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Capítulo 4. Una presa

Ivy Cross

El silencio dentro de la camioneta era una manta espesa y sofocante. Me presionaba, pesado e insoportable. Podía oír el débil y agudo gemido del motor, un zumbido persistente que vibraba a través del marco de metal. La tapicería de cuero, tensada sobre los asientos, crujía y gemía suavemente bajo la presión de mis dedos tensos y apretados. Pero por encima de todo, más fuerte que cualquier otra cosa, estaba el eco del disparo reverberando dentro de mi cráneo.

Lo vi una y otra vez, repitiéndose en un bucle interminable. El cuerpo del hombre cayendo, desplomándose como si algún titiritero invisible hubiera cortado abruptamente todas las cuerdas que lo mantenían erguido. No hubo sonido, ni grito final. Ni lucha, ni intento desesperado por recuperar el equilibrio. Solo… cayendo. Un descenso flácido y sin vida.

Todo, innegablemente, fue mi culpa. El peso de esa culpabilidad me aplastó.

No. Basta. No fue mi culpa. No del todo, de todos modos. Fue suya. De Alejandro. Fue por él, por su ego deformado y sobredimensionado. Por su necesidad insaciable de controlarlo absolutamente todo, de dominar cada situación y a cada persona. Necesitaba marcar su territorio como un animal salvaje, reclamando la propiedad con brutal posesividad.

No parecía poder tomar una respiración completa y satisfactoria. Mi pecho se sentía apretado, constreñido. Mis ojos ardían con lágrimas no derramadas, pero me negué obstinadamente a llorar, no otra vez. No delante de él, nunca más. No le daría esa satisfacción, esa complaciente validación. No después de lo que acababa de ocurrir, no por segunda vez desde que nos habíamos casado en estos últimos doce meses. Crucé mis brazos con fuerza sobre mi pecho, un débil intento de protegerme, y miré fijamente por la ventana, tratando de proyectar una imagen de indiferencia, de desprecio despreocupado. Pero por dentro, mi estómago se revolvía con una ansiedad nauseabunda, y mi boca se secaba más con cada segundo que pasaba, la sensación de sequedad intensificaba mi creciente pánico.

Él no dijo una sola palabra. Eso era mucho peor. Alejandro Cross no necesitaba levantar la voz, no necesitaba pronunciar una amenaza para hacerte saber que estabas en peligro inminente. Su silencio era un arma mucho más potente, una hoja afilada y bien pulida que cortaba más profundo que cualquier acusación gritada. Cada segundo agonizante que pasaba sin una sola palabra de él era una cuenta regresiva, invisible, una progresión constante hacia algún infierno desconocido y aterrador.

Cuando la camioneta finalmente chilló al detenerse, no esperé a que nadie, y mucho menos él, me ofreciera la cortesía de abrir la puerta. Extendí mi brazo, tiré de la manija y abrí la pesada puerta con un movimiento repentino y discordante. Salté al frío e implacable pavimento. El frío helado quemó instantáneamente mi piel, pero apenas registré la incomodidad. No me importaba. Ya no me importaba nada.

—¡Que ninguno de ustedes se acerque a ella!—ladró desde dentro de la camioneta, su voz, una declaración glacial, desprovista de calidez o inflexión, que no admitía discusión ni disenso, escuché el azote furioso de la puerta al cerrar. Él venía detrás de mi.

Sentí cada par de ojos, pertenecientes a los guardias silenciosos y siempre presentes, fijados en mí, sus miradas pesadas y evaluadoras. Los guardias, generalmente tan estoicos e impasibles, retrocedieron visiblemente, dando un paso vacilante hacia atrás, como si fuera una bomba volátil, amarrada con dinamita y lista para explotar. En cierto modo, lo era.

Caminé directamente hacia la imponente mansión, el sonido de mi propia rabia creciente rugiendo en mis oídos como un viento violento. Tenía la mandíbula tan apretada que me dolían los dientes. Me quité los tacones altos, agarrándolos con la mano y sosteniéndolos con los dedos blancos y rígidos. Cada paso era una afirmación silenciosa y desafiante: no me romperá, no me doblegará a su voluntad, no logrará destruirme.

Sabía que me estaba siguiendo.

Podía sentir su presencia como un fuego ardiente contra mi espalda, un calor palpable que irradiaba de él, una amenaza tácita.

