Ivy Cross
El sonido de la ducha, al otro lado de la habitación, era como un murmullo lejano que me arrullaba suavemente, una especie de lullaby que me acompañaba en el borde del sueño. Me dejé caer lentamente sobre la cama enorme, aún envuelta en esa camiseta vieja y grande que saqué del cajón, que me llegaba hasta los muslos y olía a memoria y algo de nostalgia.
No pensaba dormir. Solo quería cerrar los ojos por un momento, recuperar algo de calma. Tenía que estar alerta, consciente de cada movimiento, de cada pensamiento, para evitar que alguien se acostara a mi lado y se pegara a mí. La distancia era mi refugio, mi protección. La cama, amplia y kin size, me permitía ubicarme en la orilla, hacerme un ovillo intentando controlar los párpados, resistiendo la tentación de dejarme llevar por el sueño.
Pero, en algún momento, la batalla se escapó de mis manos. La neblina del sueño empezó a envolverme y, de repente, entré en un sueño, esos que he tenido, pero son muy íntimos y calientes, entonces, lo sentí.
El colchón se hundió levemente en mi espalda, seguido de una ráfaga de aire tibio, que parecía envolverme en una energía distinta. Un brazo fuerte, en silencio, se deslizó con naturalidad por mi cintura, envolviéndome con firmeza. Su pecho desnudo se pegó al mío, cálido, sólido, como fundiendo sus latidos con los míos. Su aliento, caliente y pausado, rozó mi cuello, enviando un escalofrío por mi cuerpo. Era como si fuera parte de un sueño, una ilusión que jamás podría ser real.
No necesitaba abrir los ojos para saber quién era. Sonreí apenas, en la penumbra, sabiendo que en los sueños todo era posible. Aquí, en este mundo de neblina y deseo, las reglas se doblaban, y los límites se desdibujaban. Moví mi cuerpo en ese estado de semi-consciencia, buscando más contacto, más calor, más esa sensación que me llenaba de una inexplicable ansiedad.
Mi cuerpo se arqueó suavemente contra el suyo, el trasero presionándose contra su entrepierna con una familiaridad que me sorprendió. Sentí su reacción, un endurecimiento que casi podía palpar, y un torrente eléctrico recorrió cada fibra de mí.
Otro roce, más firme esta vez, seguido de otro, cada uno robando suspiros que escapaban de mis labios dormidos, mezclados con un anhelo que no lograba comprender del todo.
Por alguna razón, mi cuerpo reclamaba más; el calor que envolvía mis piernas se sentía tangible, insistente, como si necesitara desesperadamente de esa cercanía, de provocar, de que él respondiera. Sin pensar, sin control, me moví para buscarlo, para sentirlo más cerca, consciente solo de esa necesidad absurda. Cada roce parecía hacerlo reaccionar, tensionarse detrás de mí, su respiración volviéndose más pesada, más excitada, un reflejo de la mía.
Era un sueño erótico, pero en ese sueño, todo parecía tan real. La intensidad del calor, la tensión, la electricidad en el aire… Y en un momento, su aliento tocó la orilla de mi oreja, como si se hubiera sincronizado con mi propia respiración.
—¿Así que tu cuerpo aún dormida... me desea?—susurró él, y como un rayo, el corazón me dio un vuelco. Abrí los ojos de golpe, el corazón latiéndome con fuerza en los oídos, jadeando. Estaba encima de él, a horcajadas sobre su cadera, sintiendo un bulto duro entre mis muslos, la camiseta subida peligrosamente por mis muslos, y sus manos firmes que sujetaban mis muñecas por encima, como si hiciera una maniobra para detenerme.
—¿Qué… qué estás haciendo?—susurré, todavía confundida, con un leve rubor en las mejillas y una mezcla de miedo y vergüenza.
Su mirada era intensa, oscura, encendida por el sueño y la pasión. La mandíbula tensa, como si luchara con sus propios deseos.
—Vaya sorpresa—susurró con voz ronca por estar recién despertado—. Sí que estabas dormida. Tú me estás buscando, Ivy. —Hizo una pausa, y su tono se volvió más grave—. Empezaste a restregarte contra mí, haciendo que tu cuerpo me despertara a mí también. Intenté detenerte, pero eres terca, demasiado... Te subiste encima y empezaste a moverte sin control. Tu cuerpo me retó, y tuve que sujetarte para que no te hicieras daño… pero si quiero hacerte mía... Necesito que estés despierta.
Lo fulminé con la mirada, mi respiración agitada, intentando zafarme.
—¡Mentiroso! Tú me pusiste encima de ti—le acusé, con voz entrecortada.
Una sonrisa lenta, cargada de arrogancia y deseo, se dibujó en su rostro.
