Ivy Cross
Un golpe seco en la puerta interrumpió el silencio opresivo de la habitación. Me removí en la cama, odiando cómo todavía temblaban mis piernas, vestigios de la última confrontación con Alejandro.
—¿Qué? —gruñí, mi voz rasposa de ira contenida.
La puerta se entreabrió apenas, revelando a Emma, su perfecta asistente personal, impecable como siempre. Llevaba entre las manos una bolsa de tela negra, alargada y elegante, de esas donde uno sabe que dentro hay un vestido que probablemente cuesta más que todo lo que alguna vez poseí en mi vida.
—El señor Cross pidió que usara esto esta noche —dijo Emma, sin entrar del todo a la habitación, como si temiera contaminarse con mi presencia.
Tampoco podía culparla. Todos los que trabajaban para Alejandro sabían exactamente qué era yo: la esposa que odiaba, la que lo desafiaba, la que había intentado dispararle.
Fruncí los labios, pero me obligué a levantarme. Crucé la habitación descalza, mi camisón de seda rozando mis muslos, y tomé la bolsa con brusquedad.
—Además —continuó Emma, su voz tan neutra como siempre—, en una hora llegará la maquillista y la peinadora. El señor Cross quiere que esté lista, bañada y preparada para salir a tiempo.
Asentí en silencio, no confiando en lo que podría salir de mi boca si abría la boca otra vez.
Emma se marchó tan rápido como había llegado.
Miré la bolsa negra en mis manos con un asco que me recorrió como una descarga eléctrica. La arrojé sobre el borde de la cama sin siquiera abrirla.
Me volví hacia mi pequeño refugio, el improvisado estudio de pintura que había montado junto a las ventanas. Mi mirada se posó en los lienzos olvidados, en las manchas de óleo seco, sobre las paletas de madera, en los pinceles abandonados.
No había fluido nada nuevo desde hacía meses.
Había intentado, claro. Me había sentado frente al caballete con el corazón desbordado de rabia, de tristeza, de ganas, de gritar al mundo todo lo que había perdido. Pero nada surgía. No había inspiración. Solo vacío.
Y hoy... hoy era peor.
Hoy se cumplía exactamente un año.
Un año desde que vi morir a mi padre.
Mi garganta se cerró mientras los recuerdos me asaltaban, sin piedad, como cuchillos deslizándose por debajo de la piel.
**Flashback**
Mi padre nunca se mostraba tan nervioso, nunca me pedía que me apurara por algo tan trivial como mis cuadros. Pero esa mañana, algo en su tono me hizo detenerme.
—Ve de una vez, Ivy —me dijo, sin mirarme, de pie frente a la ventana, la espalda tensa, como si estuviera esperando algo que él no quería ver.
Lo miré un momento, sintiendo esa pequeña inquietud en mi estómago que nunca me había dejado antes. Había algo extraño en el aire, algo que no cuadraba.
—Papá, tengo tiempo, la exposición es dentro de una semana —respondí, sintiendo la necesidad de protestar. Estaba en medio de trabajar en un par de cuadros nuevos, y no quería interrumpir mi flujo creativo por una simple tarea de último minuto. Pero, al verlo tan extraño, como si algo lo atormentara, la duda comenzó a carcomerme. ¿Por qué tanta prisa?
—No dejes todo para última hora —replicó con una firmeza que nunca había escuchado de él. Su voz era urgente, casi preocupada—. Tienes que ir a preparar tus cuadros para el envío a Nueva York. Es importante, Ivy.
Me quedé en silencio. Lo observé mientras sus manos se apretaban contra la madera de su escritorio, casi como si estuviera intentando sostenerse. Algo me decía que no debía ir. Quería decirle que no, que podía esperar, pero su insistencia me hizo dudar. Algo en su mirada, en su postura, me decía que era mejor no contradecirlo.
Al final, tomé mis cosas y salí de la casa. Tomé mi coche y me dirigí al estudio que compartía con una amiga, del otro lado de la ciudad. De alguna manera, no podía evitar sentir que algo no estaba bien. El aire estaba denso, cargado de una presión que no podía identificar.