—¡Ni siquiera pienses en cerrar la puerta con seguro!—Su voz, con un toque de acero, finalmente me alcanzó cuando ascendía los amplios y sinuosos escalones de mármol que conducían a la entrada. —Esta noche, tú y yo dormiremos juntos.

Me detuve en seco.

Toda mi espalda se tensó, cada músculo se contrajo, como si fuera la cuerda de un arco estirada hasta su límite absoluto, a punto de romperse bajo la presión. Lentamente, giré la cabeza, rotando mi cuello hasta que pude mirarlo desde mi punto de vista en lo alto de la escalera.

—No eres bienvenido en mi cama—le dije, las palabras goteando veneno, mi garganta áspera por la ira reprimida. —Vete con tu pelirroja. No encontrarás nada conmigo esta noche… excepto absoluto desprecio.

Su sonrisa perezosa y burlona fue la gota que colmó el vaso, el único e insignificante peso que finalmente me hizo perder toda pretensión de control. Le lancé los tacones altos, arrojándolos con toda la fuerza que pude reunir, como si fueran proyectiles mortales. Un tacón golpeó la pared ornamentada con un fuerte crujido, dejando una pequeña abolladura en el yeso. El otro pasó silbando cerca de su rostro, rozando su mejilla. Él no se inmutó, ni siquiera parpadeó.

—¡Eres un maldito psicópata!—escupí, las palabras cargadas de furia.

—Y tú, una maldita mentirosa y muy talentosa—respondió, como si estuviéramos entablando una conversación casual sobre el clima. —Hacemos una buena pareja, admítelo.

—¡NUNCA! ¡Vete al infierno!—grité.

Me di la vuelta y corrí, mi largo vestido se enredaba alrededor de mis piernas, dificultando mi progreso, pero no me detuve. Empujé la pesada puerta de mi dormitorio y la cerré de golpe detrás de mí. Mis dedos temblaban mientras buscaba a tientas la cerradura, tratando desesperadamente de accionarla. Tenía que cerrarla. Tenía que hacerlo rápidamente.

Demasiado tarde.

La puerta vibró violentamente con un solo y poderoso empujón. No estaba gritando, no necesitaba hacerlo. Solo empujó. Implacable. Inflexible. Como todo lo demás en él.

—¡Alejandro, vete! ¡No entres aquí!

—Abre la puerta, Ivy—Su voz era peligrosamente tranquila.

—¡No me toques! ¡Te lo advierto! Seguirán pasando años, antes muerta que acostarme con el asesino de mi padre, y esta noche, has matado a una persona inocente. ¡Es enfermo lo que hiciste!

El segundo asalto, aún más contundente, me hizo retroceder un paso.

—¡Era una mentira! ¡Solo quería molestarte!—dije, esperando que me creyera.

—No me gusta que juegues conmigo—dijo, su voz baja y uniforme, enviando un escalofrío de puro terror por mi espina dorsal, el sonido más frío que el hielo.

El golpe final y devastador astilló el marco de la puerta y envió la puerta hacia adentro. Me lancé hacia atrás, tropezando con la gruesa alfombra, cayendo pesadamente sobre mi espalda, con el corazón alojado en mi garganta, asfixiándome.

Y entonces, lo vi.

De pie en la puerta, una silueta imponente contra la tenue luz del pasillo. Un depredador. El lobo finalmente había llegado a la puerta. Y yo, no importaba cuánto pretendiera serlo, no era una cazadora.

Yo era su presa.

La puerta se cerró con un golpe sordo, aunque la madera había quedado astillada por la fuerza con la que la había empujado. Aun así, encajó en el marco como si fuera la entrada a una celda. Mi celda.

Alejandro la cerró con un giro pausado del seguro. Luego se quedó ahí, de pie, unos segundos más… antes de acercarse lentamente. El silencio pesaba como plomo en el aire.

Cuando estuvo frente a mí, se acuclilló sobre sus talones, sin dejar de observarme. Yo seguía sentada en la alfombra, con las piernas dobladas contra mi cuerpo, respirando agitada. Sentía los latidos golpeándome en las sienes. Quería hablar, gritar, golpearlo. Pero no podía moverme. Solo lo miraba.