—¿Yo?—rio, con una sonrisa maliciosa—. Si vieras cómo te restregabas contra mí… como si tu cuerpo me rogará, Ivy.
Lo odié en ese momento, esa chispa de verdad en sus palabras, lo mucho que tenía razón. Odié cómo me temblaban los muslos, esa sensación de urgencia, esa ansia que no podía controlar. Y, más allá de todo, odié que deseaba aquello, que quería seguir en esa frontera peligrosa.
—Eres un imbécil—lo solté, furiosa, aunque mi voz temblaba.
—Y tú estás mojada—susurró, casi con burla, acercándose más—. Pero tranquila, Ivy, no voy a tocarte… hasta que tú misma me lo pidas... pero despierta.
Mi piel ardía, como si me quemara por dentro. Quería golpearlo, besarle, hacer que dejara de jugar con mi voluntad. Pero algo, en lo más profundo, me decía que quizás, solo quizás, ya no resistiría.
Y en ese instante, con el corazón desbocado, comprendí que esa mezcla de deseo y miedo estaba haciendo que todo mi mundo se tambaleara.
El aire se volvió denso cuando se levantó de la cama.
No lo vi de inmediato, pero lo sentí. El colchón dejó de hundirse y entonces, por el rabillo del ojo, capté el movimiento. Alejandro se puso de pie, despacio, como si no tuviera prisa… pero fue imposible no notar cómo su pantalón de dormir tiraba hacia abajo, vencido por la erección evidente que llevaba entre las piernas.
Tragué saliva. Mis mejillas ardieron.
Jadeé apenas, un sonido bajo y traidor que se escapó de mis labios. Me giré de inmediato, dándole la espalda, como si así pudiera deshacer la imagen que me había perforado la mente. Tomé la orilla de la sábana con manos temblorosas y la jalé sobre mí, envolviéndome por completo. Me sentía vulnerable. Expuesta. A un solo suspiro de rendirme al orgasmo que mi cuerpo clamaba.
Pero no lo haría.
No por él. No ahora.
Escuché su risa baja, rasposa por el sueño. No necesitaba mirarlo para saber que sonreía, disfrutando cada segundo de mi vergüenza.
—No tienes por qué esconderte, Ivy —dijo, con esa maldita voz que me recorría como un roce de terciopelo y hierro al mismo tiempo—. No hay nada de que avergonzarse.
No respondí. Me quedé en silencio, abrazada a la sábana, como si fuera una barrera capaz de contener todo lo que él despertaba en mí.
—¿Son las siete?—añadió, más para sí mismo—Mierda. Dormí más de cinco horas. No recuerdo la última vez que pasó. —susurró, muy sorprendido.
Me atreví a girar un poco la cabeza. Estaba ahí, en medio de la habitación, aún adormilado, pero viéndome como si yo fuera el motivo de su descanso. Como si… como si yo tuviera algo que ver con que él, Alejandro Cross, bajara la guardia.
—Baja a desayunar conmigo —ordenó entonces, con un tono que no admitía réplica.
—No tengo hambre —mentí, apretando más la sábana contra mi cuerpo.
—Ivy —su voz se endureció—, sé que siempre comes aquí. Las tres comidas. Te encierras como una niña asustada.
No respondí. Solo cerré los ojos y negué con la cabeza.
Y entonces, lo hizo.
Se acercó a la cama con pasos firmes, y de un solo tirón, arrancó la sábana que me cubría. Un jadeo se me escapó de golpe, mis piernas quedaron al descubierto, mis muslos temblorosos… y mi braga visiblemente húmeda. Su mirada se desvió de inmediato, como si luchara contra el impulso de observarme.
—A partir de hoy —dijo en un tono bajo, implacable—, bajarás a comer las tres comidas al comedor. Si no lo haces, nadie te subirá nada.
Me sentí como una prisionera en su reino. No tenía voz, no tenía voto. Solo normas. Límites que él trazaba… y que yo parecía cruzar sin darme cuenta.
Sin decir nada más, Alejandro se dio la vuelta y salió del cuarto. Cerró la puerta con suavidad, pero el sonido fue como un eco que rebotó dentro de mí.
Me quedé inmóvil por un largo segundo. Luego me senté lentamente en la cama. Mis piernas todavía temblaban, mi centro ardía. Llevé la mano entre mis muslos, sobre la delgada tela mojada. Solo un roce y un estremecimiento me sacudió entera.
Mi cuerpo quería. Lo deseaba.
Pero no. No le daría ese poder.
Apreté los dientes, retiré la mano y me obligué a respirar hondo. No iba a tocarme por culpa de Alejandro. No iba a terminar rendida entre sus sábanas… al menos no sin pelear antes.