En el camino, todo parecía ir normal. El tráfico de siempre, el ruido de la ciudad. Pero cuando me quedé atrapada en una luz roja, sentí que algo se movía a mi alrededor. Como si estuviera siendo observada.
No era nada en concreto, pero no podía dejar de mirar por el retrovisor, sintiendo el sudor en mi nuca. Pensé que era mi mente jugando trucos, que era solo la paranoia de un día largo. Pero algo me decía que no. Algo había cambiado.
Decidí regresar a casa y hacerle caso a mi corazón, el vehículo que estaba estacionado en frente no era uno que reconociera. Los hombres con chalecos antibalas salieron de la nada, emergiendo de la oscuridad como sombras. Mi corazón comenzó a latir más rápido, mi cuerpo se tensó de inmediato. Algo dentro de mí me dijo que no debía entrar, que debía dar la vuelta y huir, pero no había tiempo.
Me agarraron con fuerza, sin decir una palabra, bloqueando mi habla. Uno me empujó hacia el interior de la casa, y el pánico comenzó a subir por mi garganta, llenándome de un terror visceral. ¿Qué estaba pasando?
Y fue entonces cuando lo vi.
Alejandro Cross.
En su traje elegante de tres piezas, se veía impresionante. Como un Dios de la destrucción. Al verlo entrar en el despacho, quedando debajo del marco, mi cuerpo se tensó aún más. El aire se volvió espeso, irrespirable. Sabía que algo estaba por suceder, pero mi mente no podía procesarlo. Esa aura de muerte que lo rodeaba, me hicieron darme cuenta de lo que ya sabía, pero que me negaba a aceptar. Este hombre estaba aquí para cumplir con lo que había venido a hacer.
Entonces escuché la voz de mi padre.
—Estoy listo para pagar mi traición... —balbuceó mi padre, su voz quebrada, como si aceptara finalmente lo que había hecho.
No sé si en ese momento me dolió más escuchar sus palabras o ver a Alejandro con una calma mortal, la sonrisa de él fue apenas una curvatura cruel en sus labios. Mia lágrimas seguían deslizándose por mis mejillas.
—Antes de eso —dijo, su voz, un susurro letal—, quiero que veas cómo te arrebato lo único que realmente amas.
No dijo nada más. Simplemente, hizo un gesto, y uno de sus hombres se apartó. Alejandro no necesitaba órdenes para hacer lo que tenía en mente, el hombre me empujó hacia él y me mostró a mi padre. Sacó la pistola con lentitud, casi como si disfrutara del momento. Como si estuviera saboreando lo que venía.
Me obligó a mirarlo.
Y entonces, sin más, disparó.
La bala atravesó la frente de mi padre con una precisión que me heló la sangre. Fue rápido, casi clínico.
La caída de su cuerpo fue la que me destrozó, como si todo el peso de su vida, de sus decisiones, se hubiera estrellado contra el escritorio de caoba.
El grito que salió de mis labios era el último vestigio de la niña de papá que alguna vez fui, antes de que la realidad me aplastara.
Alejandro, impasible, me miró con la frialdad de un hombre que había alcanzado su propósito.
—Pensó que podía robarme millones y luego esconderse detrás de su hija... —susurró Alejandro, en un tono casi íntimo—. Pero yo no olvido. No perdono. Y jamás... —inclinó apenas la cabeza— jamás permito que me traicionen.
Mi padre ya no estaba.
Y yo…
Yo solo veía el principio de la oscuridad que Alejandro Cross me había traído a mi vida.
***
Me miré en el espejo y, por un instante, dudé de que esa imagen fuera realmente mía.
El vestido gris, adornado con pedrería diminuta que capturaba la luz como si fuese polvo de estrellas, abrazaba cada curva de mi cuerpo, marcando mi cintura, resaltando mis caderas amplias y redondeadas, el busto lleno... y ese estómago plano que nunca trabajé realmente en un gimnasio, pero que había heredado sin esfuerzo. Las mujeres de la familia de mamá siempre fueron así. Nunca conocí a mis abuelos maternos, ni a mis tías, ni a nadie de su linaje. Se habían ido todos en aquel accidente aéreo, antes de que yo pudiera siquiera formar un recuerdo. Mamá me contaba de ellos mientras hojeábamos viejos álbumes, su voz teñida de nostalgia, de amor... de pérdida. Y ahora ella también se había ido. Cáncer. Me la arrancó de las manos antes de que pudiera siquiera ser adulta.Tragué saliva. Una punzada de tristeza me atravesó como una vieja conocida. No era el momento. No podía permitirme flaquear esta noche.