—No obtendrás nada más de mí —solté al fin, con la garganta reseca, pero la voz firme—. Ya acepté casarme contigo. Te di eso. Pero lo físico… eso no va a suceder. No importa cuánto tiempo esperes.

Sus ojos oscuros se clavaron en los míos, sin parpadear.

—Te he dado todo —dijo, con una calma que erizaba la piel—. Un techo. Comodidad. Tu estudio. Tu espacio. He esperado un año… un maldito año. Lo único que te pido es que te entregues a mí. Voluntariamente.

—Eso no va a pasar—repetí, sintiendo la tensión subir por mi columna—Nunca.

Una sonrisa apareció en sus labios, pero no era amable. Era la sonrisa de un depredador que ya olió la sangre. Quise escupirle la cara. Pero me quedé quieta, congelada, odiando lo que su voz me hacía sentir.

Se puso de pie con elegancia controlada. Como si no acabara de asesinar a un hombre. Como si no acabara de romper la puerta y de romperme a mí con su control.

—Báñate —ordenó sin mirarme—. Métete en la cama. Haré unas llamadas.

—No voy a acostarme contigo —dije en un murmullo.

Se giró hacia mí, con esa sonrisa torcida.

—Dormiremos juntos, Ivy. Como un verdadero matrimonio. Te guste o no. Pero no te voy a tomar a la fuerza.

Y con eso, salió de la habitación, dejándome en la alfombra, envuelta en rabia, miedo… y un nudo asfixiante de emociones que no sabía cómo deshacer.

Cuando la puerta se cerró tras él, el silencio resonó en la habitación, mucho más opresivo y pesado que su propia presencia. Me quedé sentada en la alfombra, sintiendo la textura áspera contra mi piel, inmovilizada por una mezcla de emociones turbulentas. Un temblor incipiente empezó a escalar por mis brazos, una vibración sutil al principio, que gradualmente se intensificó hasta llegar a mis dedos, haciéndolos entumecerse ligeramente.

No era simplemente miedo, aunque el temor era una parte innegable de la ecuación. Era una complejidad de sentimientos mucho más profunda y perturbadora.

Era una impotencia paralizante, una rabia hirviendo que me quemaba por dentro… y una humillante sensación de haber sido atrapada en una intrincada red que yo misma había tejido, creyendo erróneamente que podía provocar una reacción, jugar con fuego, sin tener que pagar el precio final. Pero la realidad me había golpeado con fuerza. Había pagado, y con creces. Y alguien más también, arrastrado a este torbellino por mi imprudencia.

Me levanté lentamente, como si cada uno de mis huesos estuviera lleno de plomo, sin fuerzas para moverme con agilidad, y caminé al baño con pasos vacilantes, sintiendo el suelo frío bajo mis pies descalzos. Cuando cerré la puerta tras de mí, por puro reflejo, por una necesidad instintiva de protección, eché el cerrojo con un clic. Sabía perfectamente que no iba a detenerlo si él realmente decidía entrar, esa era una verdad ineludible… pero necesitaba desesperadamente sentirme en control de algo, aunque fuera una simple y frágil ilusión.

Me miré fijamente al espejo, buscando algún rastro de mi antigua yo en el reflejo distorsionado.

Tenía la cara enrojecida, casi febril, la piel irritada y sensible, y restos de maquillaje corrido se extendían como manchas oscuras alrededor de mis ojos, haciéndolos parecer hundidos y cansados. Mis labios estaban hinchados y doloridos de tanto apretarlos en un silencio tenaz, tratando de contener las palabras que se negaban a salir. El rímel manchaba mis mejillas como si hubieran sido trazadas por las manos frías y espectrales de un fantasma, un recordatorio visible del terror que me había invadido.

Me incliné sobre el lavabo, sintiendo el borde frío contra mi estómago, abrí la llave con un movimiento brusco y dejé que el agua corriera durante un momento, observando cómo se arremolinaba y desaparecía por el desagüe. Luego me mojé la cara una, dos, tres veces, salpicando con fuerza, como si pudiera, a través de la fricción y la frialdad, arrancarme de encima la pesadilla de la noche, la carga opresiva que me asfixiaba.

