo les hablaba. La opulencia, la disciplina, la brutalidad cubierta con oro.
Ivy CrossEl reloj marcaba las once con cuarenta y cinco cuando escuché pasos acercarse al otro lado de la puerta. Estaba sentada en el borde del sofá, con la bata blanca de baño ajustada a la cintura, el cabello aún húmedo cayendo en ondas sobre mis hombros. Me habían dicho que vendrían a peinarme y maquillarme, como si fuera un maniquí más que necesitaba presentación. Pero no era eso lo que realmente me tenía inquieta.Estaba esperando a la mujer que, según el ama de llaves, sería la encargada de diseñar y armar un guardarropa completamente nuevo para mí. Desde cero. Con cada prenda, cada tela, cada detalle seleccionado según sus criterios... o peor, los de Alejandro. La sola idea me revolvía el estómago, no por vanidad, sino porque cada nuevo cambio que él imponía me hacía sentir más atrapada en una vida que no pedí, ni soñé.No me sentía parte de esa habitación ni de esa mansión. Esa mujer que vendría, fuera quien fuera, marcaría el inicio de otro paso hacia una versión de mí que
Ivy CrossPor más que puse todo mi empeño en mantenerme alejada del personal de servicio, fue una batalla perdida desde el principio. Parecía que la propia ama de llaves de Alejandro, una mujer imponente y de modales estrictos, había dado instrucciones sumamente precisas e inamovibles: un equipo de mujeres, expertas en su labor, debía recoger absolutamente todas mis pertenencias, hasta el último objeto personal, y trasladarlas, sin excepción, a la habitación conyugal.Protesté en numerosas ocasiones, elevando mi voz con una mezcla de frustración y desesperación. Me negué con firmeza a cooperar, insistiendo en que no era necesario este cambio. Sin embargo, ella apenas me dedicó una mirada glacial, una expresión fría cargada de desaprobación silenciosa, como si mi resistencia, mi angustia, fuera simplemente una molestia menor, un pequeño inconveniente en sus planes meticulosamente trazados.La sola idea de compartir habitación oficialmente con mi "esposo", ese título que me quemaba en l
Alejandro Cross La casa estaba inusualmente silenciosa para ser tan temprano. El sol apenas se filtraba por las ventanas altas del comedor, iluminando con matices dorados la madera pulida de la mesa principal. El café humeaba en mi taza, fuerte y amargo, tal como lo necesitaba después de la noche que habíamos compartido… o sufrido, según se mire.Porque Ivy me había rozado dormida. Porque había sentido su cuerpo blando y caliente contra el mío, su respiración errática, sus caderas buscándome incluso entre sueños. Y yo… yo había tenido que sujetarla. Fuerte. Detenerla. Porque si ella no estaba despierta, si no estaba consciente de lo que provocaba… no pensaba tocarla. Aún no.La imagen de ella en la cama, jadeando, envuelta en la sábana, como si eso pudiera protegerla de mí, aún estaba grabada en mi cabeza. Y su maldita ropa interior húmeda…Inspiré hondo, intentando disiparla.Le había dado una orden: «bajarás a desayunar las tres comidas, o no comerás.»Sabía que lucharía. Sabía que
Ivy CrossEl sonido de la ducha, al otro lado de la habitación, era como un murmullo lejano que me arrullaba suavemente, una especie de lullaby que me acompañaba en el borde del sueño. Me dejé caer lentamente sobre la cama enorme, aún envuelta en esa camiseta vieja y grande que saqué del cajón, que me llegaba hasta los muslos y olía a memoria y algo de nostalgia.No pensaba dormir. Solo quería cerrar los ojos por un momento, recuperar algo de calma. Tenía que estar alerta, consciente de cada movimiento, de cada pensamiento, para evitar que alguien se acostara a mi lado y se pegara a mí. La distancia era mi refugio, mi protección. La cama, amplia y kin size, me permitía ubicarme en la orilla, hacerme un ovillo intentando controlar los párpados, resistiendo la tentación de dejarme llevar por el sueño.Pero, en algún momento, la batalla se escapó de mis manos. La neblina del sueño empezó a envolverme y, de repente, entré en un sueño, esos que he tenido, pero son muy íntimos y calientes,
Último capítulo