Volví a mirar el espejo.
El vestido caía en ondas perfectas hasta el suelo, y el maquillaje... Dios, el maquillaje.
Sin una gota de pintura y con ropa suelta, siempre parecía tener diecisiete años. Pero ahora, con el cabello peinado en ondas grandes y elegantes sobre un hombro, el cuello expuesto como una ofrenda, los ojos grises delineados y agrandados, los labios ligeramente teñidos... parecía otra mujer. Una mujer de verdad. Más fuerte. Más peligrosa. La esposa de Cross. La prisionera.Miré el reloj colgado en la pared. Las manecillas bailaban cruelmente cerca de las siete.
Diez minutos.Apreté los labios y, con movimientos calculados, guardé un par de ganchos de pelo que había robado disimuladamente a la peinadora. Quizá parecían inofensivos, pero en las manos correctas —en las mías— podían ser una herramienta para forzar una cerradura... o abrir un candado.
Sí tenía suerte. Sí, me movía rápido. Si no cometía errores.Cerré los ojos un segundo y dejé que la esperanza me invadiera.
Esta noche podría ser la última. La última en esta maldita prisión disfrazada de mansión. La última antes de desaparecer para siempre de la vida de Alejandro Cross.No pensaba volver.
No pensaba dejar que me tocara. No pensaba entregarle lo que aún me pertenecía: mi virginidad, mi última pureza intacta después de todo el infierno que había desatado en mi mundo.Mis puños se apretaron contra el faldón del vestido.
Él me lo había arrebatado todo.
Todo.Y aunque esta noche iba a fingir ser la esposa perfecta, la acompañante sumisa que sonreiría en su estúpida cena de recaudación de fondos...
Por dentro, yo seguía ardiendo. Recordándome cada segundo que no podía —no debía— olvidar.Iba a hacerle pagar.
***
Mis pasos resonaban suaves, casi fantasmales, contra la superficie fría y pulida del mármol de las escaleras. Cada uno de mis movimientos amplificado en el silencio opulento de la mansión. Era un sonido discreto, casi una disculpa, contrastando con la tormenta que se desataba en mi interior.
Con cada escalón que descendía, sentía el peso del vestido arrastrándose sobre mis piernas. La tela, aunque exquisita al tacto, se sentía helada, pesada… una carga más que un adorno. Era como una cadena elegante, meticulosamente diseñada para aprisionar, para recordarme mi situación. El roce constante era un recordatorio táctil de la trampa en la que me encontraba.
Tragué saliva con dificultad, sintiendo la garganta seca a pesar del miedo que me inundaba. Alcé la barbilla en un gesto de desafío, tratando de proyectar una compostura que no sentía en absoluto.
No iba a temblar. Ni un poco. Ni siquiera permitiría una ligera vibración.
No iba a mostrar ni un ápice de debilidad. No le daría esa satisfacción.
No esta noche. No cuando la fachada era crucial. No cuando todos los ojos estarían puestos en nosotros.
Al llegar al último escalón, después de lo que me pareció una eternidad, lo vi. Estaba allí, como si hubiera estado esperándome pacientemente, apoyado casualmente en una de las imponentes columnas de mármol que adornaban el vestíbulo. Su chaqueta negra, de un corte impecable, resaltaba su figura alta y poderosa. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con un cuidado estudiado, revelando una frente alta y una mirada penetrante. Tenía ese porte de depredador elegante que le salía natural, esa aura de control y peligro que parecía emanar de cada uno de sus poros.
Alejandro Cross.
Su nombre resonó en mi mente como una maldición.
El hombre que había destruido mi vida… que la había desmantelado sistemáticamente, pieza por pieza, hasta dejarme reducida a esta farsa… y que ahora, frente a todos, con total descaro, se atrevía a posar como mi esposo. La ironía era cruel, punzante.
Su mirada me recorrió de arriba abajo, un escrutinio metódico que me hizo sentir expuesta.