Me desvestí sin pensarlo racionalmente, guiada por un impulso visceral, tirando el vestido al suelo con desprecio y furia, como si fuera el culpable de todo. Entré a la regadera y dejé que el agua caliente me cubriera por completo, sintiendo las gotas golpear mi piel, pero no lograba calentarme realmente. El calor era superficial, incapaz de penetrar la frialdad interna. Sentía el frío por dentro, un vacío gélido que se extendía desde el centro de mi ser, entumeciendo mis emociones.

Me quedé ahí, bajo el chorro implacable, apoyando una mano temblorosa en la pared cubierta de azulejos fríos, dejando que el vapor empañara todo a mi alrededor, creando una barrera visual entre yo y la realidad. Cuerpo. Mente. Corazón. Todo estaba envuelto en esa bruma caliente, un intento desesperado de escapar.

—No va a tocarme —me dije a mí misma, susurrando las palabras como un mantra, como si repetirlas con suficiente convicción pudiera volverlas verdad, conjurar una protección mágica.

Me sequé despacio, frotando la toalla contra mi piel con suavidad, intentando ignorar la sensación de vulnerabilidad. Me puse un conjunto de satén negro que parecía diseñado específicamente para complacerlo, una elección irónica y cruel. Estúpido. No lo había elegido yo, él me lo había regalado. Así que mejor me lo quité. Abrí uno de los cajones con manos temblorosas y saqué una camiseta ancha que usaba para dormir, una prenda simple y cómoda que me recordaba la normalidad. Era mía. No suya. Un pequeño bastión de independencia.

Salí del baño minutos después, sintiéndome ligeramente más limpia, aunque no más fuerte. La habitación seguía vacía, inundada por una luz tenue y fantasmal.

Me metí en la cama buscando refugio en la oscuridad. Me arropé hasta el cuello con las sábanas suaves, sintiendo el tejido contra mi piel, y me coloqué deliberadamente de espaldas al lado donde sabía que él dormiría, creando una barrera física y emocional.

No quería dormir. No podía cerrar los ojos y rendirme al sueño, sabiendo que él estaba cerca.

Minutos después, que parecieron horas, escuché el sonido casi imperceptible de la puerta abriéndose. Silenciosa. Precisa. Un movimiento calculado y deliberado.

Sus pasos eran suaves, casi felinos, pero inconfundibles. Reconocería ese ritmo en cualquier lugar.

El colchón se hundió levemente cuando se sentó en el borde de la cama, a mi espalda. No dijo nada al principio. No se acercó, respetando al menos la distancia física. Solo se descalzó con un movimiento lento y deliberado, se quitó el saco, dejándolo caer sobre una silla. Podía sentir su calor irradiando a través del espacio que nos separaba, una presencia opresiva a pesar de la falta de contacto. No me tocó. Pero sabía que estaba mirándome, escrutándome.

Mi espalda estaba rígida como una tabla, tensa y dolorida. Fingía que dormía, intentando relajar mis músculos. Pero mi respiración era demasiado rápida, demasiado superficial, delatando mi ansiedad.

Y entonces su voz resonó en la oscuridad, grave y profunda, rompiendo el silencio tenso:

—No voy a tocarte… aún.—Un escalofrío helado me recorrió entera, contrayendo cada músculo de mi cuerpo. —Pero te acostumbrarás a mi cama, Ivy. Como a todo lo demás.

No respondí a su provocación. No le daría la satisfacción de una reacción, no le mostraría mi miedo.

—Y cuando dejes de odiarme —susurró, su voz ahora muy cerca de mi oído, enviando otro escalofrío por mi columna vertebral—… vas a rogarme que no me detenga.

Apreté los ojos con fuerza, hasta que vi destellos de luz detrás de mis párpados cerrados. Mordí el labio inferior con tanta fuerza que sentí un sabor metálico a sangre en mi boca, una autolesión sutil para mantenerme enfocada.

No. No iba a ceder a su manipulación. No a él. No así. Me negaba a convertirme en la víctima que él deseaba.

Pero por dentro, en lo más profundo de mi ser, una vocecita persistente y aterradora me susurraba que él creía cada palabra que había dicho. Estaba acostada, con el cabello aún húmedo extendido sobre la almohada, sintiendo la humedad contra mi piel, y la camiseta alrededor de mi cuerpo, cubriéndome hasta las piernas en un intento desesperado de proteger mi intimidad. El cuerpo me ardía, pero no era por el agua caliente de la ducha, sino por la rabia contenida que bullía en mi interior, una furia hervida que estaba a punto de estallar.