Lenta. Cada segundo se estiraba hasta el infinito.
Calculadora. Evaluando, analizando, diseccionando.
Como si evaluara cada parte de mí, cada curva, cada centímetro de piel, como si pudiera desnudarme con solo un vistazo, revelando las cicatrices que él mismo había infligido.
Un escalofrío me recorrió la espalda, a pesar del calor artificial que inundaba el vestíbulo. Sentí la piel de gallina y un nudo formándose en mi estómago.
—Vaya, vaya —dijo, su voz baja y grave, cargada de una arrogancia irritante que conocía tan bien—. Hasta yo estoy impresionado. Finalmente, te veo sin esa bata de seda deshilachada que usabas para dormir todo el día, o los pantalones de yoga desteñidos, con la camiseta de la banda de Metallica y ese pelo que parecía un nido de pájaro… se ve decente. Considerablemente decente, de hecho.
Me obligué a no rodar los ojos, aunque la tentación era casi irresistible. Estuve a nada de levantar el dedo del medio y ponérselo en su cara, de mostrarle mi desprecio de la forma más explícita, así como soltarle una de mis respuestas sarcásticas, de esas que sabía que lo sacaban de quicio, que lo hacían perder momentáneamente el control que tanto valoraba, pero me contuve. Fue una batalla interna intensa, una lucha por mantener la compostura.
Por ahora. La guerra todavía no había terminado.
Avancé hasta él, manteniendo la distancia justa entre nosotros. Un espacio personal que definía los límites de nuestra tensa tregua.
—¿Qué quieres, una medalla por haber elegido un vestido bonito? —solté con una sonrisa dulce envenenada, una fachada de cortesía que ocultaba el veneno que destilaba en mi interior.
Alejandro soltó una risa breve, seca, carente de verdadero humor. Un sonido hueco que no reflejaba ninguna alegría genuina.
—Te queda mejor de lo que imaginé. Mucho mejor. —Se enderezó, deshaciéndose de su pose relajada y acercándose lo suficiente para que su sombra me cubriera, envolviéndome en su oscuridad. Me sentí atrapada, acorralada. —Esta noche es importante. Crucial. Necesito que actúes como lo que eres: mi esposa.
El título me quemó en la lengua, aunque no fuera yo quien lo hubiera pronunciado. La sola idea me producía náuseas. Mi mandíbula se tensó, reflejando la tensión que me consumía.
No respondí. Me negué a darle la satisfacción de una reacción.
—Y como tal, —continuó, su voz descendiendo a un tono más grave, un murmullo amenazante que solo yo podía oír— me acompañarás. Sonreirás. Te sentarás a mi lado. Y harás exactamente lo que espero de ti. Y no te desaparecerás de nuevo. Como la última cena, que tuve que bajarte de la ventana del baño, casi exponiéndome al ridículo. Ni la vez que te quedaste atorada en la cornisa de la ventana del segundo piso en un intento desesperado de fuga, y esa noche de mi cumpleaños en el que te disfrazaste de hombre y fingiste e intentaste escapar entre los invitados.
¡Ja! Esa vez casi salí victoriosa, estuve tan cerca de la libertad que podía saborearla, pero su asistente personal, ese sabueso leal, notó algo raro, ¿Cuándo había visto que un hombre tuviese un trasero grande y con pechos? Sí, de los nervios no había abotonado la camisa de vestir que había robado y se veía mi sostén de encaje negro. La humillación me invadió al recordarlo. Maldita sea, estaba cerca. Tan, tan cerca.
Lo miré fijamente, sin parpadear, tratando de desentrañar sus intenciones.
—¿Y si no quiero? —pregunté, mi voz como el filo de un cuchillo, afilada y peligrosa.
Él sonrió. Una sonrisa lenta, depredadora, peligrosa.
Se inclinó apenas, invadiendo mi espacio personal, sus labios rozando mi oído al susurrar:
—Quizá esta noche, finalmente, consumamos lo que llevamos posponiendo todo un maldito año. —El pensamiento de compartir la cama, de tener que entregar mi cuerpo a este hombre, me llenaba de repulsión.
Me quedé helada, paralizada por el shock.