—Mañana trasladarán tus cosas a mi habitación —soltó sin preámbulos, con esa voz grave y rasposa que me raspaba los nervios, encendiendo una chispa de rebelión en mi interior. Abrí los ojos lentamente y lo miré de reojo, sin mover el resto de mi cuerpo.

—¿Disculpa? —Mi tono fue gélido, cortante, diseñado para herir.

—Escuchaste bien —se giró completamente hacia mí, desabrochando los primeros botones de la camisa con un gesto displicente—. Esta cama es muy cómoda, sí, pero no tanto como la mía. Y tú... tú no vas a seguir durmiendo aquí sola como si fuéramos extraños, como si no estuviéramos unidos por este matrimonio.

Solté una risa vacía, seca y amarga, desprovista de humor.

—¿Y si no quiero?

Me clavó la mirada con una intensidad que podía quemar. No respondió de inmediato, prolongando la tensión. Se acercó al borde de la cama con una lentitud amenazante y me miró desde arriba, con una expresión implacable, como si pudiera doblegarme con la simple fuerza de sus ojos.

—No te estoy preguntando, Ivy. Te estoy informando.

Sentí cómo mi mandíbula se tensaba involuntariamente, un signo revelador de mi frustración. Me incorporé un poco en la cama, apoyando los codos detrás de mí para mantener el equilibrio, dejando que la camiseta grande se deslizara ligeramente, revelando la piel de mis muslos.

—Puedes forzar muchas cosas, Cross… pero no puedes obligarme a querer compartir una cama contigo. El matrimonio es una prisión, pero no vas a entrar a mi cabeza.

Se agachó de pronto, con un movimiento rápido e inesperado, acercando su rostro al mío hasta que quedó apenas a unos centímetros de distancia, invadiendo mi espacio personal. Y cuando levantó una mano, me tensé involuntariamente, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho, anticipando un posible ataque. Pero en lugar de golpearme, simplemente me apartó un mechón húmedo de cabello que me caía sobre el rostro, con un gesto sorprendentemente suave y delicado. Como si le importara.

—Yo nunca te golpearía —susurró, y por un segundo fugaz, su voz casi sonó... sincera, cargada de un atisbo de vulnerabilidad.

Lo miré fijamente, sin parpadear, sin ceder ni un ápice. Intenté leer la verdad en sus ojos oscuros.

—Tampoco vas a conseguir nada más de mí. Ya acepté este infierno de matrimonio, pero mi cuerpo no es parte del trato. No vas a tomarme por la fuerza.

Él esbozó una sonrisa lenta, casi divertida, revelando un destello de sus dientes blancos. Su rostro se inclinó aún más cerca del mío, y me susurró con un tono oscuro y venenoso, lleno de una certeza inquietante:

—No lo necesito por la fuerza, Ivy. Lo que quiero… es que lo pidas. Que un día me supliques que te folle. Que te arrastres a mis pies. Y te prometo que ese día no está tan lejos como crees.

Un escalofrío me recorrió entera, pero esta vez no era solamente por miedo, sino por el hecho de que... en su mundo retorcido y manipulador, él estaba completamente convencido de que eso eventualmente pasaría. Y lo peor de todo, era esa parte oscura y secreta de mí que temía que tuviera razón, que sucumbiría a su juego.

—Duerme —añadió de pronto, incorporándose mientras ajustaba la manga de su camisa con un gesto estudiado—Como ya te lo he dicho varias veces esta madrugada: Esta noche no voy a tocarte. Pero dormirás conmigo, quieras o no.

Se dirigió hacia la puerta del baño con un paso firme y seguro, y antes de desaparecer tras ella, se giró una vez más, mirándome fijamente.

—Ah, y deja la lámpara encendida si quieres… no necesito luz para encontrarte, Ivy. Te encontraré incluso en la más absoluta oscuridad.

Cerró la puerta detrás de él con un clic suave pero definitivo. Yo me quedé ahí, paralizada en la cama, con el pulso acelerado, los labios apretados en una fina línea y el estómago hecho un nudo apretado.

Mañana sería otra guerra, otra batalla por mi propia cordura y autodeterminación.

Y pensaba ganarla. No importaba el costo.

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