Mi cuerpo, ese traidor, tembló apenas perceptiblemente, reaccionando a su proximidad a pesar de mi voluntad.
La sangre me golpeó las sienes, y sentí un calor incómodo arder entre mis muslos. Un deseo prohibido que me avergonzaba.
¡Maldita sea! Me odiaba por sentir siquiera una chispa de atracción hacia este hombre.
El asco y la rabia se mezclaron con algo más oscuro, más vergonzoso, que me hizo odiarme aún más.
Reaccioné como una fiera herida, defendiéndome con uñas y dientes.
—Pues, tienes mi permiso como tu esposa, legalmente, de tomar a cualquier mujer de la cena, cualquiera, no importa si es la esposa de tu socio, o la mesera, o es más, la que organizó todo el evento, tienes la total libertad de irte a cualquier otra cama... excepto ir a la mía. —escupí, la voz temblándome de ira contenida, reprimiendo el deseo de gritarle—. No pretendo hoy, ni mañana, ni nunca, consumar nuestro matrimonio.
Él retrocedió medio paso, su sonrisa desvaneciéndose ligeramente, pero la burla permaneciendo en sus ojos, carcajeándose bajo.
Una risa burlona. Una risa que me hizo querer arañarle la cara, desfigurarle esa perfección que tanto valoraba.
—Tienes carácter, Ivy. Eso me gusta, pensé que solo eras una mujer joven, sumisa y anhelando el placer de ser sometida. —dijo con tono perezoso, como quien comenta sobre el clima, minimizando mi resistencia—. No te preocupes… te lo voy a arrancar. Pedazo a pedazo. Me cobraré todas las veces que me rechazaste en este año. Cada negativa, cada desplante, cada intento de fuga.
—Si lo que quieres es violarme…—no pude terminar la oración, las palabras se atascaron en mi garganta, cuando él se tensó visiblemente, su rostro oscureciéndose. Sabía que tenía algo turbio, algo oculto, cuando escuchaba esa palabra. Se acercó más a mí, invadiendo mi espacio personal, pude oler su aroma tan masculino, una mezcla embriagadora de colonia y poder.
—Nunca lo haría. No soy ese tipo de monstruo.
—¿Pero sí un monstruo cuando decidiste matar a sangre fría a mi padre?—él arqueó una ceja.
—¡Tú maldito padre me robó millones e información privilegiada que pudo haber vendido a mis enemigos y que aun sigo buscando! Sabía lo que hacía, no era el santo que tu crees que fue, Ivy.
—Era mi... maldito padre, Alejandro. —él se tensó cuando dije su nombre en un tono entrecortado, a punto de quebrarme frente a él. —Era lo único que me quedaba de familia.
—Ahora yo soy tu única familia. Te guste o no. Eres Ivy Cross, mi maldita esposa. Así que más vale que te metas en esa cabeza que harás las cosas correctamente a partir de hoy como mi esposa, saldrás de esa habitación que es un maldito caos de desorden, bajarás a comer y cenar conmigo, harás algo más que pudrirte frente a esos putos lienzos de m****a. Estoy harto de que todos piensen que soy demasiado "Blando" contigo. Si vuelves a faltarme al respeto e intentar escapar de nuevo, voy a hacer algo y no te va a gustar las consecuencias. —hizo un silencio y ladeó su rostro sin dejar de mirarme.—Tú me rogarás que me coma ese coño apretado. Lo desearás tanto que cuando me pierda entre tus piernas, gritarás mi nombre cada maldita puta noche en mi cama. —Su voz era ronca, cargada de una promesa inquietante.
—¿Lo oyes? —me burlé, señalando al aire con un gesto despectivo.—Él miró alrededor, alerta. —Tranquilo —reí con desdén—, es solo tu ego, tan hinchado que ya empieza a hacer ruido.
Y sin esperar respuesta, antes de que pudiera replicar o siquiera procesar sus palabras, dio media vuelta y desapareció por el largo pasillo de mármol, sus pasos resonando en la vastedad de la casa, un eco de su presencia opresiva. Me quedé ahí, temblorosa, sintiendo el pulso acelerado. Llena de una mezcla tóxica de emociones que apenas podía controlar. Asco, rabia, miedo y una pizca de un deseo inconfesable que me consumía por dentro.